La decisión electoral de las causas justas

Signos

Por Salvador Montenegro

Mientras no se despoliticen los arbitrios de la Justicia -que debieran ser de la mayor neutralidad y objetividad relativas para cumplir su cometido-, las interpretaciones constitucionales de los más altos letrados serán tan abstractas, tan subjetivas, tan mayoritarias y a modo de las retorcidas conveniencias de los grupos de poder y minorías que las controlen; y la ley y sus veredictos seguirán atentando contra los derechos generales, en favor de la prevaricación y los privilegios de las cúpulas judiciales, con una impunidad orgánica pertrechada en el socavamiento del justo espíritu legislativo, el que debiera defender las garantías sociales.

De modo que sí: si no hay otra vía, ese proceder jurisdiccional expropiatorio de los derechos de todos debe ser atajado con la única alternativa de defensa posible, que es la de la legitimidad de las urnas; es decir: oponer al absolutismo de una Soberanía utilitaria y discrecional, la democracia extrema e inapelable del voto directo de las mayorías, a la que tanto temen los representantes supremos del Poder Judicial -y tribunales cómplices, como el electoral- beneficiarios de las negociaciones coyunturales de interés entre dirigentes partidistas y parlamentarios a los que se deben.

Si se politiza la Justicia y se desnaturaliza, con ello, el Estado de derecho, acúdase, entonces -según la teoría de Andrés Manuel-, a la fuerza de la representación popular para que dirima, de manera contundente y directa, la integración legítima de los tres Poderes republicanos.

Y tal vez no sea el mecanismo democrático más civilizado de hacerlo, puesto que la propaganda y la popularidad pueden ser de sobra recursos artificiosos y objetables. Pero ante el uso faccioso de una investidura simulada en la demagogia y la confusión constitucionalistas, acaso no haya otra posibilidad que la de esa convocatoria al vigor representativo.

Porque si alguien debiera dar ejemplo de discreción, austeridad, claridad e imparcialidad tendría que ser la máxima autoridad jurídica y de los más decisivos procesos arbitrales de deducción constitucional. Y, en México, es esa autoridad la que más servil ha sido, en la historia, al poder político, y la que, merced a ese poder político que la ha enriquecido en el pasado reciente para someterla, hoy defiende una autonomía que nunca había tenido, sólo para blindar, bajo ese argumento soberanista -frente al Ejecutivo Federal de ahora que quiere despojarla de ellas-, las vastas prerrogativas patrimoniales y de poder que le han sido legadas por la corrupción presidencial precedente y sus Legislaturas cómplices de la misma especie.

El sector de la Justicia es el más sensible respecto de la calidad democrática por cuanto dimensiona los niveles de impunidad existentes.

Y ahora mismo, en El Salvador, el Presidente Bukele, por ejemplo, apela a su enorme popularidad para imponerse a la masividad del pandillerismo criminal y pacificar el país ante la inoperancia y la pusilanimidad del aparato judicial (aplaudido por las alianzas partidistas y oligárquicas opositoras al régimen).

Pero hacer depender la seguridad pública y la paz social de las decisiones fácticas del poder político es preservar las causas estructurales del delito y la injusticia.

Y si algo distingue en el mundo entero al sistema de Justicia mexicano, es el de la condición adinerada de sus élites y la extrema y vergonzante impunidad, de pueblo sin ley, que prodiga, con el aplauso de las alianzas partidistas y oligárquicas opositoras al régimen.

Por supuesto que la receta contra la violencia y la injusticia no puede ser la de la represión cifrada en en el mero consentimiento -sin conocimiento de causa- de las mayorías. Pero si el ámbito jurisdiccional es más una condición de crisis que de equilibrio y complemento de los Poderes del Estado para la solución de las injusticias, y se atiene a su circunstancia de soberanía republicana para mantener su impostado estatus, tiene que erradicarse esa circunstancia sin vulnerar el principio de la democracia constitucional.

Si el mayoriteo ‘constitucionalista’ de la Corte, por ejemplo, atenta contra la facultad parlamentaria de reforma constitucional, puede no ser tan mala idea acudir al sufragio directo de los electores para mayoritear -a través de las urnas- a los impostores del soberanismo judicial que boicotean los derechos legislativos de reforma de los ciudadanos.

No sería, entonces, una mala consecuencia de ese boicot sostenido por los órganos electorales y judiciales contra las iniciativas obradoristas para reformarlos, la convocatoria a un caudaloso sufragio popular que definiera de una vez por todas y por mayoría en el Congreso federal -calificada o no, según el veredicto de las urnas-, qué causa es más razonable para la justicia y la defensa de los derechos esenciales de los mexicanos, si la presidencial o la de sus adversarios.

SM

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