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Signos
No debiera preocupar tanto el soberanismo (que es más causa política nacionalera para el fervor electorero y patriotero que suceso histórico de valor para el Estado nacional) si la guerra contra el narcoterror, la violencia y el crimen organizado en general y en todas sus variables industriales es la gran preocupación y debe ser el mayor de los objetivos del Gobierno mexicano.
¿Acaso el Plan Colombia promovió la anexión o el control o el sometimiento del país colombiano cuando Washington entró con todas sus fuerzas armadas y de espionaje y de influencia consular y diplomática ilimitada para acabar con el poder de las mafias del ‘narco’ que ensangrentaban y despedazaban la vida civilizada y democrática de ese país sudamericano?
La CIA se desplegaba a plenitud entre las organizaciones guerrilleras que operaban con droga. La DEA se coordinaba y actuaba con todos los organismos policiales y militares y de Inteligencia para infiltrar y desarticular las células y empresas de los grandes capos. Desde la Embajada estadounidense se acordaba con los mandos del Estado colombiano cada paso a seguir de los planes convenidos. Y hasta los Ministros en turno de la Defensa y funcionarios de la seguridad se desplazaban en aeronaves y vehículos ‘americanos’ y desarrollaban y ejercían de manera conjunta la logística de combate contra los grupos delictivos.
Porque cuando el entonces Presidente César Gaviria concilió con el jefe del Cártel de Medellín, Pablo Escobar, el más violento y poderoso de su tiempo, suspender la extradición de ‘narcos’ perseguidos por Estados Unidos y la persecución interna de los mismos por agentes y efectivos de ese país, la consecuencia fue la del entendimiento de los jefes criminales de que el Gobierno colombiano se rendía y se volvieron más incontrolables e ingobernables que nunca. Gaviria se olvidó de inmediato de sus absurdas pretensiones de soberanismo. Entendió que sectores importantes del Estado nacional y de las autoridades locales estaban corrompidos y respondían a los intereses de las bandas armadas; que buena parte de la estructura republicana, del Estado de derecho y de la vida social misma estaban a merced de la delincuencia y componían ya parte del paisaje nacional y la cultura colombiana. Maldijo el soberanismo y su fracaso rotundo. Por una nadería estuvo a punto de ser víctima mortal de un atentado. De modo que se entendió de nuevo con el Gobierno de la Unión Americana. Y se abrió fuego a discreción, en todos los frentes en que era menester (político, diplomático, armado, judicial, de Inteligencia, de opinión pública y otros), contra las fuerzas del narcoterror. Se cimbró el país. La violencia fue mortífera y feroz. Pero se restablecieron las instituciones, los procesos democráticos sin el acoso del ‘narco’, y una paz social que ha permitido también el fortalecimiento de una conciencia crítica y política menos conservadora, más libre y más plural.
Cierto, salvo ese soberanismo gaviriano equívoco, fracasado y arrepentido, el Plan Colombia fue acordado, convenido y ejercido de manera convergente y bilateral.
Hoy gobierna el país el liderazgo de una izquierda más radical que la mexicana (cada día más aturdida y vulnerable esta última por la incorporación a ella de cada vez más residuos militantes venenosos procedentes de una oposición tan descompuesta como ellos y que, por lo menos para el bien de esa oposición enanizada, algo de saneamiento gana dejando ir a lo peor de sí misma a enfermar al triunfalismo oficialista; paradójico, ¿no?: la única manera de que la oposición compita hoy día es degradando al enemigo sin hacer nada, alentando sólo la partida de sus más disolventes y perniciosos activos.) Y lo que debe hacer la mexicana, más que invocar el soberanismo de propaganda, es acordar la intromisión de Washington con la única limitante de lo dicho por la Presidenta: de total coordinación y sin decisiones inconsultas que puedan ser delictivas y lesivas para México; es decir, de cooperación, de acción concertada y, claro, de eficacia, de interés y de resultados de beneficio mutuo.
Porque, está bien la defensa soberanista y su capitalización política y mediática, siempre y cuando no estorbe la productividad binacional anticrimen cuyos desencuentros y desplantes del pasado régimen mexicano con el vecino para demostrar el cambio del entreguismo colonialista de los neoliberales priistas y panistas y la diferencia con el de los defensores verdaderos de la integridad y la independencia de la patria ante las amenazas del poderío imperialista yanqui, sólo redundaron en demagogia, objeciones e impedimentos a una estrategia compartida de saldos más rentables, impunidad y beneplácito para los grupos criminales, incremento de la violencia y los negocios de las drogas y de todos los complementarios del ‘narco’, expansión de la narcopolítica y del control delictivo sobre autoridades estatales y municipales, y campañas nacionales y extranjeras más sustentables de identificación y asociación del obradorismo presidencial y de personajes de poder de su entorno de confianza con algunos de los principales cárteles, sobre todo con los que controlan los Estados de Sinaloa y Tamaulipas, donde las evidencias más objetivas revelan que si los Gobiernos y Poderes locales no son del ‘narco’ entonces los lagartos vuelan. Y entonces el soberanismo de Andrés Manuel, que fue lo mismo alimento para el fervor nacionalero de su multitudinaria fanaticada y para nutrir las reservas ideológicas y retóricas de su liderazgo, fue un factor determinante de la inseguridad y de la protección del narcoterror garantizada por la complacencia o la complicidad de las autoridades de sus territorios.
De modo que el blablablá soberanista no hace daño si el acuerdo verdadero contra el crimen lo extermina, y si la calificación de terroristas de las principales bandas del narcotráfico sirve para debilitar sus relaciones financieras y sus negocios complementarios en los Estados Unidos. Lo que sí hará daño, mucho más del que ya hace, es que más allá del grito nacionalero no se ataquen a fondo los cárteles políticos, las sociedades criminales de liderazgos y grupos de poder del oficialismo y de la oposición que controlan entidades y municipalidades sincretizados con el crimen organizado y en cuyos negocios, más allá del narcotráfico, participan, manteniendo la subordinación de Fiscalías y sistemas de Seguridad y de Justicia y operando y ganando procesos electorales. Porque no parece que se esté haciendo. Los capos políticos siguen allí. Y seguirán allí, contemplando tranquilos el ascenso de la ralea opositora, igual o peor a la suya, al carro triunfante de la regeneración moral y la transformación nacional.
SM