El Bestiario
“¿Qué deberíamos hacer con Marte? Hay tantos ejemplos de la humanidad ejerciendo un mal uso de la Tierra, que el mero hecho de formular la pregunta me produce escalofríos. Si hay vida en Marte, creo que no deberíamos hacer nada. Marte pertenece a los marcianos, incluso si no fuesen más que microbios….”, escribía Carl Edward Sagan (Nueva York, 9 de noviembre de 1934 – Seattle, 20 de diciembre de 1996), astrónomo, astrofísico, cosmólogo, astrobiólogo, escritor y divulgador científico estadounidense. Inicialmente fue profesor asociado de la Universidad de Harvard y posteriormente profesor principal de la Universidad de Cornell. En esta última, fue el primer científico en ocupar la Cátedra David Duncan de Astronomía y Ciencias del Espacio, creada en 1976, y además director del Laboratorio de Estudios Planetarios. Fue un defensor del pensamiento escéptico científico y del método científico, pionero de la exobiología, promotor de la búsqueda de inteligencia extraterrestre a través del proyecto SETI. Impulsó el envío de mensajes a bordo de sondas espaciales, destinados a informar a posibles civilizaciones extraterrestres acerca de la cultura humana. Mediante sus observaciones de la atmósfera de Venus, fue de los primeros científicos en estudiar el efecto invernadero a escala planetaria.
Carl Sagan ganó gran popularidad gracias a la galardonada serie documental de TV Cosmos: Un viaje personal, producida en 1980, de la que fue narrador y coautor. También publicó numerosos artículos científicos, y fue autor, coautor o editor de más de una veintena de libros de divulgación científica, siendo los más populares sus libros ‘Cosmos’, publicados como complemento de la serie, y ‘Contacto’, en el que se basa la película homónima de 1997. En 1978 ganó el Premio Pulitzer de Literatura General de No Ficción por su libro ‘Los dragones del Edén’. A lo largo de su vida, Sagan recibió numerosos premios y condecoraciones por su labor como comunicador de la ciencia y la cultura. Hoy es considerado uno de los divulgadores de la ciencia más carismáticos e influyentes, gracias a su capacidad de transmitir las ideas científicas y los aspectos culturales al público no especializado con sencillez no exenta de rigor. Sagan defendió la búsqueda de vida extraterrestre, instando a la comunidad científica a utilizar radiotelescopios para buscar señales procedentes de formas de vida extraterrestres potencialmente inteligentes. Sagan fue tan persuasivo que, en 1982, logró publicar en la revista Science una petición de defensa del Proyecto SETI firmada por 70 científicos entre los que se encontraban siete ganadores del Premio Nobel, lo que supuso un enorme espaldarazo a la respetabilidad de un campo tan controvertido. Sagan también ayudó al Dr. Frank Drake para preparar el mensaje de Arecibo, una emisión de radio dirigida al espacio desde el radiotelescopio de Arecibo el 16 de noviembre de 1974, destinada a informar sobre la existencia de la Tierra a posibles seres extraterrestres.
Sagan fue consumidor y defensor del uso de la marihuana. Bajo el pseudónimo Mr. X, aportó un ensayo sobre el cannabis fumado al libro de 1971, ‘Marihuana Reconsidered’. El ensayo explicaba que el uso de la marihuana había ayudado a inspirar parte de los trabajos de Sagan y a mejorar sus experiencias sensoriales e intelectuales. Tras la muerte de Sagan, su amigo Lester Grinspoon desveló esta información al biógrafo Keay Davidson. La publicación de la biografía ‘Carl Sagan: Una vida’, en 1999, atrajo la atención de los medios hacia este aspecto de la vida de Sagan.’ Poco después de su muerte, su viuda, Ann Druyan, aceptó formar parte de la junta asesora de la NORML, una fundación dedicada a la reforma de la legislación sobre el cannabis.
Santiago J. Santamaría Gurtubay
“¿Cómo es que ‘Crónicas marcianas’ suele ser descrita como ciencia ficción? No encaja en esa descripción. En todo el libro solo hay una historia que obedece las leyes de la física tecnológica. ¿Qué es entonces ‘Crónicas marcianas’? Es el rey Tutankamón saliendo de la tumba cuando yo tenía tres años, las eddas nórdicas de cuando tenía seis, los dioses grecorromanos con los que fantaseaba cuando tenía diez: puro mito. La ciencia y las máquinas pueden aniquilarse o ser reemplazadas. El mito, visto en espejos, incapaz de ser tocado, permanece. Si el mito no es inmortal, casi llega a parecerlo”. (Ray Bradbury) Ray Bradbury escribía epopeyas a su pesar. En ‘Crónicas marcianas’, el primer astronauta que aterriza en Marte no muere en un acto heroico o devorado por un monstruoso ejemplar de la fauna local, sino de la manera más pedestre imaginable: asesinado por un marido celoso. Los marcianos constituyen una antigua raza de baja estatura, piel bronceada y ojos dorados. Poseen habilidades telepáticas, pero desconocen que la Tierra está habitada y no sospechan que los terrícolas están a punto de aparecer a bordo de cohetes plateados. Solo una mujer marciana, Ylla K., anticipa el suceso en un sueño donde se le aparece un hombre muy alto y de aspecto alienígena, pues tiene piel clara, cabello negro y ojos azules, rasgos extravagantes nunca vistos entre los marcianos. Sin entender que su sueño está profetizando un suceso inminente, se lo cuenta a su marido y comenta divertida que el alienígena, pese a sus sorprendentes colores y su enorme estatura, le ha parecido atractivo. El señor K. apenas puede disimular un ridículo ataque de celos del que ella, risueña, se burla cariñosamente. Durante varios días, Ylla canturrea una canción que escuchó en ese mismo sueño, aunque no sabe qué significa, pues la letra está escrita en un idioma misterioso y para ella desconocido: el inglés. Mientras tanto, un cohete aterriza no muy lejos de donde vive el matrimonio. El terrícola del sueño —un astronauta estadounidense de cabello negro y ojos azules— desciende de la nave y se convierte, aunque nadie lo sabe aún, en el primer ser humano que pisa el planeta rojo. El señor K., casualmente, ha salido de caza. Se encuentra con el terrícola y lo mata. Ylla, que permanece en la casa, olvida de repente y sin saber por qué la canción con la que ha estado entretenida esos días. No sabe qué ha pasado, pero es invadida por una tristeza de la que no consigue deshacerse. En la Tierra tampoco nadie sabrá qué ha ocurrido con el valiente pionero.
Cuando Ray Bradbury publicó ‘Crónicas marcianas’, el mundillo de la ciencia ficción recibió el libro con asombro. No era exactamente una novela, sino una recopilación de relatos entrelazados, algunos ya publicados y otros hechos para la ocasión. ‘Crónicas marcianas: cuando la humanidad es la pandemia’ es una interesante crónica de E.J. Rodríguez, publicada en la revista cultural española Jot Down Cultural Magazine. Antes de Bradbury, el Marte literario había sido escenario de grandes aventuras, pretexto para utopías, o el origen de terribles amenazas. Era algo distinto. Bradbury construyó su Marte relato a relato durante la segunda mitad de los años cuarenta, y era una alegoría de Norteamérica, aunque no sistemática y susceptible de ser resumida con un esquema. Aquella ficción espacial, al contrario que la de Asimov o Clarke, tenía tintes poéticos. El Marte de las Crónicas es un lugar onírico en el que, rememorando con nostalgia los errores astronómicos de Percival Lowell, hay canales y montañas azules, extraños animales y barcos de vela que surcan el aire. Para el Bradbury escritor, influido por las narraciones heroicas de los clásicos y Edgar Rice Borroughs, o por los retratos sociológicos de Sherwood Anderson, la ciencia era secundaria.
Un escritor clásico de la ciencia ficción que cuenta sobre los seis primeros viajes hacia Marte y su posterior colonización terrícola
Ray Bradbury (Waukegan, Illinois, 22 de agosto de 1920-Los Ángeles, California, 5 de junio de 2012) fue un escritor estadounidense de misterio del género fantástico, terror y ciencia ficción. Principalmente conocido por su obra ‘Crónicas marcianas’ (1950) y la novela distópica ‘Fahrenheit 451’ (1953). Bradbury nació el 22 de agosto de 1920 en Waukegan, hijo de Leonard Spaulding Bradbury y de Esther Moberg. Su familia se mudó varias veces desde su lugar de origen hasta establecerse finalmente en Los Ángeles, California, en 1934. A partir de entonces, Bradbury fue un ávido lector durante toda su juventud, además de un escritor aficionado. Se graduó de Los Angeles High School en 1938, pero no pudo asistir a la universidad por razones económicas. Para ganarse la vida, comenzó a vender periódicos de 1938 a 1942. Además, se propuso formarse de manera autodidacta pasando la mayor parte de su tiempo en la biblioteca pública leyendo libros y, en ese mismo momento, comenzó a escribir sus primeros cuentos. Sus trabajos iniciales los vendió a revistas, y así, a comienzos de 1940, algunos de estos fueron compilados en ‘Dark Carnival’ en 1947. Finalmente, se estableció en California, donde residió y continuó su producción hasta su fallecimiento. Bradbury escribió cuentos y novelas de diversos géneros, desde el policial hasta el realista y costumbrista, pero se le conoce como un escritor clásico de la ciencia ficción por ‘Crónicas marcianas’ (1950) que cuenta sobre los seis primeros viajes hacia Marte y su posterior colonización. También trabajó como argumentista y guionista en numerosas películas y series de televisión, entre las que cabe destacar su colaboración con John Huston en la adaptación de ‘Moby Dick’ para la película homónima que este dirigió en 1956. Además escribió poemas y ensayos. Existe un asteroide llamado Bradbury en su honor. En 1947, se casó con Marguerite McClure (1922-2003), con quien tuvo cuatro hijas. Murió el 5 de junio de 2012 a la edad de noventa y un años en Los Ángeles, California. A petición suya, su lápida funeraria, en el Cementerio Westwood Village Memorial Park, lleva el epitafio: ‘Autor de Fahrenheit 451’.
Se consideraba a sí mismo “un narrador de cuentos con propósitos morales”. Sus obras a menudo producen en el lector una angustia metafísica, y por lo cual desconcertante, ya que reflejan la convicción de Bradbury de que el destino de la humanidad es “recorrer espacios infinitos y padecer sufrimientos agobiadores para concluir vencido, contemplando el fin de la eternidad”. Un halo poético y un cierto romanticismo son otros rasgos persistentes en la obra de Ray Bradbury, si bien sus temas están inspirados en la vida diaria de las personas. Por sus peculiares características y temáticas, su obra puede considerarse como exponente del realismo épico, aunque nunca la haya definido de este modo. Si bien a Bradbury se le conoce como escritor de ciencia ficción, él mismo declaró que no era escritor de ciencia ficción sino de fantasía y que su única novela de ciencia ficción es ‘Fahrenheit 451’. “En mis obras no he tratado de hacer predicciones acerca del futuro, sino avisos. Es curioso, en mi país cada vez que surgía un problema de censura salía a relucir como paradigma de la libertad ‘Fahrenheit 451’. Los intelectuales, ya sean de derechas o de izquierdas, siempre tienen miedo a lo fantástico porque les parece tan real ese mundo que creen que estás intentando engañar y, evidentemente, así es. (…) Vivimos en un mundo que nos absorbe con sus normas, con sus reglas y la burocracia, que no sirve para nada. Hay que tener mucho cuidado con los intelectuales y los psicólogos, que te intentan decir lo que tienes que leer y lo que no”. Junto a Leigh Brackett, se le considera como uno de los escritores más identificados con la revista pulp ‘Planet Stories’; ambos autores colaboraron en la novela corta ‘Lorelei of the Red Mist’ que apareció en 1946. Las obras que Bradbury destinó a la revista incluyen a una de las primeras historias de la serie ‘Crónicas marcianas’.
Para la antigua raza marciana, los molestos terrícolas son portadores del mal que acabará con su antigua civilización: la varicela
Su Marte, lejos de albergar portentosas hazañas, es un planeta estancado en la rutina. Es el trasunto de una Norteamérica que había perdido su magia originaria, la de los nativos, y languidecía en una asfixiante normalidad postcolonial. Es un Marte acientífico donde hace un soportable calor durante el día y un llevadero frío por la noche, donde llueve, donde la atmósfera, aunque liviana y enrarecida como en lo alto de una cordillera terrestre, es respirable. Es un Marte fantástico, pero, sorprendentemente, no del todo inverosímil. Es un Marte melancólico y lúgubre, tangible, donde confluyen las observaciones del escritor sobre la sociedad estadounidense. De origen humilde, Ray Bradbury era muy consciente del carácter migratorio y colonial del país en el que había nacido. Conocía de cerca las tribulaciones de la extranjería, pues su madre era una inmigrante sueca. También estaba familiarizado con la manera en que, como en todo Estado nuevo, la identidad nacional había sido apresuradamente sustentada en un frenético folclore. Su padre era un estadounidense con ya hondas raíces en el país, que descendía de Mary Bradbury, una de las mujeres condenadas en los famosos juicios por brujería celebrados en Salem durante 1692. Los marcianos de Bradbury tienen también hondas raíces, y su civilización fue antaño grandiosa. Pero al comenzar el relato viven acomodados en un adormecimiento que recuerda mucho al conformismo suburbano de las clases medias estadounidenses. Poseen una fascinante tecnología, aunque creada mucho tiempo atrás por antepasados más enérgicos y curiosos. Los marcianos usan sus artilugios con la misma falta de asombro con la que un humano del siglo XXI utiliza el wifi o el horno de microondas, inventos en cuya naturaleza maravillosa ya ni siquiera reparamos, pero que no hace tanto tiempo hubiesen sido consideradas magia. La apatía y la aparente mediocridad de los marcianos, sin embargo, no contrapesan el hecho, para Bradbury incontestable, de que el planeta rojo les pertenece por derecho. Los primeros exploradores terrícolas, fatuos y hambrientos de gloria, siempre se sorprenden al no encontrar en Marte la respuesta eufórica de los nativos. Y, por desgracia para la antigua raza marciana, los molestos terrícolas son portadores del mal que acabará con su antigua civilización: la varicela.
Tras el holocausto vírico, los terrícolas comienzan a asentarse en un planeta casi vacío donde los escasos marcianos supervivientes dejan de ser la imagen de la clase media y se convierten en una representación de los indios norteamericanos. Los colonos que llegan a Marte, de diversas etnias pero siempre procedentes de los Estados Unidos, son también vulgares, a veces egoístas, otras veces irrespetuosos con el carácter venerable de la desaparecida civilización local. Se empeñan en reproducir sobre suelo marciano las ciudades y costumbres de la Tierra mientras sus hijos “de ojos azules” corretean entre las ruinas de ciudades que una vez estuvieron repletas de vida. A Marte llegan millonarios caprichosos y llegan perdedores. Llegan matrimonios que huyen del insoportable luto por un hijo perdido. O llegan negros de zonas rurales cansados de la opresión racista, hartos de la servidumbre en la que viven bajo unas leyes que, mintiendo con la boca grande, pretenden convencerlos que se les ha concedido una libertad que ellos solo sueñan con encontrar en el planeta rojo. Los pocos marcianos que han sobrevivido a la pandemia de varicela serán incapaces de sobrevivir al intento de convivencia con los humanos. Su sensibilidad telepática les confiere extraordinarios poderes psíquicos y les hace llevar en público máscaras de metal para atemperar la expresión de sus emociones, pero también se convertirá en el amplificador de las miserias de los humanos que tengan cerca. Asustados, se esconden. Y son forzados a vivir en las montañas porque, amarga ironía, los aprensivos colones temen que los marcianos les contagien la varicela, aunque es imposible, pues todos los humanos la han pasado de niños. Los colonos, por supuesto, no tardan en sentir que el planeta ya les pertenece. A fin de cuentas, ya casi no hay marcianos a la vista. Cuando ante un colono que vende perritos calientes se presenta un marciano que afirma tener un importante asunto que tratar, el humano responde: “Si el asunto es este terreno, es mío. Construí este puesto de hot-dogs con mis propias manos. Mira, soy de Nueva York. De donde vengo, hay diez millones como yo. De vosotros marcianos quedáis un par de docenas, no tenéis ciudades, deambuláis por las colinas, sin líderes, sin leyes. Y ahora venís a hablarme sobre el terreno. Bien, lo viejo ha de dar paso a lo nuevo. Esa es la ley de dar y tomar. Tengo una pistola aquí mismo”. El vendedor de perritos no ve más allá de sus propias necesidades. Relato tras relato, los marcianos decadentes y aburridos del inicio de las Crónicas aparecen cada vez más ennoblecidos por la comparación con los contumaces y estúpidos colonos que, por desconfiar, desconfían incluso de los congéneres terrícolas que están por llegar a Marte, solo porque son mexicanos y chinos. Los últimos marcianos entenderán que son demasiado frágiles y sufrirán muertes horribles al ser sacudidas sus sensibles psiques por la incontenible irracionalidad de los terrícolas. Los humanos no saben, o no quieren saber, cuándo sus deseos chocan con la existencia de otros seres que también merecen vivir. Esa misma irracionalidad que provoca un tenebroso espectáculo de fuegos especiales en el firmamento marciano cuando la distante Tierra muere arrasada por una guerra nuclear. Ante la noticia de que la Tierra ha sido devastada, la esposa del propietario del puesto de perritos calientes solamente es capaz de pensar en que ya no llegarán nuevos clientes: “Me parece que va a ser temporada baja”.
Friedrich Ratzel adaptó la teoría darwiniana a las ciencias sociales y creó ‘Lebensraum’, Adolf Hitler lo utilizó para su ‘Reich de los mil años’
Marte es mancillado y profanado por la irritante raza humana que, tras destruir su propio planeta de origen, ha comenzado con la tarea de destruir el siguiente. Es un destino injusto para los marcianos y un triunfo inmerecido para los invasores terrícolas, pero es una secuencia inevitable. En el último relato del libro, que quizá tenga uno de los mejores títulos de la ciencia ficción ‘El picnic de un millón de años’, la consumación de la invasión humana produce una sensación amarga y deprimente. Ya no quedan marcianos, así que los marcianos son ahora los descendientes de los terrícolas, al igual que los norteamericanos de la época de Bradbury ya no eran los indios, sino los descendientes de europeos. Un destino que tiene un nombre desde el siglo XIX: el estadounidense John O’Sullivan —que, como prototípico periodista, se erigía en paladín de altos valores morales y, sin embargo, era un entusiasta defensor del genocidio de los indios— lo llamó ‘destino divino’ primero, y después, más famosamente, ‘destino manifiesto’. A finales de ese mismo siglo, el etnógrafo alemán Friedrich Ratzel hizo una de tantas piruetas contemporáneas para tratar de adaptar la teoría darwiniana a las ciencias sociales y creó el concepto Lebensraum, el ‘espacio vital de los pueblos’ que el sueco Rudolf Kjellén introdujo en su ‘geopolítica’. A su vez reconvertida en la ‘Geopolitik’ de Karl Haushfer y de la que, por supuesto, bebió Adolf Hitler para imaginar su ‘Reich de los mil años’.
El genocidio marciano descrito por Bradbury descansa en el mismo abandono moral del ‘destino manifiesto’ que acalló las dudas sobre la expansión de los Estados Unidos hacia el oeste, pero, aun con esto, no es un genocidio político. La aniquilación de los marcianos no responde a una teoría étnica o a un plan estructurado. Los colonos “vinieron porque estaban asustados o porque no lo estaban, porque eran felices o infelices, porque se sentían como peregrinos o porque no se sentían como peregrinos. Había un motivo para cada hombre. Venían para encontrar algo, para desenterrar algo, o para enterrar algo, o para abandonar algo. Venían con pequeño sueños, o con ningún sueño en absoluto”. Es un genocidio producto de la naturaleza irrespetuosa y sonrojante del ser humano promedio, de su estupidez y codicia. No intervienen ideólogos ni generales, ocupados en provocar el desastre atómico en la Tierra. La civilización marciana es primero arrasada por los virus, pero no es rematada por grandes planes expansionistas o geopolíticos, sino por las mediocridades cotidianas de los invasores. Como en la frontera del Far West, el daño está hecho antes de que las instituciones burocráticas tengan tiempo de establecerse. Cuando los marcianos son aniquilados, apenas puede decirse que hay algo parecido a un Estado humano en ese planeta.
Ray Bradbury no podía soportar el horror de comprobar que el mundo se convirte en lo que él temía: un culto generalizado a las pantallas
Eso sí, ya se adivinan en ‘Crónicas marcianas’ las primeras pinceladas de Fahrenheit 451, pues aparecen guardianes de la moral muy preocupados por el pensamiento ajeno, por el control de las ideas nocivas, y, cómo no, por la quema de libros perjudiciales. Uno de los grandes temas en la obra de Ray Bradbury es la alienación. En sus historias, los personajes libres suelen ser tratados como locos por sociedades que, incluso no pretendiendo ser tiránicas, tienden al adocenamiento. Bradbury dijo que, al escribir Fahrenheit 451, “no estaba tan preocupado por la libertad como por los individuos que son convertidos en imbéciles por la televisión”, así que solo cabe preguntarse qué hubiese dicho sobre las redes sociales como Twitter o Facebook. Para él, la censura no formaba parte del sistema estadounidense per se, pero sí aparecía en oleadas como la caza de brujas promovida por el senador McCarthy; oleadas que constituían “un aviso”. Esta preocupación aparece en las ‘Crónicas marcianas’, aunque todavía como asunto secundario. Bradbury, al contrario que George Orwell, no escribía tanto sobre la opresión política como sobre la opresión social. Orwell describe a individuos aplastados por el Estado; Bradbury describe a individuos alienados por sus conciudadanos. En su relato ‘El peatón’, un hombre se atreve a disfrutar de un paseo nocturno por la calle mientras todos los demás ciudadanos miran las pantallas en sus casas; un coche de policía robotizada lo localiza y lo detiene, aunque no lo envían a una cárcel, sino a un centro psiquiátrico donde curar sus ‘tendencias regresivas’. El relato fue inspirado por una anécdota real: un policía de Los Ángeles sospechó de Bradbury por el mero hecho de caminar en una zona solitaria y le preguntó qué estaba haciendo. El escritor, cuyo humor ácido era más evidente en su vida que en su obra, respondió: “Estoy poniendo un pie delante del otro”. Al policía no le gustó la respuesta, aunque no encontró motivo para justificar una detención. Como se ve, no fue un acto opresivo del Estado, sino la reacción estúpida de un agente con el ego herido.
En ‘Crónicas marcianas’ no hay gobiernos, no hay líderes, no hay instituciones regladas. Es una alegoría social en la que no existe un establishment al que señalar como responsable del genocidio marciano, desviando así cada cual sus culpas individuales. La responsabilidad de las injusticias, nos dice Bradbury, es de todos. La maldad y el egoísmo son perniciosos, pero la estupidez y la pereza mental también hacen daño. Así que no basta con creerse virtuoso; hay que intentar sopesar el posible alcance de lo que se hace y de lo que se dice. Pocas épocas más indicadas para revisitar este libro, ahora que el Perseverance nos envía imágenes espectaculares desde Marte mientras la Tierra padece su propia pandemia, y los últimos juguetes de Elon Musk, tan similares a los cohetes plateados de las Crónicas, caen o estallan. Estas casualidades, sin duda, hubiesen fascinado a Bradbury. Quizá, quién sabe, le hubiesen distraído momentáneamente del horror de comprobar que el mundo se ha convertido en lo que él temía: un culto generalizado a las pantallas.
‘Fahrenheit 451, la temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde’, el rol histórico para reprimir ideas disidentes
‘Fahrenheit 451’ es una novela distópica del escritor estadounidense Ray Bradbury, publicada en 1953 y considerada una de sus mejores obras. La novela presenta una sociedad estadounidense del futuro en la que los libros están prohibidos y existen ‘bomberos’ que queman cualquiera que encuentren. En la escala de temperatura Fahrenheit (F), 451 grados equivalen a 232,8 C y su significado se explica en el subtítulo de la obra: ‘Fahrenheit 451: la temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde’. El protagonista del relato es un bombero llamado Montag que acaba por cansarse de su rol como censurador de conocimiento, decide renunciar a su trabajo y eventualmente se une a un grupo de resistencia que se dedica a memorizar y compartir las mejores obras literarias del mundo. La novela ha sido objeto de interpretaciones que se enfocan en el rol histórico que ha tenido la quema de libros para reprimir ideas disidentes. En una entrevista de radio de 1956, Bradbury afirmó haber escrito ‘Fahrenheit 451’ por sus preocupaciones durante la era McCarthy de la amenaza de quema de libros en los Estados Unidos. En años posteriores, lo describió como un comentario sobre la forma en que los medios de comunicación de masas reducen el interés por la literatura. Guy Montag es un bombero encargado de quemar los libros por orden del gobierno. Los bomberos habían sido reasignados a esa tarea, para evitar su desempleo, ya que se había descubierto un material incombustible que había eliminado la posibilidad de incendios de casas. Su esposa Midred es superficial y vive encerrada en su casa mirando su televisor gigante, que ocupa toda una pared del living, ansiando poder tener las cuatro paredes con TV. En el cuartel, Montag convive con otros bomberos y el Sabueso Mecánico, un perro-robot que puede identificar a las personas mediante la detección de las sustancias químicas de cada persona. Un día Montag conoce a Clarisse McClellan, una chica que vive al lado de su casa, la cual le hace reflexionar acerca de si es feliz o no. Otro día, cuando Montag y su equipo van a quemar una cantidad de libros, su dueña se inmola junto con sus libros delante de todos los bomberos. Confuso sobre si los libros son buenos o no, e impresionado por la acción de aquella persona que prefirió arder con su biblioteca antes de vivir sin ella, Montag decide robar uno. Días más tarde Clarisse desaparece. El capitán Beatty sospecha que Montag esté guardando libros y le da una charla hablando del peligro de los libros, de la diversidad de ideas, del origen de la profesión y de la sociedad de hoy en día. Cuando el capitán se va, Guy decide pasar la tarde leyendo con su esposa, Mildred Montag. Más tarde y después de unos días leyendo, estaba buscando a alguien que le guiase en cuanto al tema de los libros. Recordó que hace un año estuvo hablando con un hombre que sabía del tema, el profesor Faber, este le dio su dirección y Montag aún la guardaba, va a su casa (con la Biblia) y habla con él. Faber le da un auricular de radio para comunicarse con él y lo manda a la estación de bomberos. Allí Montag conversa con otros bomberos y con Beatty, quien pasa el tiempo provocando a Montag, hablándole de un sueño que tuvo en el cual ellos discutían sobre los libros.
Suena la campana, y toca ir a trabajar, pero Montag da con la sorpresa de que van a su propia casa, ya que Mildred dio la alarma y salió corriendo. Después de quemar su casa, Beatty dice a Montag que será arrestado y que buscará a la persona que está detrás del auricular que tiene, por lo que Montag enfurece y con su lanzallamas quema vivo a Beatty. Ante esto el Sabueso Mecánico (posiblemente programado por Beatty con anticipación) se lanza sobre él y casi lo mata. El Sabueso acabó quemado por Montag. Desesperado, Montag quiere huir a casa de Faber, pero debido a que un nuevo Sabueso Mecánico lo está buscando, el profesor le indica que se dirija al río, donde el Sabueso perdería su rastro. En su huida, Montag observa que todos los televisores de la ciudad están transmitiendo en vivo su propia persecución, y se dirige al río. Efectivamente el Sabueso pierde el rastro, y termina matando a un vagabundo, que termina siendo un chivo expiatorio para hacer creer al público televidente que han castigado al verdadero culpable. Montag se aleja de la ciudad y encuentra entonces unos antiguos profesores y su líder, Granger, quien le explica que cada persona ha memorizado un texto de un libro, para que el conocimiento no se pierda. Más tarde la ciudad es bombardeada y todo el mundo muere, excepto Montag y los intelectuales, estos deciden reconstruir la sociedad entre todos.
Una epidemia, desencadenada a partir de un brote natural, desbarataría los fundamentos del orden social occidental, eso es bioterrorismo
Pongámonos por un momento en la mente de un ideólogo o de un estratega que pertenezca al mando central de alguna importante organización yihadista. Bien podría tratarse de una de las dos organizaciones yihadistas con liderazgo reconocido, estructuras descentralizadas y alcance global, cuyos respectivos repertorios de violencia colectiva tienen en común el hecho de que otorgan preferencia al uso sistemático del terrorismo. Es decir, podría tratarse tanto de al-Qaeda como de Estado Islámico. Pues bien, puestos en la mente de ese ideólogo o de ese estratega, consideraríamos plausible que actualmente esté contemplando a través de los medios de comunicación y de las redes sociales, desde algún lugar situado en, por ejemplo, el sur de Asia, en Oriente Medio o en el oeste de África, cómo la pandemia del COVID-19 está alterando drásticamente el funcionamiento ordinario de las instituciones políticas y el normal desenvolvimiento de la sociedad civil en países que definiría, textualmente, como territorio de guerra dominado por infieles y que corresponden al mundo occidental. “La extensión y la letalidad del COVID-19 están poniendo de manifiesto que ni en el nivel nacional, ni en el europeo, ni en el global, estábamos en condiciones de reaccionar adecuadamente”.
No nos costaría demasiado imaginar, puestos en la mente de ese ideólogo o de ese estratega yihadista, que estos días estuviese además pensando en cómo los atentados del 11 de septiembre de 2001, pese al excepcional impacto que tuvieron, no impidieron que la inmensa mayoría de los estadounidenses, aun sobrecogidos por tan inesperado acto de megaterrorismo, continuasen con sus rutinas cotidianas sin que se clausuraran empresas ni se cancelaran espectáculos. Tampoco se nos antojaría raro que discurriese sobre cómo, pese a su alta letalidad y a la indudable conmoción que ocasionaron, los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid o los del 7 de julio de 2005 en Londres no derivasen en una perturbación tan severa de la vida social y de las economías nacionales. Ni nos resultaría extraño que diera vueltas a cómo el enorme impacto de los atentados del 13 de noviembre de 2015 en París no hizo que los ciudadanos franceses se confinaran temerosos en sus hogares durante semanas o que las autoridades cerraran escuelas, universidades, salas de concierto, hoteles y restaurantes. Es muy probable que ese ideólogo o estratega yihadista esté convencido de que la pandemia que se extiende por Europa Occidental y Norteamérica es un castigo que Alá hace recaer sobre los no musulmanes. Puestos en su mente, sin embargo, podemos entender con facilidad que esté mascullando si, una vez que Occidente supere la crisis del coronavirus que en estos momentos observa a través de la prensa online y de las aplicaciones de mensajería instantánea, incluso sin conocer todavía cuáles serán la duración y los efectos finales de la misma, no sería posible volverlo a sumir en otra que conllevara su irreversible decadencia. Una nueva crisis derivada no ya de una gran epidemia o una pandemia desencadenada a partir de un brote natural sino mediante la liberación intencionada de patógenos virales suficientemente dañinos y contagiosos. Ello causaría decenas o centenares de miles de muertos y un pánico en millones de personas que, agravado por el carácter provocado de la propagación de la enfermedad, desbarataría los fundamentos del orden social occidental. Eso es bioterrorismo.
Al-Qaeda y Estado Islámico utilizarían con propósitos terroristas, bacterias o toxinas, peo no cuentan con extremistas científicos
Pero un ataque bioterrorista de esa magnitud, similar o mayor en sus efectos sociales y económicos a los que está produciendo el Covid-19, requiere de unos medios que, como el ideólogo o el estratega en cuya mente nos hemos puesto reconocería, no están hoy al alcance de las organizaciones yihadistas. Aunque tanto al-Qaeda cuando tenía su base en Afganistán, como Estado Islámico mientras impuso su califato en Siria e Irak, han mostrado interés en utilizar con propósitos terroristas bacterias o toxinas, cabe deducir que si no lo han conseguido es debido a su incapacidad para aunar el conocimiento, los materiales y la infraestructura necesarios. Es improbable, más aún respecto a la obtención, multiplicación y diseminación de patógenos virulentos, que estas condiciones cambien a corto plazo, aunque serán distintas si esas organizaciones yihadistas movilizan una masa crítica de extremistas con formación o experiencia científica, consiguen acceso a recursos tecnológicos en laboratorios, se establecen en nuevos santuarios o negocian acuerdos con algún proveedor estatal. “Las medidas de protección necesarias ante una pandemia como la que estamos viviendo y las que nos prepararían ante otra derivada de un ataque bioterrorista coinciden en gran parte”.
Ahora bien, ¿acaso un ataque bioterrorista diseñado para ocasionar una gran epidemia regional o una pandemia que, como la del covid-19, previsiblemente incida con especial intensidad sobre las sociedades occidentales no pondría en peligro la vida de los propios terroristas o de musulmanes residentes en ellas? El ideólogo o estratega en cuya mente nos hemos puesto tendría respuestas que dar a esta pregunta. En primer lugar, definiría como acto de martirio la muerte de cualquier yihadista que pereciera tras haberse implicado directa o indirectamente en el ataque. En segundo lugar, aduciría que, antes de llevar a cabo el ataque, su organización cumpliría con la obligación religiosa de instar a los infieles a que se conviertan y de advertir a los musulmanes que emigren hacia territorios del islam. Por último, siempre podrá acudir a algún conocido doctrinario salafista que alegaría un hadiz como prueba literal de que no hay transmisión de enfermedades infecciosas sin permiso de Alá, de que el contagio de una persona sana por otra infectada sólo ocurre si es voluntad de Alá. Añádase a todo ello que los actores individuales y colectivos del yihadismo global cuentan desde 2003 con un edicto religioso que justifica la utilización de armas de destrucción masiva si disponen de ellas y no pueden derrotar a los infieles por otros medios.
Los terroristas del salafismo yihadista no son los únicos supremacistas que, en las últimas décadas, aspiran a utilizar el bioterrorismo
La realidad del Covid-19 y la generalizada zozobra que está produciendo en un buen número de naciones occidentales, además de la crisis ocasionada en China, de donde procede el brote de ese coronavirus, o de la inquietud en distintos países de otras regiones del mundo, nos sitúan frente a la amenaza real de una pandemia de origen natural y diseminada involuntariamente. Pero también nos emplaza a reflexionar sobre la amenaza potencial de una epidemia a escala regional o de una pandemia derivada del bioterrorismo. La probabilidad de que una organización yihadista consiga preparar y ejecutar un ataque bioterrorista comparable en sus resultados a la enorme crisis del nuevo coronavirus desencadenada por una masiva infección que tiene en Europa Occidental el epicentro de su transmisión, es baja. Pero la realidad del Covid-19 permite vislumbrar su posibilidad, incluso como amenaza existencial. Sin olvidar que los terroristas inspirados por la ideología del salafismo yihadista no son los únicos supremacistas que, en las últimas décadas, han aspirado a utilizar el bioterrorismo.
Fernando Reinares, director del Programa sobre Radicalización Violenta y Terrorismo Global en el Real Instituto Elcano y catedrático de Ciencia Política y Estudios de Seguridad en la Universidad Rey Juan Carlos, es autor de este informe de inteligencia, ‘Covid-19 y bioterrorismo’. El Real Instituto Elcano de Estudios Internacionales y Estratégicos es un centro de pensamiento y laboratorio de ideas creado en 2001 en España, cuyo objetivo, según sus estatutos, es “analizar la política internacional desde una perspectiva española, europea y global, además de servir como foro de diálogo y discusión”. Con sede en Madrid, se constituyó bajo la presidencia de honor del Príncipe de Asturias el 27 de diciembre de dicho año, siendo su primer presidente Eduardo Serra Rexach y primer director Emilio Lamo de Espinosa. Presidido por José Juan Ruiz desde 2021 y dirigido por Charles Powell desde 2012, el trabajo del Instituto Elcano se organiza en ejes geográficos y temáticos. Los temáticos son: política exterior de España, energía y cambio climático, seguridad y defensa, economía europea e internacional, terrorismo internacional, imagen de España y opinión pública, lengua y cultura españolas, cooperación al desarrollo, demografía y migraciones internacionales. Los geográficos se centran en Europa, las relaciones transatlánticas, América Latina, Norte de África y Oriente Medio, Asia-Pacífico y África Subsahariana. El Instituto cuenta con un equipo de investigadores y una red amplia de colaboradores y expertos asociados. La producción intelectual se plasma en publicaciones tales como Comentarios Elcano, ARIs, Documentos de Trabajo, Informes y Estudios, disponibles en la Web y el Blog Elcano. El Instituto participa en numerosas redes de think tanks y proyectos internacionales; así mismo, realiza actividades públicas y privadas, entre las que se encuentran reuniones de sus grupos de trabajo, seminarios y conferencias. Actualmente, el Instituto desarrolla una serie de proyectos adicionales, entre los que se encuentran el Índice Elcano de Presencia Global, el Barómetro del Real Instituto Elcano, el Observatorio Imagen de España (OIE) y la Red Iberoamericana de Estudios Internacionales (RIBEI). La sede del Real Instituto Elcano está en el número 51 de la Calle del Príncipe de Vergara de Madrid, en el distrito de Salamanca. El edificio fue proyectado en 1925 por Fernando de Escondrillas y Luis de Alburquerque y construido de 1925 a 1926 como palacete para Francisco Taviel de Andrade.
Las medidas de protección necesarias ante una pandemia como la que estamos viviendo y las que nos prepararían ante otra derivada de un ataque bioterrorista coinciden en gran parte. Esas medidas, basadas en la prevención, la detección y la respuesta, muy especialmente en lo que atañe a la existencia de vacunas que permitan contener y mitigar la propagación de un virus, pero también a la cobertura de los sectores sociales más vulnerables y al mantenimiento de la seguridad pública, exigen programas de anticipación y emergencia diseñados de manera coordinada en el ámbito nacional, que en escenarios tan interconectados como el de la UE (Unión Europea) han de ser complementados con iniciativas regionales a su vez enmarcadas en una estrategia global. La extensión y la letalidad del Covid-19 están poniendo de manifiesto que ni en el nivel nacional, ni en el europeo, ni en el global, estábamos en condiciones de reaccionar adecuadamente. Extraer lecciones de lo que está pasando será fundamental para afrontar otras pandemias, incluidas las imaginables como bioterrorismo. El estratega o el ideólogo yihadista en cuya mente nos acabamos de poner también extraerá las suyas.
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