Signos
Pongamos que somos justos y devotos de los derechos igualitarios. Nacidos hembras o machos, nada nos distingue como género que no sea, acaso, la fuerza física. Somos tan perfectos y tan imperfectos unos y otros. Los valores espirituales e intelectuales no tienen privilegios de raza, color o grupo humano. Indígenas, mestizos, negros, blancos, e individuos de todos los orígenes y genéticas componentes de una sociedad de pretensiones democráticas, tenemos las mismas garantías fundamentales que deben estar contenidas en las leyes y las normas generales que deben regir a dicho conglomerado. Y entonces las leyes de todos deben ser universales, indistintas, inclusivas y enemigas de las especificidades e individualidades o particularidades de unos y otros grupos y colectivos.
La especie que nos identifica y diferencia de las demás (homínidas, animales y vegetales) es la del Homo Sapiens. La del Homo Erectus que no es Sapiens no distingue homínidos y homínidas. Por definiciones lingüísticas, el homo hablante es la especie del hombre en tanto ser humano. Y en términos de definiciones, homínido y homínida dan lo mismo para machos y para hembras. Y he aquí la circunstancia de las tergiversaciones lingüísticas que en aras de la política hacen de la justicia una negación. Un hombre, en tanto ser humano u homo sapiens que mata a otro, es un homicida, sea macho o hembra. (Si el hecho mortal se diera en una justicia humanoide no sapiens sería hominicidio, fuesen hembras o machos los involucrados.) Y entonces la parcelación política de la justicia legal atropella el ejercicio real del derecho igualitario y torna cada vez más imposible la justicia verdadera. La politización y la demagogia militante sectarizan y mediatizan, en su presunta defensa de la equidad, la progresión hacia la mejor equidad relativa posible.
Hoy día, si vivimos en comunidades indígenas sin ser indígenas no tenemos derecho a ser representantes populares de la generalidad y la diversidad ciudadana que, aunque de manera minoritaria allí, pueden tener ciudadanos ejemplares capaces de defender los derechos de todos de manera indiscriminada. Se olvida que cualquier expresión de la pureza es tan arcaica como racista, produce exclusión, y la exclusión es injusticia. Remite a los tiempos primarios y remotos de la democracia representativa en que para ser representante parlamentario cabal debíase ser zapatero, por ejemplo, para representar a los zapateros, y así. Y entonces lo que se fue quedando atrás retorna como vanguardia de cuotas y fracciones que, tras las conquistas del activismo, atentan contra la igualdad fundamental de los derechos de todos. La aberración se defiende como presunción civilizatoria y el horizonte es el de las guerras primitivas, porque en lugar de la claridad y la defensa del derecho común se alzan todo tipo de confusos alegatos e impertinencias legislativas y jurisprudencias pormenorizadas que acaban en toda suerte de justicias subjetivas y a la medida de unos y otros, que terminan enfrentados contra la defensa de los intereses enemigos. Y así se van fragmentando y polarizando las justicias y multiplicando las injusticias. Una justicia sólo para indígenas y otra para tales y cuales mujeres violentadas por machos, donde las reglamentaciones y las ejecuciones procesales son tan controvertidas como las interpretaciones de cada quien con fuero para la disputa y la sentencia, y donde más suele tratarse de hacer ganar a unos en contra de otros en favor del juicio moral u ocasional o de la causa, que de la justicia equitativa misma.
Y así va creciendo la apariencia de la justa legalidad donde los (pre)juicios de la opinión pública y donde la impunidad ganan más terreno que los derechos verdaderos. Porque, muy bien: una hembra es maltratada o asesinada por un macho y se castiga la violencia machista o el feminicidio, y se acusa todo un catálogo de atentados políticos denominados ‘en razón de género’ que más parecen abstracciones de indefinida certificación y comprobación más allá de lo interpretativo, y nada compensatorio se clasifica, en cambio, respecto de la misma violencia feminista probable contra machos niños o mayores, etcétera.
Y, bueno, ¿en realidad se requiere la tipificación específica de delitos contra las mujeres como el del feminicidio, por ejemplo (cuya estricta contraparte sería el masculinicidio)? ¿El homicidio -que no es un término referido a la letalidad masculina sino al acontecimiento mortal entre humanos, homos- no es suficiente con los agravantes que implique la violencia contra un ser vulnerable, sea femenino o masculino, sea infante o anciano, o disminuido en sus facultades? ¿No basta con dimensionar el dolo y categorizar las variables del crimen de un ser humano contra otro a propósito del rigor del castigo consecuente que se estableciera para la diversidad de los casos procesables, menores o extremos que sean? ¿Por qué la diferenciación de los delitos según el tipo de personas que se entiende que son iguales, y no la de la dimensión de esos delitos según la naturaleza humana sólo de víctimas y victimarios? ¿Por qué segmentar tanto la política y la justicia con el propósito de igualar las oportunidades y las adversidades que deben ser iguales de origen? ¿Por qué un no indígena radicado en tierras indígenas, como muchos otros en tiempos de tanta movilidad y heterogeneidad poblacional, debe tener menos derechos políticos y representativos en ellas, como ya se ha dicho, y ser excluido de un sistema de justicia exclusivo para los indígenas y de las cuotas electorales establecidas para indígenas? ¿Debe haber entonces sistemas de justicia étnicos, raciales y deterministas para hacer cumplir las leyes generales e iguales para todos? ¿No es un contrasentido? ¿La justicia política ‘en razón de género’ no es, además de disparatada en su expresión misma (en razón de), excluyente y segregacionista y unívoca en una democracia constitucional abierta y pluralista donde lo numérico y cuantitativo y parcializado se impone y agrede la cualitativa igualdad indiferenciada cuando el mérito no puede tener fronteras y en unos lugares, como en todo, sobresalen más unos que otros por nada en particular, sino porque así son los equilibrios y los equilibrios no demandan más garantías que las de la igualdad efectiva e indiscriminada de la competencia, lo mismo que las sanciones de esa competencia son más regresivas mientras más particularizadas y selectivas?
Ideologizar y politizar es fraccionar, dividir y confrontar. Los espíritus deben diferenciarse sólo por sus valores. Y los delitos por sus grados de gravedad y perversidad. La vulnerabilidad de los seres debe ponderarse sin distingos y el poder de hacerles daño también, en sus justos contextos y con los criterios más objetivos. “Empoderar” causas para emparejar contiendas multiplica al infinito las razones de las militancias pero también las objeciones contestatarias. La arena de las vindicaciones es también la de las prejuiciadas facciones. Y el caso es simple: plagar la constitucionalidad de neologismos y embrolladas jurisprudencias distintivas para hacer justicia, es romperla en un choque de partículas intrascendentes. Es pulverizarla con delitos extravagantes que complican la solución de procesos en Fiscalías y tribunales ya de por sí politizados e incompetentes en todos los niveles, y sólo añade cargas a la impunidad, a la inseguridad y a la desmesura institucional que atenta contra conceptos tan básicos de la justicia como el de la igualdad universal de derechos, y el de la claridad y la generalidad aplicable de las leyes, y el valor indistinto de sus objetivos.
SM