El INE y la corrupción democrática

Signos
Por Salvador Montenegro

Hicieron, de los procesos electorales y de transparencia del ejercicio público, una industria legitimadora de la corrupción más encarnizada que haya padecido el país en su historia.

Nunca México fue más devastado que desde que empezaron a gestionarse las instituciones precursoras de la simulación democrática, en los noventa, durante el reformismo modernizador intensivo de la Presidencia de Carlos Salinas de Gortari.

Al tiempo que se entregaban las más rentables empresas públicas del Estado mexicano -casi quinientas de ellas- a las familias de la oligarquía elegidas por el dueño del poder presidencial como socias en la privatización nacional -apenas unas treinta en un país de más de cien millones de habitantes, lo que convertía a ese grupo de poder en uno de los más ricos del orbe-, se iniciaba la creación y la expansión de la institucionalidad también más numerosa y costosa del mundo para encubrir, en la simulación de la transparencia pública y las elecciones, el robo de todos los tiempos de la nación, y la producción en serie de los nuevos liderazgos políticos rapaces amparados en la noción ideológica y falaz de que emergían de la pulcritud electoral y la vocación soberanista y autogestiva de las mayorías, y no de las más turbias prácticas de financiamiento irregular desde todos los Gobiernos, garantizadas ahora por la ‘autonomía’ constitucional de las autoridades electorales y de los órganos de transparencia y anticorrupción.

Se había completado el círculo perfecto de una democratización simulada y a la medida de los grupos de poder que la crearon a imagen y semejanza: los del salinismo globalizador; los que hicieron, del nuevo sistema democrático, la industria más acabada de la institucionalidad anticorrupción al servicio de la corrupción más devastadora de todos los tiempos.

La lógica de la verdad democrática es muy simple: Si los procesos de reforma electoral y anticorrupción, de los noventa para acá, hubiesen sido de interés público, en el país no se hubiera producido tanta basura representativa acusada -y este es el engaño más siniestro del artificio electorero- al ejercicio transparente del derecho de elegir de mayorías populares y electoras cada vez más empobrecidas y víctimas del enriquecimiento infinito de gobernantes cada vez más corruptos e impunes, de ‘mandatos’ lo mismo tan constitucionales como vinculados al ‘narco’, y de una violencia tan generalizada y desalmada como en las patrias más envilecidas por la barbarie y el caos. ¿El pueblo elector votaba libremente en contra de sí mismo?

¿Cómo es posible que con una modernidad democrática cuyos principios institucionales se fincaron en la era salinista, y se festinaron con tanto arrebato civilizatorio en los días de la alternancia presidencial panista, el país haya derivado hacia el saqueo oligárquico más salvaje de su historia, hacia la proliferación de especímenes políticos tan criminales y tan libertinos como pocos en el curso de la humanidad entera, y el terror y la sangre hayan sellado el destino de los mexicanos como nunca lo hicieron los regímenes más perversos o anárquicos de su pasado sin ley?

Del salinismo al peñismo, el reformismo y la institucionalidad democráticos tan bien avituallados y tan aplaudidos por la intelectualidad y los sectores mediáticos y de opinión pública más influyentes y beneficiados por los gestores presidenciales de esos procesos, sólo produjeron mierda representativa y ruina popular.

Vigilar la limpieza de los comicios y el buen ejercicio de las instituciones y del erario, no requería burocracias alternas a las de los Poderes republicanos existentes, ni menos estructuras tan vastas y tan costosas como las que se edificaron para salvaguardar, en la simulación democrática, el colosal ultraje perpetrado por las élites reformistas del neoliberalismo privatizador del país. Requería ‘sólo’ de un liderazgo nacional que incentivara el ejercicio del espíritu republicano, y ‘sólo’ se requieren ahora la verdadera autonomía de los Poderes y la verdadera representatividad del derecho electoral.

En el mundo civilizado no hay instituciones electorales y anticorrupción eternas y autónomas, porque los Poderes públicos tienen una fundamentación popular plural que los dota de una jerarquía revisora y sancionadora propia.

Si el Ejecutivo es legítimo y auténtico; si lo son, asimismo, el Legislativo y el Judicial, lo demás es accesorio.

De modo que, si la democracia mexicana es real y funcional, bien puede tornarse al sistema de los colegios electorales, omitirse el gasto infecundo de los consejeros del INE y del vasto aparato en general, y hacerse funcionar la maquinaria de organización, gestión y sanción de los comicios -dentro de los Poderes respectivos- sólo en los tiempos de los mismos.

El presidente López Obrador ha dicho que vigilará el proceder de los Gobiernos en las elecciones venideras, para impedir lo que las burocracias electorales y anticorrupción jamás han hecho y por lo que se han cometido las peores aberraciones representativas en la era de las más nutridas y costosas instituciones autónomas electorales y anticorrupción: que los gobernantes se roben el erario para hacer ganar con ese dinero a sus particulares candidatos, reproduciendo con ello el modelo de la producción en serie de malhechores públicos legitimados por el sistema representativo del sufragio popular.

No se necesita institucionalidad autónoma ninguna para hacer que el sufragio popular se ejerza de manera efectiva como el derecho político y humano que es. Y nunca, como desde que esa institucionalidad existe, el derecho popular se ha violentado. Porque la norma constitucional, legislada de manera inmoral, no calificaba la violación del derecho ciudadano como el crimen mayor que es y que ahora sí puede ser castigado como tal.

Se necesita que las instituciones republicanas originarias funcionen, no que se inventen otras -‘autónomas’, sólo que dependientes de los nombramientos parlamentarios- para hacer como que vigilan y sancionan el cumplimiento de aquellas. Con unas, operando sin corrupción, es suficiente. De otro modo, unas autoridades orgánicas corruptas producirán otras ‘independientes’ tan iguales o peores que ellas.

Si el Ejecutivo Federal, con el complemento de los otros dos Poderes soberanos, puede impedir que los gobernantes corruptos financien campañas y candidaturas -evitando que usen el erario para eso o poniéndolos tras las rejas-, habría de certificarse que la institucionalidad electoral autónoma y permanente es inútil -del mismo modo que la de transparencia y anticorrupción-, y que bien puede romperse el círculo vicioso perfecto de la falsa transparencia democrática como causa y consecuencia de la perfidia pública.

Es difícil que los gobernantes más hechos a los usos y costumbres de la mala vida se abstengan de proceder ilegalmente en favor de sus candidatos, pero, justo por eso y a partir de las nuevas sanciones contra la delincuencia electoral, será muy divertido el espectáculo de ver quién se atreve, pero, sobre todo, de ver a quién enchiqueran por atrevido.

 El financiamiento electoral ilícito ha hecho posible el gran desfalco y el desangramiento de la nación como ninguna otra en el mundo y cuando más se han cantado los himnos del éxito democrático.

Pocas cosas podrían ser tan felices para la democracia efectiva como que eso cambie, como que Salinas desaparezca de la vida en libertad y de la vía pública, y como que quienes se atrevan a desafiar el peligro del delito electoral -como delito grave- lo acompañen tras las rejas.

Vivir para contarlo sería uno de los mayores lujos, en caso de sobrevivir a la pandemia.

SM

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