Signos
¿Es bueno o malo lo que está pasando en La Habana respecto al llamado ‘Movimiento San Isidro’; es decir: lo que está pasando con las protestas, demandas y reacciones en torno a las libertades y la denunciada represión del régimen cubano que incluye su contexto, y donde, mucho más allá de la expresión estética y de la coyuntura policial y política, pudiera implicarse una dimensión histórica más compleja y mucho más que ideológica; una que plantearía consideraciones generacionales -relativas al Estado y a la sociedad- y transformaciones, acaso estructurales, cual una encrucijada inevitable sintetizada en dos o tres interrogantes o premisas, como la de si más allá del diálogo cultural se precisan ya mismo reformas revolucionarias inclusivas y de una amplitud crítica que impida el oportunismo contrarrevolucionario militante y el desarrollo de una intolerancia confrontacionista hacia fronteras de crisis de inevitable violencia (que, en un entorno de pandemia, de agotamiento económico y de desabasto e inconformidad popular, no podrían sino estimular agendas de mayor intervencionismo extranjero y desestabilización), o es menester que las cosas se diriman de manera más radical, que es a lo que aspiran y tienden las militancias y los extremismos, y que, como parece, es lo que ha provocado una situación como esta, la que, naciera o no como una eventualidad pasajera, igual que otras pudiera disolverse como tal o convertirse en el detonador de algo más grande?
Hay dos herencias de Fidel involucradas, como no podría ser de otra manera: la de la institucionalidad represiva (nacida de premisas justificadas de defensa nacional y retorcida en una vocación estalinista que se niega a desaparecer en las cloacas de la ‘seguridad del Estado’), y la del humanismo de excelencia y ‘primer mundo’ florecido en Cuba como en ningún otro pueblo del llamado subdesarrollo (y al mismo tiempo víctima de sus virtudes críticas –frente a la genética inquisitorial- y de las prioridades de un modelo de gestión gubernamental y productiva desde siempre inviable y agotado bajo el sobredimensionamiento y el fracaso del ideologismo monocolor, que ha echado por allí las imprescindibles variables de la propiedad y del mercado en un mundo sin islas económicas autogestivas). Y, sin Fidel, cuyo liderazgo legendario y omnipresente podía mediar con sobrada autoridad entre ambos frentes y reservas de poder nacidos de su mano, lo peor que pudiera pasar es que la intolerancia sistémica se abalanzara sobre la fuerza espiritual que la contiene y la equilibra y, en cuya causa -si se resuelve en ‘causa’- pueden infiltrarse los emisarios de la otra intolerancia, o los residuos activos y facciosos de la también legendaria legión anticastrista del exilio y sus subsidiarias voces del apatridismo interno.
El debate en torno a ‘San Isidro’ ha tenido momentos de tan vigoroso concepto como el de los mejores herederos de la educación y la academia revolucionarias, de un lado y otro de las líneas ideológicas, y no podría ser más deseable que por encima de ellas pudieran alzarse y contenerse las fuerzas de la militancia totalitaria con el sólo arsenal del ejercicio intelectual y crítico.
Cierto que apelar a la objetividad relativa más neutral y al juicio crítico menos ideológico en torno a la complejidad cubana y sólo entre cubanos -tan ideologizados y confrontados por una historia eterna de divisionismo y propaganda a dos fuegos que nunca ha dejado de ser su presente y su verdadero pan de cada día, y tan extrovertidos y combativos cual su idiosincrasia originaria- pudiera ser más utópico que realista
Pero también es cierto que hay una generación centenaria en ejercicio y en las decisiones superiores del Estado que, para bien o para mal, hace mucho tiempo ya cumplió con el recorrido histórico que le correspondía (y es una rémora patriarcal cuyo poder activo niega todo sentido progresista y sigue haciendo una escuela de valores más proclive a la herencia policiaca que a la progresista de Fidel) y cuyo sector dirigente, merced a la irrevocable razón del tiempo y a la caducidad que impone, es una objeción que, como tal, debe ser removida o trascendida, de modo que la dialéctica de la evolución ocurra como debe ser y como fue en la génesis revolucionaria: promovida desde la vanguardia conceptual, como principio transformador de las eras.
Y así, debieran confrontarse sólo los argumentos generacionales críticos, emanados y crecidos desde la vanguardia humanística de la Revolución, y no los legados antagónicos e intransigentes que siempre han sido tan contrarrevolucionarios y reaccionarios como quien los defiende, dentro y fuera de Cuba, con banderas unilaterales y sectarias -de consignas contrastantes y encontradas, y similar naturaleza y espíritu inapelable-, alzadas de un lado y de otro de la memoria de Fidel.
SM