
Por Salvador Montenegro
Un ser de historias, enigmas y contrastes. Una vida en movimiento, entre riesgos -a menudo extremos y desconocidos-, empresas y oficios de vida, azares de familia y soledades creativas para ensayar el arte y construirse hábitats y espacios artesanos y de convivencia con el reino de la naturaleza caribe en que mejor se hallaba, y donde armonizarlos a su imagen y semejanza, con los materiales de la tierra o de desecho que labraba, era el sello de su identidad. Era un caudal de plenitudes, a veces tempestuosas y desbordadas (no eran suyas las calmas chichas aparentes cuando la adversidad llegaba o el enemigo asediaba), y alegres y festivas o reposadas y amenas o nostálgicas y reflexivas y apacibles, otras veces, las del viento en popa y la buenaventura que siempre se sabía, porque ese era su espíritu inocultable de navegante en tierra, que se trataba sólo de una isla, de un preludio calmo en el mar de las tormentas de su aventurera vida (por más que pareciera sedentaria y apacible y recogida; él era, a veces, como esos patriarcas y caciques de la vieja guardia: tiraba de los hilos sin moverse de su poltrona). Subía el cauce o paseaba entre sus orillas sin sobresaltos; como el Río Hondo, entre sus frondas eternas e intrincadas, que era la casa de sus misterios, sus desahogos y sus más secretas confesiones o indecibles verdades. Arteaga era tan indomable como ocurrente y espontáneo, sensible, creativo, generoso y nunca jamás un personaje desapercibido y secundario. Era vital. Tan visible como incógnito. Tan intuitivo y tan avituallado de respuestas y alternativas como de viandas sus refrigeradores y alacenas y bebidas para el gusto de los amigos y los visitantes en su casa y en sus acogedoras terrazas de comer y de beber, sobre las aguas de la bahía o a la vera del río frontero donde decidió morir hace unos días. Dormía a media vela. Estaba siempre con ‘un ojo al gato y el otro al garabato’. Nació y vivió con la intuición y el instinto de sobrevivencia a flor de piel. Un virtuoso en unas artes y modos de ser, y un aprendiz incansable y sorprendente de cuanto le importaba crear o conocer. Era todo, menos una compañía sin luz ni fuerza de carácter. Era un alquimista con los pies bien puestos sobre la tierra, tan atrevido y temerario como dueño del mejor de los sentidos del humor y del perfecto anfitrión que hacía sentir mejor que nadie a sus amigos (tan diversos, tan particulares, tan de unos y otros mundos que, como cada cual, compartía con él, como él decía, anécdotas y pasajes que multiplicaban su universo personal). Con él, guitarra en mano, la lírica y el ron tejían milagros de felicidad en tertulias y amaneceres que siempre se querían interminables. Entre Serrat, Álvaro Carrillo o José Alfredo y el ámbito inmaculado de los sonidos de la selva y de las aguas ribereñas de la noche se fugaban los fantasmas de la desventura y de la mala hora que quisieran desvelar el alma de uno. Y siempre uno quería volver a esos entornos silvestres de la salvación, de la comunión de los afectos, de la soledad compartida y pletórica de estrellas luminosas que anunciaban siempre que las horas y los días más aciagos e interminables no podían encontrar enemigos más encarnizados y letales que los cantos de ese oasis de renacimiento sobre la bahía o a la cálida vera del Río Hondo. Bien o mal, pero con toda el alma, se cantaba en ese océano de la libertad y del fervor a lo que uno no quería callar y que lo hacía volar ligero de culpas y de penas y de oprobios en el aire limpio de la noche en el rústico refugio del Arteaga, junto al río, o en el Puente al Sol, montado en la bahía. Y se coincidía en repertorios de valor que amenizaban la jornada de esas comparecencias afectivas en que coincidíamos apenas de tanto en tanto. Como de tanto en tanto se hablaba luego, igual, de plástica y de estética y de biografías históricas y artísticas, y se sabía de las andanzas políticas en las que anduvo en sus natales tierras hidalguenses y se discutía y se disentía de sus posturas y pasiones militantes en el nuevo tiempo y en los nuevos signos de esperanza y porvenir a los que le apostaba. Tenía la virtud de escuchar y de reconocer, y de hacerse sentir y valer en lo que mejor sabía, y era dueño de una amabilidad en sus afectos inequívocos que, sin embargo, no dañaba con excesos ni condescendencias impostadas. Porque conocía muy bien la autenticidad de sus amigos -tanto como la perfidia o la rudeza o la razón de sus enemigos- y era la mar de sabio para identificar los tratos y las compañías. Se le había agriado un tanto el carácter en los últimos tiempos pero nunca lo sentí acobardarse por el perjuicio de los años y los impedimentos y dolencias de su empeorada salud. Su corpulencia de siempre nunca fue obstáculo para su dinamismo y su perpetua movilidad y su capacidad emprendedora y creativa curtida entre unos y otros éxitos y fracasos. Pero los males llegados con el tiempo le pasaban factura y estimulaban sus intemperancias, y acaso las secuelas poco advertibles o explicables de la pandemia, como en los problemas biológicos y anímicos de tantos, apresuraron los suyos. Fuimos amigos desde el primer encuentro en el Chetumal de principios del 85, y casi desde el primer ensayo de una señal radiofónica pública para cuyo proyecto de comunicación me habían llamado y que desde la primera transmisión de prueba él pudo captar y seguir, y de cuyas madrugadoras emisiones mías él se moría de risa tras la frase del saludo inicial “a todos los que habitan y cohabitan en las inmediaciones de la Bahía de Chetumal y las comarcas de ambos lados del Río Hondo…”, cohabitación y escucha simultánea de las audiencias que él asociaba como una frase más preconcebida y maliciosa que inconsciente del saludo matinal y de apertura de transmisiones desde la cabina de la radio. De sus historias, de las relaciones suyas que pude conocer (en lo personal y por sus referencias), de sus experiencias contables, desconocidas o secretas, se hubiese forjado una larga e interesante historia en la autoría narrativa más pródiga y adecuada. Se ha ido. Tramos amplios o breves de ausencia pasábamos por ocupaciones y circunstancias de vida que nos distanciaban y que al cabo se remontaban y nos volvíamos a encontrar, recuperando sucesos de grave o de menor índole ocurridos en esos vacíos de comunicación que, en algunos casos, cambiaron nuestras vidas. Alguna otra vez ocurrió por alguna intolerancia menor pero agravada por esos malestares propios de la intransigencia mutua que se endurece con los males y los años. Se restableció la comunicación digital pero el cambio de residencia impidió verlo de nuevo. Arteaga un día se dejaba el pelo largo, se ponía un arete en la oreja, se vestía con atuendos de folclorista o de rockero, cambiaba de apariencia y mudaba estados de ánimo. A veces se agotaba. Al cabo se recuperaba. Pero uno siempre cree que esa gente que se quiere y es ejemplo de fuerza espiritual y de soberanía y coraje habrá de reponerse siempre y sus debilidades y quebrantos serán todas más o menos pasajeras, y no advierte que el tiempo de las postrimerías no es igual y es más vertiginoso y tiene un porvenir que bien puede o no pasar del día de hoy o de mañana. Se fue Arteaga, con sus misterios, sus complejidades, su trova, su ingenio, su camaradería, sus dolencias, sus reproches y sus pendientes interminables. Uno de los seres que más he celebrado conocer y entre quienes más gratos momentos he podido compartir. Una historia menos, entre las que se ha forjado mi buena o mala vida. Porque, diría uno de mis ejemplos mayores, de las compañías y los afectos que uno escoge y teje se enhebra en gran medida lo que uno es y lo que deja en esta vida.