La cultura de la deuda pública

Signos

¿Y cuál es el problema de que el gobernador saliente, Carlos Joaquín González, no pague y deje de herencia una deuda de casi siete mil millones de pesos sólo con proveedores?

Los gobernantes entienden que las deudas públicas, públicas son: no son suyas; las heredan de otros que las reciben de otros y cada cual tiene que reestructurarlas, incrementarlas y transferirlas, porque no se puede hacer nada más para gobernar.

La culpa es de los que se van. El cuento es cíclico y de nunca acabar. Y los faltantes acumulados se van haciendo una ardiente bola de nieve que paraliza al cabo toda posibilidad de gestión y de inversión que sirva, de obra de Gobierno necesaria, de gasto que mejore la seguridad y el bienestar social. Y en los peores mandatos -los de los personajes más cretinos, más inescrupulosos, más irresponsables y cortoplacistas y negados a la planeación de sus ejercicios; y en las demarcaciones más conflictivas, o con mayor expansión de la pobreza y la demanda impagable -en términos contributivos- de servicios y bienes básicos, lo que además complica la frágil situación urbana y ambiental del entorno, los compromisos de deuda pueden terminar desbordando toda capacidad tributaria y recaudatoria, y toda alternativa de impedir el colapso estructural derivado de la imposible respuesta del Estado a la marabunta precipitada de todos los rezagos. Y se consolida la cultura de la impotencia, la desidia y la descarga de la culpa propia. Y el saqueo del grupo gobernante -con la bien pagada complicidad de los otros dos Poderes republicanos corrompidos- se diluye, disimulado y revuelto en el voluminoso endeudamiento inevitable. (Porque nadie en la historia ha sido consignado penalmente por la malversación de la deuda.)

La administración se reduce, entonces, a reestructurar pasivos, renegociar nuevos financiamientos, y ejercer el gasto corriente. Y el deterioro generalizado resultante termina por asumirse en la opinión pública -influida por ticktokers, influencers, youtubers y hasta por periodistas aficionados o profesionales- como la normalidad propia de nuestra democracia, o como un proceso generacional imperceptible y cotidiano (urbanizaciones anárquicas, devastación masiva de la riqueza natural, inundaciones, basura, violencia y avasallante lumpenización sin fronteras, lo que nunca habrá de ser noticia ni razonamiento de consignación mediática).

La ingobernabilidad se torna cada vez más convencional y absoluta. Y termina por no importar que la entidad turística más rica sea también la tercera más agobiada y empobrecida por su deuda pública impagable.

Porque la inversión turística ha sido la más mercenaria y depredadora, porque sus Gobiernos han sido los más corruptos y vendidos al mejor postor, porque los patrimonios bióticos que le dieron la majestad económica terminaron contaminados y colonizados por la mayor miseria material y moral, y porque la más manejable de las estrategias fiscales ha sido la de acumular pasivos y legárselos a los sucesores. Así de simple y así de fácil.

Y los acreedores bancarios y financieros, felices: Mientras más empréstitos nuevos y más reestructuraciones de deuda, más y más dividendos corporativos para embolsarse por los siglos de los siglos.

Y así, los gobernantes apelan a la arbitrariedad impositiva de su fuero, mientras defienden su incompetencia y su improductividad en la insolvencia financiera y presupuestaria: los que se fueron se llevaron todo y nos dejaron sin recursos para operar.

¿Y los Cabildos, y las Legislaturas, y las Contralorías y las Auditorías?… Pues eso: las deudas se autorizan, se legan y se amparan en la inercia de una legalidad que no es otra cosa que impunidad pura.

Tal es y seguirá siendo el contexto de las transiciones, políticamente traumáticas o tersas que sean: el de la continuidad del saqueo, el endeudamiento y el envilecimiento de los territorios -como el quintanarroense- tan criminal y puniblemente gobernados.

SM

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