
Signos
Es que no hay mucho que discutir. La obviedad no se disfraza ni se esconde: La apología musical de la violencia y el analfabetismo que produce las miserias artísticas multitudinarias mexicanas son la medida del fracaso educativo y civilizatorio; un triunfo de la ilegitimidad política y de las minorías beneficiarias de la alienación social.
El mercado dominante de la mala música se ocupa de la falta de alternativas de la cultura popular. Y la cultura popular, cual aglomerado idiosincrático de clientela vil, ha sido abandonada desde siempre por el Estado; ha sido dejada a merced de las estrategias de consumo de la industria del entretenimiento, donde el simplismo sin alma de sus productos efímeros y desechables -y a menudo ofensivos de la dignidad espiritual e intelectual- ha forjado la demanda y la temporalidad y renovación de la oferta.
Porque no hay una sensibilidad y una capacidad de discernimiento de los consumidores y multiplicadores del mercado. Como no la ha habido en el sufragio y como sigue habiendo devociones políticas al servicio de los oportunistas y los tránsfugas hacia la militancia de moda.
Los poderes dominantes del Estado han optado, durante generaciones, por favorecer la ignorancia y la pobreza estética generalizada, de espaldas al compromiso -si legítimos y representativos del bien general hubiesen sido- de engendrar tradiciones y expectativas que desde la familia, la primera infancia y la enseñanza escolar impulsaran la vocación popular por la buena música y las bellas artes, y ese desarrollo humanístico se hubiere conciliado con una dimensión similar de instituciones, medios de difusión y recursos que respondieran a dicho entorno, donde la mínima calidad promedio, y no la extrema banalidad, fuese la que se impusiera.
Porque la medida educativa, intelectual y estética de la cultura popular es la del Estado y la democracia que lo exhibe y lo determina.
Y el Estado ha sido tan ilegítimo como la consistencia del poder mediático y la fuerza omnímoda de la industria del espectáculo y el entretenimiento, concentrada durante por lo menos siete décadas (antes del estallido cibernético y digital) en no más de dos o tres familias monopólicas y concesionarias de las frecuencias radioeléctricas de propiedad pública, por ejemplo, que sin competencia alguna (que fuese alentada por las instituciones representativas de la sociedad o cualquier otra iniciativa de alto interés entre las grandes mayorías y de contenidos virtuosos y contrarios a los del lucro comercial y privado) moldearon a su antojo las preferencias y los satisfactores mediáticos de la cultura popular, condicionaron las opciones de la educación informal de la población, y contribuyeron a preservar los estándares del analfabetismo real y funcional en favor del control político totalitario, complementando la ruinosa enseñanza escolar dotada por un sindicalismo educativo clientelar y dedicado más a las faenas corporativas y electorales del partido en el poder en los tiempos del dominio monopólico de la industria de la cultura o el entretenimiento, al grado en que el ideólogo priista, Jesús Reyes Heroles, llegara a decir, en los setenta, que lo poco que los alumnos podían aprender por la mañana en las aulas lo perdían sin remedio por la tarde aplastados bajo el peso inmenso de la basura radiofónica y televisiva.
Y nada ha hecho el Estado, con proclamas de regeneración moral o transformación nacional y sin ellas, por revertir esas patologías estructurales de la cultura popular.
Los medios públicos de comunicación social siguen siendo insignificantes y sin capacidad evolutiva ni influencia ninguna contra el vasallaje del muladar mediático privado y la narcodegradación incontenible de la música popular de moda, donde hasta las producciones no pertenecientes a la apología de la violencia son de una miseria rítmica y lírica propia de los confines últimos del primitivismo creativo y conceptual.
Es la dimensión educativa y la calidad del Estado nacional.
¿Atender las causas?
Muy bien. En lo inmediato, cargue el liderazgo presidencial contra la narcopolítica y extermine las bandas del crimen organizado. Y, al mismo tiempo, rompa la inercia de la calidad educativa y ayude a la formación de generaciones más letradas y más sensibles a los productos estéticos de valor y menos proclives a la masividad contagiosa de las alienantes videobaratijas incendiarias de las reservas neurológicas residuales del precarismo intelectual del planeta naciente de los androides.
No. No habrá una cultura popular renacida entre los matorrales carbonizados de la era de los monopolios de la industria de la cultura o el entretenimiento (o de la cultura del entretenimiento), de la educación como negocio clientelar de un sindicalismo viciado e intacto, y de un nuevo partidismo de Estado que en lugar de regenerarse se reedita con las sobras oportunistas de una oposición marchita, caducada, y sin aliento ni oferta disponible, y en cuyo espejo futurista se resiste a verse el morenismo que se nutre de esa decadencia.
Puede enfrentarse el vicio de los narcocorridos tumbados pero no abatirse el crimen del mal gusto por el cancionerismo restante sin letra ni paradigma.
Porque las virtudes creativas requieren una escuela y una aptitud innovadora que rompan el círculo vicioso y repetitivo de la vulgaridad y la mediocridad melódica que impone la industria de la cultura (del entretenimiento y el goce de la uniformidad consumista y sin contenido) a los masivo públicos del simplismo popular.
Se requiere una revolución humanista verdadera que arrase en las familias y en las escuelas con los restos vivos de la genética empobrecedora de la vida pública y de la cultura nacional prodigada por la vieja industria monopólica del espectáculo y continuada en el acontecer marveliano y descerebrante de la era zombie y de progresión humanoide de las postrimerías civilizatorias, en un país condenado por la piltrafa educativa abrumadora de todos los tiempos y donde el Estado sigue renuente a desterrarla y se entiende imposibilitado para esa refundación estructural necesaria del sistema educativo nacional.
¿Habrá entonces una mejor música popular y un mejor gusto por la producción artística en la cultura popular?
No hay evidencia de esa posibilidad. Parte de ella tendría que ser la de la extinción de la narcopolítica, del descenso de la mediocridad representativa y democrática, del mejoramiento de los liderazgos y las ofertas partidistas (y la reducción del oportunismo militante que identifica el derrumbe ideológico y la ausencia de compromisos vindicativos), de más y más productivas y transformadoras gobernanzas en un ámbito nacional cada vez más dominado en sus entidades y municipalidades por la delincuencia política.
El combate a la narcoviolencia puede incidir en la disminución de la apología musical de la violencia. Pero el mal gusto es un asunto de calidad de Estado, de sociedad y de cultura popular.
SM