En la hora de la hora…

Signos

Lo increíble es que tantas invenciones fantásticas y expuestas como tales por el más elemental racionalismo tras los siglos de los siglos de la paranoia inquisidora de la fe sigan vigentes entre tanto devoto descendiente de las paganías más remotas y sangrientas o de las evangelizaciones colonizadoras a menudo no menos encarnizadas de sus creyentes antecesores.

Con los mismos vestuarios medievales de la tradición o con los de los predicadores que “liberaron de cadenas el cuerpo pero cargaron de cadenas el corazón” -que dijeran Marx y Ruge de los reformadores luteranos en “Los anales franco-alemanes”- sobreviven los rituales de la decadencia fanática sobre el temor a lo desconocido (que prefiere la certeza de una salvación inmortalizada atribuible a lo imaginario concebido como irrefutable y absoluto que a la otra certeza: la de la verdad científica conducente sólo a alternativas de caducidad, también inevitable, pero sin resurrecciones felices y eternas, por más que la ciencia especule hoy día con una posible dimensión cuántica imperecedera de la conciencia). Contra viento y marea sobreviven las liturgias fantásticas y redentoras. Y en el horizonte visible del fin del mundo (donde la cuantificación estimada de los recursos vitales desciende de manera trágica contra la creciente demanda de los mismos y los que requiere la vida humana más allá del corto plazo) no pareciera que saber sea más estimulante que no saber.

La ciencia refiere que ningún esfuerzo humano será suficiente contra el colapso ambiental y civilizatorio que se aproxima y ha de llegar en sólo tres o cuatro generaciones, en cuya lógica se entiende que los ejercicios deductivos de la Filosofía y la teoría sociológica no son sino insumos pedagógicos para la desesperanza y la frustración. Y que más valiera, entonces, rezar porque perduren lo más posible los prodigios doctrinarios de la salvación y la trascendencia inmortal del alma para refugiarse en ellos (condenando las verdades científicas del agotamiento terrenal, al modo en que lo hicieron los verdugos del prejuicio contra los antiguos herejes de la sabiduría que renegaban de la certidumbre teológica que controlaba el poder jerárquico más absoluto), y más valiera, asimismo, darle rienda suelta a la frivolidad extrema de la cultura del entretenimiento, abdicando para siempre a las complejidades del intelecto y ahogándose en el océano del hedonismo virtual y audiovisual y digital y de la inteligencia artificial, donde volvamos al origen y a la idea primaria de que la vida toda no es más que un milagro inexplicable que no vale la pena intentar desentrañar, que la felicidad no puede estar en adentrarse en los laberintos oscuros de lo desconocido sólo para topar con la amargura de que son interminables y de que antes de saberlo todo está la estación inevitable de la propia muerte y la del universo que la rodea, y que mejor hay que entender por felicidad lo sublime de lo inmediato y los superficial, y lo inconsciente que duela menos y en la mayor individualidad del goce de nuestra vida y nuestra suerte, amén.

SM

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