Signos
Por Salvador Montenegro
Lo que es indudable es que el enfrentamiento cupular entre los Poderes Ejecutivo y Judicial de la Federación está escalando a niveles de parálisis e ingobernabilidad insostenibles y orillando a decisiones de Estado que, pudiendo ser legales y legítimas o no, serían de inmediato condenadas desde el órgano constitucional supremo del país, en tanto la Constitución General de la República misma determina que no hay una autoridad superior del sistema judicial por encima de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, la que asume, asimismo -situación que, acaso, debiera reformarse-, las atribuciones de Tribunal Constitucional, y hace, por tanto, en el conflicto entre Poderes, a la cúpula ministerial, juez y parte del mismo.
No hay la posibilidad, por ejemplo, de que el Congreso federal, como representante directo de los ciudadanos, llame a cuentas a los Ministros, ni que el mayor liderazgo del Estado nacional pueda imponerse con medidas extraordinarias que disuelvan la condición constitucionalizada, como jueces y partes, de los Ministros de la Corte -cuyas politizadas y militantes posiciones aniquilan, además, toda posibilidad de ética arbitral- sin ser acusado, ahora sí con absoluta evidencia, de autoritario y dictatorial.
Hay, pues, una constitucional negación de la viabilidad del Estado de Derecho, donde la politización del Poder Judicial (la única de las tres partes, o de los tres Poderes del complejo republicano, que no tiene derecho a politizarse; las instituciones autónomas ‘reguladoras’ sólo son inventos de negociaciones partidistas coyunturales del más censurable ejercicio del poder) está pretendiendo imponerse a toda iniciativa de Gobierno, por más utilidad pública, inversión privada y del erario, y beneficio social que pudiera representar, a partir de tres premisas esenciales: la defensa de su particular estatus económico de élite institucional entre las de mayor ingreso del mundo entero (lo que se niegan a reprobar tantos partidarios suyos y de sus socios y patrocinadores políticos y empresariales, pese a sus propias y tan contrastantes miserias materiales); el ‘mayoriteo’ de las ‘decisiones colegiadas’ que esa privilegiada ‘autonomía’ de los letrados posibilita; y la confusión conceptual o los galimatías interpretativos en que suelen dispensarse las subjetividades, convertidas en tesis doctrinales, de los Ministros, frente a unas mayorías aplastadas por la más absoluta ignorancia sobre la cultura jurídica y los cada vez más intrincados laberintos de la -también- cada vez más ininteligible formulación legislativa de las normas y las leyes y los reglamentos y las ponencias constitucionales.
Hoy día, Ministros, Magistrados y Jueces pueden disparar o acreditar amparos a mansalva sobre lo que les convenga o no, fortificados en la conveniencia de los laudos de sus iguales en la cúspide judicial, donde aguarda, festiva y con los brazos abiertos, la élite de ese mayoriteo jurisdiccional, dispuesta a defenderlo todo con el alegato invencible de la última instancia y el aplauso democrático consecuente de los heroicos defensores civiles y civilistas de su -¡por fin!- conquistada soberanía, y para quienes, en la lógica de su causa opositora contra el indiscutible liderazgo popular del Ejecutivo -que apedrea con sus actos despóticos el justo reclamo de sus derechos minoritarios-, lo que menos puede importar es que lo de las mayorías se pudra, cueste lo que cueste y caiga quien caiga, si la ley se impone por la gracia inequívoca de los dueños del poder constitucional.
En las democracias inciviles suele optarse por la eventualidad electoral o la emboscada del Estado de Excepción para dirimir la inviabilidad y remover los atascos del sectarismo. Ganan los que tienen el poder de las mayorías o de las armas. En México, Andrés Manuel tiene ambos fuegos de su lado. Pero de más ha probado que nunca, ni con el poder más legitimado de la investidura presidencial en la historia, ha vulnerado ninguno de los derechos de sus peores y más dañinos adversarios (porque de otra manera ya lo hubiesen molido a palos de poder oligárquico), ni mucho menos les dará ahora el gusto y las motivaciones legales y letales para apalearlo como el tirano que, de una vez por todas, quieren probar que es.
Por el contrario, sabe que la guerra en las trincheras de la razón, de la propaganda, de la popularidad y de la ética, la está ganando de calle. Sabe que la letra constitucional y la institucionalidad que la ejerce en las alturas de la Corte tiene insuficiencias y equívocos de origen que han conducido a esta pelea de perros que amenaza con salirse de control en el garito a que ha querido reducirse el Estado de Derecho. Y sabe que no tiene más camino por andar que el que se le deja, y que es tan arduo como el de poner a prueba, por última vez, su triunfal convocatoria a las urnas, pero ahora con la enorme desventaja de que no sería él el contendiente (y que además dejaría el poder muy pronto), sino unos candidatos a la próxima Legislatura del Congreso de la Unión que, de ganar a costa suya la mayoría calificada para realizar las reformas constitucionales que el obradorismo reclama en torno de esas trampas republicanas del sistema de Justicia, tendrán en sus manos la decisión histórica de mantener o no su compromiso con quien, merced a su fuerza electoral, fue el factor decisivo de su nuevo papel en las decisiones nacionales.
SM