Signos
Sí, las alianzas con los simuladores y oportunistas verdes, expriistas, expanistas anexos y conexos que se cambiaron de barco y se sumaron a la izquierda obradorista cuando el de su verdadera pertenencia moral en el de la oligarquía se estaba hundiendo y ya no les garantizaba lucrar en la vida política, fueron, en efecto, necesarias. Eran útiles, esas alianzas, para fortalecer la causa emergente del Morena hacia la conquista del Estado nacional. Y luego en las entidades y los Municipios que al cabo se fueron ganando. Y para gestionar las múltiples iniciativas de administración institucional de lo ganado, de las obras por hacer y de las reformas a promover; un mapa complejo y diverso de actuaciones que demandaba tales adhesiones opositoras y experiencias alternativas de Gobierno, más todos los dedos parlamentarios requeridos en los procesos legislativos, cuya suma entre lo peor y lo menos malo requirió, por supuesto, el personalismo carismático de un dirigente intuitivo y ganador capaz de esa integración numérica en todo el país. Un liderazgo que fue armado en la mejor parte de las fraguas del antiguo partido revolucionario, la organización hegemónica donde lo mismo se formaron los más virtuosos constructores de instituciones de alto servicio a la nación que los más aviesos depredadores de su vida pública; como los que impusieron la noción presidencial autoritaria del neoliberalismo privatizador como única creencia militante de desarrollo y modernización dentro del PRI; los que rompieron el justo equilibrio -derivado del programa de concesiones sociales del bando ganador de la Revolución y que juntaba las ambiciones de los viejos y nuevos grupos económicos con el agrarismo de los zapatistas y los villistas derrotados pero legitimadores constitucionales del caudillismo triunfante y de su programa de justicia y de progreso- entre la nueva derecha de los potentados, los sectores medios emergentes, y la izquierda social, la del cardenismo que se quedaría sin espacio tras el delamadridismo y se convirtiera en el nuevo Partido de la Revolución Democrática, el PRD, que acabó peor que el PRI, pero de donde se fueron, llevándose consigo a la izquierda doctrinaria sumada a la expriista que en su salida dejó al PRI sin el sabio equilibrio que había sido su fuerte, para forjar el Movimiento de Regeneración Nacional, y del que, a su vez, ahora, el nuevo liderazgo de Estado, avituallado con el legado popular obradorista, tiende, con los sectores menos contaminados del morenismo y más proclives a la renovación y al combate contra la corrosión de su causa y con importante experiencia ya ganada, a generar sus propios recursos dirigentes y de operación política que reemplacen, en el mediano plazo, a los viejos expriistas dinosáuricos -como los dos grandes jefes parlamentarios- y más bien anticlaudistas y más dispuestos a defender su propia agenda de intereses, y para lo que cuentan con nada más que las posiciones políticas y los cargos gubernamentales y de representación popular recibidos de Andrés Manuel como recompensa por sus importantes e innegables servicios a su causa y como condición de unidad en el tránsito hacia la consolidación presidencial de su relevo, como siguen administrando también en su particular provecho esa herencia recibida muchos otros enemigos del claudismo del todo reemplazables por su acendrado desprestigio de origen tricolor o blanquiazul y sobre todo verde, y que son los que más alto repiten las consignas del humanismo feminista del liderazgo presidencial sobre todo en las entidades que gobiernan (o que expolian). Como académica y científica, la Presidenta es una líder política y una administradora pública con muy buenas calificaciones y similar expediente de autoridad; procedente de una izquierda universitaria no panfletaria sino de formación intelectual; austera y moderada como su predecesor, pero no afectada ni influida por la escuela retórica y demagoga de los antecedentes populistas originarios de Andrés Manuel, y por tanto más dependiente del éxito de sus acciones y de sus maneras muy pedagógicas de promocionarlas y de ganar su propia popularidad y la de su mandato con ellas, que del discurso y la personalidad contagiosa que hicieron más fuerte por sí mismo -o por méritos propios- a López Obrador de lo que fue ningún otro Presidente en la historia, y con cuyos materiales y su intuición política natural hizo posible que una izquierda distinta de la suya, y más atenida a sus realizaciones, llegara a la cúspide del Estado. Y es por eso que no son casuales las sustantivas diferencias conocidas apenas en las primeras semanas de su mandato; como que en el más importante de los problemas nacionales, por ejemplo, el de la inseguridad, y donde peor le fue a López Obrador, esté habiendo resultados tan significativos y tan contrarios a los de la pasividad y la tolerancia y la indolencia de aquel frente al ‘narco’, desde una estrategia integral de apretar los cabos sueltos del dilema, propia de los modos de la Presidenta de urdir los hilos de las claves y abordar los retos. Y es de esperar y suponer que sobre esos mismos métodos de observación y tratamiento de las prioridades esté operando la limpieza de los establos morenistas y la renovación ética y cualitativa de los encargados operacionales y de los negociadores de su grupo gobernante y los criterios aliancistas de su partido hacia el porvenir, de modo que se concilien las nuevas políticas federales estratégicas, como la de seguridad, con gobernanzas y representaciones políticas estatales y municipales de más alto valor. En el mismo sentido podría cifrarse el optimismo de la relación con Trump: Frente a las descargas vociferantes y las amenazas de halconizar la diplomacia y el tratamiento de asuntos decisivos para su publicidad y su proyecto supremacista de poder, como el narcotráfico, el comercio y la migración ilegal, donde se trata de amedrentar al extremo para ganarlo todo o casi todo cediendo nada; contra eso, una estrategia preventiva y pormenorizada y sosegada de respuesta que enseñe que si se pierde de un lado se pierde del otro, y donde quede claro que para el gran hablador invicto cualquier derrota provocada por un rival subestimado es una enorme derrota. Tres flancos fundamentales, pues, los de la Presidenta, y en los que su destreza científica y su cálculo político no pueden permitirse errores graves. Pero si en el frente de la seguridad va bien, atacando sin dudas el corazón mismo del ‘narco’ en Sinaloa y anunciándolo desde la trinchera, no tendría por qué perder las batallas contra el halconismo trumpista usando los arsenales de la paciencia inteligente para obtener ventajas de los excesos del cretinismo y la arrogancia. Y si se puede con eso -avanzar contra el ‘narco’ y el trumpismo halconero-, por qué no ganar terreno, asimismo, contra los impostores del cuatroteísmo que quieren seguir escalando por las laderas de la corrupción política convencidos de que el poder inapelable del supremo patriarca que los hizo crecer con beneficios mutuos, ha dejado de ser y no tiene quien lo sustituya con similares fueros.
SM