¿Y si mueren los que no deben?

Signos

La pena de muerte acaso estaría bien, si se aplicara contra depredadores irredimibles y sádicos por naturaleza: violadores de niños, por ejemplo, y torturadores y homicidas brutales de seres inocentes.

La pena de muerte estaría muy bien, quizá, contra esos criminales crueles, insensibles y de imposible redención, perdón y recuperación humana.

Sí: la pena de muerte valdría la pena, tal vez, si el caudal de condenados y de cadáveres producido por tan ejemplar exterminio legal contribuyese a hacer justicia y a reducir el número de víctimas y victimarios y casos delictivos e índices de violencia e inseguridad.

Estaría muy bien, la pena de muerte, por supuesto -es probable-, en esa lógica justiciera, siempre y cuando el sistema penal garantizara que no pagarían justos por pecadores, y que ni un solo inocente fuese sentenciado de manera irreversible, y cada uno de los procesados y asesinados fueran culpables absolutos de los cargos que se les imputasen.

Si el sistema mexicano de Justicia es, o puede ser, tan perfecto e infalible para garantizar que los criminales acusados y condenados a muerte cometieron, en efecto, los delitos que les fueran atribuidos, la iniciativa de la pena de muerte que se pretendería legislar al respecto merecería la aprobación y el aplauso de los ciudadanos más decentes, honorables y sinceros de este mundo. Pero, si no fuera así, tendría que ser censurada y reprobada como el (des)propósito legislativo de los imbéciles más redondos, retrógrados y abominables de la especie humana.

¿O de qué manera contemplaría una ley tan bestial como ésa resarcir los daños por el cerro de ejecutados inocentes en el patíbulo de un sistema de Justicia tan fallido como el mexicano?

No hay justicia posible que legitime, en ningún caso, el castigo a inocentes para cobrar los agravios contra otros inocentes. 

Pero en el límite extremo de la pena de muerte es evidente que no hay espacio para las rectificaciones cuando la sanción condenatoria se ha cumplido. 

Y en esa encrucijada de la Justicia, y más allá de creencias y humanitarismos, la falibilidad humana del sistema choca contra lo irrevocable de la muerte, y, en tal contradicción, la simple duda razonable descalifica un ejercicio que, en dicha circunstancia extrema, tendría que ser perfecto para poder ser justo. Y si hay algo imperfecto en el acontecer universal conocido es nada menos que la condición humana, donde tanto puede equivocarse un criminal como quien consigna y juzga sus delitos.

En términos de justicia extrema, quizá es muy pertinente que los más inhumanos criminales paguen sus culpas más salvajes de la manera más dolorosa y con los beneficios legales menos humanitarios posibles.

En tal sentido, del tamaño del dolo debiera ser el veredicto, aunque no pudiera cumplirse (cien cadenas perpetuas o veinte penas de muerte, si fuera el caso), sólo para establecer las dimensiones del mismo, como ocurre en algunos Estados de la Unión Americana.

Pero en términos de objetiva relatividad -o relativa objetividad-, nunca habría suficiente castigo contra la insidia o el error implicados en una equívoca sentencia de muerte, y el peso de esos crímenes identifica el valor moral del Estado de Derecho donde se cometen.

Y si en sistemas de Justicia tan acabados donde impera la pena de muerte se asesina a inocentes, en uno como el mexicano el cadalso contra culpables inventados sería la historia interminable.

Matar inocentes en nombre de la sociedad, es peor que hacerlo en nombre propio.

La pena de muerte contra criminales abominables sólo podría ser justa si fuese tan inequívoca como la muerte que prodiga.

No es un problema moral, sino de lógica.

SM

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