‘Florida Man’, el peor superhéroe del planeta, un mito nacido en Twitter, nos describe el surrealista mundo de Miami, refugio de Donald Trump

El Bestiario

‘Florida Man’ negó, en declaraciones ante la policía, que las jeringuillas que le habían encontrado en el recto fueran suyas. ‘Florida Man’ encontró una granada de la Segunda Guerra Mundial, la puso en su pick-up y se fue a comer a un Taco Bell. ‘Florida Man’ decidió que quería comer donuts en la pista de despegue del aeropuerto, algo que no gustó a la policía. ‘Florida Man’ es acusado de agresión con arma letal tras lanzar un cocodrilo dentro de una hamburguesería. Estas son las aventuras y miserias de ‘Florida Man’, el hombre que ha sido definido como el peor superhéroe del planeta. Son también historias reales, protagonizadas por personas de carne y hueso, en el siempre fascinante, extraño y surrealista planeta que es Florida y Miami, en los Estados Unidos. ‘Florida Man’, el hombre, el mito, nace en febrero de 2013, el día que empezó la publicación de la cuenta de Twitter del mismo nombre. Su contenido era a la vez muy simple y profundamente absurdo; una lista de noticias de prensa, radio y televisión local que incluyeran ‘Florida Man’, o alguna variación, en el titular. Roger Senserrich escribió sobre ese personaje de las redes sociales en el magazine cultural Jot Down que se edita en Madrid, España.

Florida es un sitio muy grande, con más de veintiún millones de habitantes y más o menos el doble de superficie que nuestro Quintana Roo. Es también un lugar muy, muy, muy extraño, lleno de gente que hace cosas muy raras de forma rutinaria. Una búsqueda de cinco segundos en Google News basta para tener una lista casi infinita de fracasos hilarantes, accidentes idiotas, gente haciendo cosas que no debería con cocodrilos y otras decisiones vitales cuestionables. En parte, la abundancia de titulares inusuales sobre ‘Florida Man’ se debe a una peculiaridad legislativa y geográfica del Estado. En contra de lo que es habitual en Estados Unidos, en Florida los ‘police blotters’ -los informes de detenciones e incidentes de todas las comisarías- son completamente públicos y están disponibles para la prensa casi en tiempo real. Aunque Florida tiene varias ciudades grandes, están bastante separadas entre sí. Eso hace que, a pesar de ser el tercer Estado más poblado del país, esté dividido en diez mercados de televisión locales relativamente pequeños. Como consecuencia, hay una cantidad considerable de emisoras de televisión con informativos sedientos de noticias que trabajan en redacciones sin demasiados medios, y cuando no saben de qué hablar, la opción más fácil es buscar sucesos extraños en la página de internet del departamento de policía de la ciudad.

La combinación de transparencia policial y periodistas desesperados, sin embargo, solo explica una parte de la grandeza de ‘Florida Man’. Por muy chiflados que estén en Los Ángeles, nunca verás a nadie atacando a gente en Wendy’s con un cocodrilo. Nueva York y Los Ángeles son enormes y están absolutamente plagadas de periodistas, pero sus respectivas regiones no generan el mismo volumen de rarezas y gente extraña. Florida tiene algo más. Mi impresión, las veces que he estado allí, siempre ha sido de irrealidad, de que era un lugar postizo. Es un lugar que parece que no existe, o que no debería existir. Es excepcionalmente llano; la montaña más alta de la península de Florida, Sugarloaf, se eleva 95 metros sobre el nivel del mar. El monte más alto del Estado (Britton Hill, en la frontera con Alabama) solo alcanza los 105 metros. El paisaje en Florida es una serie inacabable de bosques de pinos, marismas y pantanos. Es los Everglades, los cocodrilos -porque el Estado está lleno de cocodrilos- y lugares llenos de mosquitos. Hay agua por todos lados, no solo cerca de la costa; es un sitio húmedo hasta niveles casi ridículos.

Santiago J. Santamaría Gurtubay

A esta geografía, los ‘urbanistas’ americanos han añadido algo que se parece bastante al aspecto que tendrían nuestras ciudades si las diseñáramos esparciendo por el suelo casitas del Monopoly al azar. Florida está cubierto de una maraña caótica de viviendas unifamiliares, condominios y comunidades de jubilados, campos de golf, centros comerciales diseñados para ir en coche, calles y viales de seis carriles y autopistas, más o menos esparcidos al azar. En un lugar donde todo se parece a todo, las zonas pobladas parecen trabajar muy duro para tener el menor encanto posible, clasificadas de mejor a peor solo por su cercanía a la playa. Con la excepción de Miami (la única ciudad del Estado con cierto carácter), las ciudades de Florida son tan acogedoras como la ciudad de Matrix, solo que con más cocodrilos. En este contexto, lo inusual sería que la gente permaneciera cuerda. Florida tiene esa extraña energía que tienen los lugares cerca del fin del mundo, regiones donde acaba la tierra y se abre el océano. Es un Estado rodeado de agua, golpeado por huracanes, caluroso y voraz; Florida es la última parada de los que huyen, de los que se van, de los que no tienen ningún otro lugar adonde ir.

Eso hace que, a pesar de su radical falta de encanto en muchos sitios, Florida tenga multitud de rincones peculiares. Key West, la última isla de los cayos y el punto más meridional de Estados Unidos, es un islote rodeado de océano, conectado con tierra firme por una larga cadena de puentes, célebre por haber sido nido de piratas y buscadores de tesoros, refugio de artistas y escritores. Está, como casi todo el estado, infestado de turistas, pero mantiene muchas de las viejas mansiones de veraneantes de principios del siglo XX, cuando Henry Morrison Flager y el Overseas Railroad llevaron el ferrocarril a ese lugar en el fin del mundo, y una población local llena de gente excéntrica.

Mestiza, compleja, riquísima culturalmente, Miami es a la vez el destino de oligarcas, sátrapas y potentados latinoamericanos

Miami, la gran ciudad en el extremo sur de la península, es un lugar que mira más hacia el sur, hacia América Latina, que hacia el resto de Estados Unidos. Mestiza, compleja, riquísima culturalmente, es a la vez el destino de oligarcas, sátrapas y potentados latinoamericanos e inmigrantes y refugiados de todo el mundo. Es, además, francamente bonita en muchos sitios, merced de un legado de edificios art decó de principios del siglo XX y la pura opulencia del centro urbano. Media Cuba vive en Miami, se dice, algo que, aparte de crear unas cuántas dinámicas políticas inusuales para una gran ciudad americana -tiene un alcalde republicano, sin ir más lejos-, hace que la comida sea infinitamente mejor que en el resto del país. La ciudad es a la vez la capital mundial de la música hortera hispana, un nido de nuevos ricos, una de las capitales de la industria pornográfica de Estados Unidos, un parque temático para chuloplayas y uno de los sitios con una vida cultural y artística más frenéticos, creativos y fascinantes del país. Junto con Nashville, Los Ángeles y Nueva York, Miami es uno de los centros de la escena musical del continente, y de las cuatro, es seguramente la más original y caótica. No hay muchos lugares adonde irse de fiesta mejores que Miami.

Incluso fuera de Key West y Miami, la irrealidad, el vago surrealismo que flota sobre el estado, hace que uno encuentre rarezas en pequeñas dosis casi en cualquier parte. Alrededor de Orlando y sus parques temáticos, uno encuentra las previsibles hordas de turistas, pero también los ecos de los artistas que trabajan en esas instalaciones. Tanto Disney como Universal emplean miles de actores, maquilladores, artesanos y decoradores de extraordinario talento; Disney, especialmente, es muy exigente en sus pruebas de selección y nunca va corta de gente que sueña con trabajar para ellos. Todos estos artistas cobran poco -porque en Disney son muy tacaños-, pero son creativos y tienen ganas de divertirse, así que Orlando, fuera de la órbita de los parques, tiene una vida cultural rica y llena de rarezas.

Florida está llena de jubilados, ‘aves de invierno’ que pasan los meses fríos en el sur y vuelven a Nueva York, Chicago o Connecticut en verano

Por supuesto, están las playas, cientos de kilómetros de playas. Florida tiene, según datos oficiales, 1067 kilómetros de playas, casi todas ellas abiertas, arenosas, llanas, bañadas por mares cálidos e inacabables días de sol. Esto es lo que atrae, por un lado, a millones de turistas de todo el país a hacer más o menos lo que hacen los ingleses en Benidorm, en el Mediterráneo español -beber, achicharrarse al sol, bañarse y hacer cosas de las que se arrepentirán luego- y, por otro, a millones de jubilados del noreste que se mudan a Florida cada año escapando del frío. Florida está llena de jubilados. Muchos son ‘aves de invierno’ que pasan los meses fríos en el sur y vuelven a Nueva York, Chicago o Connecticut en verano, viviendo seis meses y un día al lado del Caribe para pagar menos impuestos (Florida no tiene impuesto estatal sobre la renta). Otros se mudan a ‘comunidades de jubilados’, urbanizaciones semiprivadas restringidas a mayores de cincuenta y cinco o sesenta años. Algunas de ellas son lugares que parecen salidos de un cruce entre El show de Truman, Las chicas de oro y Las Vegas. La más grande y conocida, The Villages, es una especie de ciudad-estado para jubilados de más cincuenta mil habitantes, nacida prácticamente de la nada; a principios de los ochenta, vivían apenas un centenar de personas. Sus habitantes son rabiosamente republicanos (Donald Trump ganó con más de un 70 por ciento de apoyo) y votan en masa; si hay algo que hacen los viejecitos en Florida, además de evadir impuestos, es votar.

Porque el lado menos amable y conocido de Florida Man es que Florida, a pesar de ser uno de los Estados más diversos de la unión, es también uno de los más reaccionarios. La economía depende muchísimo del turismo y el sector servicios, y eso requiere mano de obra barata y abundante. En un país donde los Estados tienen muchísimo poder de decisión sobre el tamaño y configuración de su estado de bienestar, los gobernantes de Florida, siempre republicanos, han escogido que este sea endeble, patético e inútil. Florida es la clase de lugar donde Rick Scott, en sus tiempos de gobernador, reformó el sistema de prestaciones de desempleo con el objetivo explícito de que fuera lo más difícil de utilizar posible para que los parados no puedan acceder a él. Ha sido un éxito rotundo: durante las primeras semanas de la recesión provocada por la pandemia, el sistema se colgó repetidamente, dejando a cientos de miles de personas sin trabajo y sin ingresos durante meses.

Historias de enfermedad mental, drogadicción, soledad y pobreza extrema, de personas desesperadas al borde de un ataque de nervios

En su tarea de mantener Florida como un paraíso fiscal para norteños jubilados, el sistema fiscal es regresivo hasta niveles insospechados. El 20 por ciento de los residentes más pobres pagan seis veces más impuestos estatales y locales, medido en el porcentaje de sus ingresos, que el 1 por ciento más rico. El Estado ha recortado cualquier programa de servicios sociales hasta su práctica desaparición, a menudo derivando sus responsabilidades a condados y otros Gobiernos locales. Florida ha eliminado casi cualquier programa de ayuda a la drogadicción o de salud mental que no se financien con fondos federales. Los requisitos para acceder a Medicaid -el seguro médico gratuito para gente con pocos ingresos- están entre los más restrictivos del país. Ser pobre en Estados Unidos es espantoso, pero en Florida lo es todavía más. Estos recortes, esta total falta de apoyo a los más necesitados, tienen consecuencias. Lo que hay detrás de muchas las historias de ‘Florida Man’ no es solo cuestión de locos, excéntricos y víctimas de demasiadas horas al sol y picaduras de mosquitos. Muy a menudo, mucho más a menudo de lo que nadie quiere admitir, lo que hay son historias de enfermedad mental, drogadicción, soledad y pobreza extrema, de personas desesperadas al borde de un ataque de nervios que han dicho basta, o han cometido un error estúpido, o se han dado por vencidos. Cuando ‘Florida Man’ robó una ambulancia para volver a casa tras salir del hospital, no lo hacía porque fuera tonto o excéntrico; lo hacía porque era esquizofrénico, estaba en un episodio eufórico y había recibido el alta de una clínica de salud mental antes de tiempo porque el Estado no quería pagar una estancia más larga o darle acceso a su medicación. La policía no estaba deteniendo a un criminal estúpido, sino convirtiendo un problema de salud en una acusación penal para un pobre desgraciado al que nadie quería ayudar.

En Florida, como en muchos otros lugares de Estados Unidos, los departamentos de policía y las cárceles se han convertido de facto en el único estado de bienestar que les queda a los pobres. Florida tiene casi el doble de presos per cápita que Nueva York o Nueva Jersey, y casi el triple que Massachusetts. ‘Florida Man’ no es un héroe, no es un tipo raro, no es un ejemplo de nada. Es una víctima del sistema. Sí, Florida es una especie de infierno de strip malls, viejecitos, humedad, huracanes y cadenas de comida basura rodeados de turistas borrachos. Sí, es un sitio peculiar, excéntrico y lleno de gente extraña y rarezas maravillosas. Pero detrás de los parques temáticos, los bares, las playas, las puestas de sol y las horas de comedia involuntaria del peor superhéroe de la historia, Florida es un reflejo de lo que es Estados Unidos: un parque temático gobernado por viejos.

La Cosa Nostra tuvo su gran fantasía erótica, Cuba fue el sueño prohibido de la Mafia, querían implantar su propio Estado de vida ilegal

Igual que cada uno alimenta leyendas de su biografía, como los países construyen mitos en su historia, también la Cosa Nostra tuvo su gran fantasía erótica. Cuba fue el sueño prohibido de la Mafia. Si en Sicilia, primero, y en Estados Unidos, después, logró implantar un modelo de vida ilegal paralelo al Estado, en Cuba tuvieron la visión de ir más allá y tener prácticamente su propio Estado. Con un Gobierno a sus órdenes mientras los capos se dedicaban a la buena vida y se forraban con hoteles, casinos, juego, clubes y putas sin que la policía los molestara. En resumen, ser los reyes del mambo, en sentido literal, en un país a su medida. Y por poco no lo consiguen. Es una historia entretenidísima que está muy bien contada por T. J. English en ‘Nocturno de La Habana’. La idea fue de Meyer Lansky, el amigo listo de Lucky Luciano, un granuja judío que emigró con doce años desde Rusia y enseguida hizo carrera en el Lower East Side con partidas de dados y contrabando de licores. Estamos hablando de uno de los grandes cerebros de la Mafia, discreto y laborioso, alejado del trabajo sucio pero con una formidable visión criminal y de los negocios. Por ejemplo, fue el inventor de Las Vegas. Aunque aquello fuera un desierto, él se fijó más en el pequeño detalle administrativo de que en Nevada el juego fuera legal. En 1946 mandó allí a su amigo ‘Bugsy’ Siegel, que era la cabra loca de la pandilla, para que abriera el primer hotel con casino en medio de la nada, el Flamingo. Lansky tenía mucho ojo. Y para lo de Cuba tenía además un buen contacto: un tal Fulgencio Batista, alto mando militar a quien veía posibilidades de llegar lejos. Se hicieron amigos y el futuro dictador fue incluso uno de los pocos invitados a su boda, celebrada en La Habana. En esa ceremonia está ya el núcleo del poder mafioso en Cuba en los años cuarenta y cincuenta.

Cuando se terminó el chollo de la ley seca en 1933 había que buscar nuevas oportunidades de negocio y a Lucky Luciano le gustó la idea de colonizar el territorio virgen de Cuba. La Mafia ya conocía la isla desde los años veinte, pues era una escala de contrabando de ron. Convocó a la Comisión y les dijo a todos los capos que pusieran medio millón cada uno para invertir en Cuba. A Batista lo compraron con un maletón de billetes a cambio de que les consiguiera la gestión de los casinos del célebre Hotel Nacional y otros lugares turísticos. Lansky se convirtió en accionista del hotel y a partir de 1937, cuando Batista ya era jefe de las fuerzas armadas, empezó a llevar en persona algunos casinos. Aunque Batista llegó a presidente en 1940, la Segunda Guerra Mundial frenó un poco el proyecto. Al término de la contienda las perspectivas volvieron a ser bastante buenas. Había un problema: Luciano estaba desterrado en Italia, pero eso se podía arreglar. No tenía ninguna intención de quedarse allí y como no podía pisar Estados Unidos le gustaba la idea de montar su nuevo imperio en Cuba. En 1946, siete meses después de su llegada a Italia, el gran capo se embarcó en secreto y llegó a la isla en octubre. De inmediato fue convocada una nueva reunión de la Comisión para retomar los negocios a lo grande y se celebró en el Hotel Nacional, del 22 al 26 de diciembre de 1946. Para la cumbre mafiosa les cerraron los dos últimos pisos y todo fueron cenas, fiestas y putas. Acudieron veintidós capos, la plana mayor de la Mafia. A todos les pareció maravilloso lo de Cuba y dieron el visto bueno.

Santo Trafficante, con base en Tampa, Florida, que se convirtió en el otro gran capo de la isla de Cuba y rival de Meyer Lansky

En cambio, lo de Las Vegas iba fatal. Mujeriego, de gatillo fácil y con aún más facilidad para meterse en líos, ‘Bugsy’ Siegel volvía a dar problemas. No hacía más que fundirse la pasta de la gran inversión mafiosa en la construcción del Flamingo, cuyas obras no acababan nunca. Ya había ocurrido cuando lo mandaron a Los Ángeles para sondear el terreno delictivo en Hollywood y no se perdió una sola fiesta. Era amigo de Cary Grant, Clark Gable y muchas otras estrellas. Decidieron cargárselo, aunque era un amigo de infancia de Lansky, Luciano y Costello. Lo asesinaron en 1947 y uno de los disparos fue en el ojo. Este detallito cruento les recordará un crimen similar de ‘El Padrino’, trilogía de films dirigidos por Francis Ford Coppola, basada en la novela homónima de Mario Puzo. Efectivamente: el personaje de Mo Green es un trasunto de Siegel. Por otro lado, todo buen aficionado a la saga sabe que en la segunda película hay una buena parte dedicada a Cuba inspirada en esto que estamos contando. En La Habana todo iba de maravilla hasta que el mundo se enteró en febrero de 1947 de que Luciano no estaba en Italia, donde se le suponía. Se debió al eco de las orgías y las juergas que se corrió allí con un amigo suyo: Frank Sinatra. La familia del cantante era del mismo pueblo siciliano que Luciano, Lercara Friddi. En Estados Unidos, donde veían a Lucky como todo el eje del mal en una sola persona, se armó un gran revuelo y la presión política, incluido un embargo comercial de medicinas, llegó al punto de que las autoridades cubanas tuvieron que echarlo del país. Nunca volvería a Cuba y recordaría siempre con nostalgia aquellos cinco meses de lujo tropical. Allí se acabó el último intento de Luciano de seguir dirigiendo en primera persona el cotarro.

Lansky quedó definitivamente convertido en el hombre de la Mafia en La Habana y le tocó la lotería el 10 de marzo de 1952. Su vieja apuesta, Fulgencio Batista, dio un golpe de Estado y se convirtió en dictador de Cuba. Poco después lo fichó como asesor del Gobierno para la reforma del juego, para dar un toque de calidad y clase a los casinos pensando en el turismo. Acabó abriendo uno y cerrando los demás. Empezaba el juego. Lansky se sentó luego en la propia Comisión Nacional de Turismo. Era perfecto: estaba al frente de la institución que debía promover su propio negocio. La Mafia casi era Estado. Batista creó luego un banco de desarrollo para financiar grandes obras públicas y proyectos que se dedicó a costear, con su porcentaje para el presidente, el despegue del imperio mafioso con hoteles mastodónticos, lujosas salas de juego y fastuosos clubes nocturnos. Así nació la mítica Habana de los cincuenta y muchas de las moles de hoteles que aún se ven hoy en la ciudad. Después fueron llegando mafiosos de todos los rincones. Entre ellos, Santo Trafficante, con base en Tampa, Florida, que se convirtió en el otro gran capo de la isla y rival de Lansky.

Fulgencio Batista hasta hizo una amnistía y soltó a Fidel Castro en 1954, un chaval detenido tras un asalto al cuartel de Moncada

A los estadounidenses ya les encantaba antes la noche loca y el turismo sexual de La Habana, pero la Mafia lo montó todo tan bien que Cuba se puso de moda y vivió una explosión turística sin precedentes. Una compañía de ferrys incluso empezó a permitir viajar con el coche, y gracias a ella la ciudad se llenó de esos fantásticos Cadillacs, Oldsmobile o Buicks que aún siguen circulando. Además la época tuvo el raro privilegio de tener su banda sonora: el mambo, el chachachá y el jazz latino, que se inventaron en la explosión de clubes y cabarés. Los shows del Copacabana eran conocidos en todo el mundo y en el club Shanghai eran famosos los numeritos de un tipo con un pene de treinta y cinco centímetros -nombre artístico, ‘Superman’- que aparecía volando en bolas sobre los espectadores con un trapecio. También sale en El Padrino II. Había mucho vicio, de todos los palos, y por ejemplo el senador de Massachusetts se pegó una buena orgía con tres putas en 1957. Quizá dicho así no sea demasiado significativo, y es mejor que les aclare que se llamaba John Fitzgerald Kennedy. En los clubes actuaban las mejores estrellas internacionales, de Nat King Cole a Ella Fitzgerald, y por supuesto los ídolos cubanos, como el gran Beny Moré, y se dejaban caer de vacaciones Marlon Brando o Errol Flynn.

Imaginen lo divertido que era todo que Batista hasta hizo una amnistía y soltó a Fidel Castro en 1954, un chaval detenido tras un asalto al cuartel de Moncada en julio de 1953, la primera chispa de la Revolución. Ni Batista ni la Mafia supieron ver lo que venía. Estaban muy ocupados con lo suyo. Todos los lunes un mensajero de Lansky iba al palacio presidencial y entregaba un maletín con dinero. La Comisión de la Mafia a Batista era de 1.28 millones de dólares al mes. El cuñado del dictador controlaba a medias con la Mafia el negocio de todas las tragaperras y los parquímetros de la isla. La Cosa Nostra, por su parte, cada vez pensaba más a lo grande, con lo que después el batacazo fue estratosférico. En 1957 Lansky inauguró el Hotel Riviera, el gran proyecto de su vida, el más lujoso de La Habana. Y, al año siguiente, abrió el Hilton. Hasta organizaron un Gran Premio de Fórmula Uno, como el de Montecarlo. Para la Mafia, La Habana tenía que convertirse en el Montecarlo del Caribe. En 1958, de hecho, empezaron las obras de un hotel monumental llamado precisamente Montecarlo, el más grande de la isla, con Frank Sinatra como primer accionista. Cuando el sueño de la Mafia estaba llegando a la cúspide, todo se vino abajo. Mientras Lansky montaba escuelas de crupieres, Castro desembarcaba en el Granma. La Nochevieja de 1957 los rebeldes pusieron una bomba en el Tropicana. No era el primer ataque a un club, pero sí el más preocupante para la Mafia, que hasta entonces no prestaba mucha atención a los barbudos que zascandileaban en el lejano oriente de la isla. Para Castro la vida nocturna de La Habana era la imagen de la degeneración moral del enemigo. Lansky y los demás pensaban que aunque ganaran los guerrilleros ellos se adaptarían a la situación, siguiendo la costumbre mafiosa, porque cualquier Gobierno necesitaba el dineral de los casinos. Evidentemente no sospechaban que el de Castro no iba a ser cualquier Gobierno. Por si acaso, para cubrirse las espaldas, la Mafia, como la CIA, tuvo contactos con los rebeldes para financiarles y enviarles armas.

Bajo la presidencia de JFK, y con el apoyo del fiscal general, su hermano Bob Kennedy, la CIA y la Mafia se aliaron para eliminar a Fidel Castro

La Nochevieja de 1958 cerró brutalmente la persiana a los negocios de la Mafia. Tras correrse la voz de la huida de Batista, la gente se echó a la calle y la tomó directamente con todo lo que significaba la alianza de tiranos y gánsteres. Lo primero, destrozaron los parquímetros del cuñado de Batista por todas las calles. Luego, las tragaperras. Y, para terminar, la muchedumbre asaltó los casinos. Lo peor fue para el Riviera, el orgullo de Lansky y la Mafia: soltaron dentro un camión de cerdos. La Mafia casi era Estado, y por extensión, también fue una revolución contra la Mafia, un caso único en el mundo. Muchos mafiosos acabaron en campos de prisioneros, viendo cómo iban ejecutando a los hombres del régimen y Castro amenazó en algún momento de sus horas de discursos con fusilar a los gánsteres americanos. Lansky fue uno de los pocos a los que no detuvieron, porque se largó del país. No podía olvidar que tuvo que huir con doce años de Rusia: “Conozco una revolución comunista cuando la veo, y esto es una revolución comunista”, le dijo a su chófer al despedirse, según relata T. J. English, que buscó y encontró a este hombre en La Habana. Trafficante lo pasó fatal y tardó meses en lograr que le dejaran en libertad. En 1960 se nacionalizaron todos los casinos y propiedades estadounidenses. La historia podría acabarse aquí, pero tiene un epílogo muy interesante. Lo de Castro podía ser un golpe latinoamericano más que se acabara desinflando y la Mafia no perdió la esperanza de recuperar su negocio. Lansky ofreció un millón de dólares para matar a Castro y así empezó una conspiración en la que muy pronto encontró nuevos socios. Bajo la presidencia de Kennedy, y con el apoyo del fiscal general, su hermano Bob Kennedy, la CIA y la Mafia se aliaron para eliminar al líder cubano, como confirmó en 1997 la desclasificación de documentos secretos de la CIA. El enlace de la CIA con la Mafia fue Santo Trafficante, al que llegaron a través de dos capos de origen italiano con quienes tenían más confianza: John Rosselli, de Los Ángeles, y sobre todo Sam Giancana, porque además de ser un gran capo de Chicago era muy cercano al presidente Kennedy, que le debía su ayuda en la llegada a la Casa Blanca. Kennedy y Giancana eran amigos de Sinatra y entre los tres compartieron una amante, la actriz Judith Campbell, que años después aireó la historia de esta ensalada amorosa. La CIA ofreció ciento cincuenta mil dólares por matar a Castro, pero la Mafia lo consideró una ofensa: estaban dispuestos a hacerlo gratis. Tras barajar varias ideas, al final se optó por el envenenamiento. Dos pastillas fabricadas en los laboratorios de la CIA fueron entregadas al camarero de un famoso restaurante de La Habana frecuentado por Fidel. Debía servirlas con el helado. Pero la chapuza es un factor nada desdeñable en la historia humana. Fidel fue al restaurante, pero las pastillas se quedaron pegadas a la superficie del congelador y el camarero no consiguió sacarlas. Fue pocos días antes del ataque de Bahía de Cochinos, en abril de 1961, y según el plan, para entonces Castro ya tenía que estar muerto. Quizá en ese caso el intento de invasión hubiera tenido éxito. Fue lo más cerca que estuvieron nunca de cargarse al líder cubano, aunque después intentaron de todo: rifles telescópicos, estilográficas con veneno, puros tóxicos y conchas explosivas.

Tras la crisis de los misiles en 1962 la colaboración con la Mafia terminó, pero los tres capos involucrados se harían famosos poco después como grandes sospechosos del asesinato de Kennedy, en 1963. Según esta tesis, Giancana y el resto de la Mafia estaban muy cabreados por la ofensiva del Gobierno contra sus intereses, igual que los anticastristas, por dejarles sin apoyo aéreo en Bahía de Cochinos. No se asusten, en el asesinato de Kennedy no vamos a entrar. Pero bueno, casi todos acabaron mal. Bob Kennedy, tiroteado en 1968. Sam Giancana, en 1975, antes de declarar ante el comité del Senado que investigaba la implicación de la CIA en los intentos de asesinato de Castro. Rosselli desapareció en 1976 cuando debía testificar en la Comisión de Investigación del caso Kennedy y apareció flotando en un bidón con las piernas cortadas en una bahía de Miami. Lansky murió en 1983 como muy pocos mafiosos, de viejo y en su casa de Miami, con ochenta y dos años. Era ya una leyenda, pero nunca pudieron pillarle por nada. Batista también vivió tranquilamente y falleció en 1973 en Marbella.

Donald Trump se refugia en su club de Mar-a-Lago en Florida, los líderes republicanos le dejan solo para ir a misa con Joe Biden

Donald Trump ya no está en la Casa Blanca. El presidente de Estados Unidos realizó su último vuelo en el avión presidencial Air Force One, rumbo a su nueva residencia en Palm Beach, en el Estado de Florida, donde ya está atrincherado en su nuevo cuartel general de Mar-a-Lago. Allí ensayará a placer el ‘swing’ bajo el calor humano y político de Florida, el Estado ‘trumpista’ por excelencia. Trump se fue solo. Ni un sólo alto cargo de su Gobierno se acercó a despedirle ni a la Casa Blanca, de donde salió en helicóptero, ni a la base aérea de Andrews, desde donde despegó el avión. Donald Trump celebró su primer almuerzo post-presidencia y empezó a tomarle la medida a su nueva vida. Desde Florida, y mientras sigue abierto el proceso de ‘impeachment’ en el Senado, el ex presidente confía en relanzar su carrera política aprovechando el respaldo político (y el apoyo millonario) de sus simpatizantes en el ‘Estado de sol’. A su llegada recibió el apoyo de cientos de simpatizantes. Aunque no todos sus vecinos le han recibido con los brazos abiertos. Nacy S DeMoss, que vive en la propiedad aledaña, ha escrito a través de su abogado al Ayuntamiento de Palm Beach recordando que el acuerdo de uso de Mar-a-Lago, fechado en 1993, estipula que es un club social y que no puede ser usada como residencia habitual.

El ya ex presidente tiene fama de ‘litigador’ con el Ayuntamiento. En el 2016, fue apercibido de ‘infracción’ (con una multa de has 1.250 dólares diarios) por instalar una bandera norteamericana gigante de 15 por 7,6 dentro de la propiedad que infringía una ordenanza local sobre el tamaño máximo de las banderas. Trump emprendió acciones legales por su cuenta y al final llegaron a un acuerdo. En 1995, en el 2010 y en el 2015, un año antes de ser elegido presidente, Trump intentó denunciar al condado de Palm Beach por el ruido proveniente del aeropuerto internacional, donde él mismo aterrizó este miércoles. Mientras fue presidente, las rutas fueron desviadas por razones de seguridad. Ahora que ha dejado de serlo, los aviones pueden volver a su ruta original.

Melania y Donald subieron a bordo del Air Force One, Sinatra cantaba que “lo hice a mi manera”, final de un ‘reality show’

Fiel a su estilo, el presidente se ha despedido con un mitin. El ‘Marine One’, su helicóptero, aterrizó en Andrews al ritmo del éxito de la música disco ‘Gloria’, de Umberto Tozzi, uno de los temas que suelen sonar al inicio de sus actos electorales. El presidente bajó la de aeronave, acompañado por su esposa, Melania, al compás de ‘Don’t Stop Believi’, un tema que introdujo un toque más guitarrero en lo que parecía un homenaje al disco de los ochenta. A continuación, Trump habló a un pequeño grupo de seguidores y dejó el escenario con la canción ‘YMCA’, del también grupo de pop ochentero The Village People. Con precisión militar, en los altavoces de Andrews sonó el éxito de Frank Sinatra, ‘My Way’, mientras el Air Force One despegaba. Todo tuvo, así pues, la solidez institucional del episodio final de temporada de un ‘reality show’. En su breve alocución a sus seguidores, Trump no decepcionó. Su discurso podría haber sido el de un jefe del Estado que deja el cargo tras perder unas elecciones o el de un candidato a las primarias de Iowa, algo en consonancia con la banda sonora. Trump celebró la subida de la Bolsa, dijo que hemos hecho “cosas increíbles”, y afirmó que el descubrimiento de la vacuna contra el Covid-19 “ha sido un milagro médico”. “Decían que iba a llevar 9 años, 5 años, y ha llevado 9 meses”. Solo le faltó ponerse la gorra roja con la leyenda MAGA (Volver a hacer a Estados Unidos Grande Otra Vez). Concluida tan institucional ceremonia, Trump y Melania subieron a bordo del Air Force One, que despegó mientras Sinatra cantaba que “lo hice a mi manera”.

Donald Trump había convocado a decenas de seguidores a una ceremonia de despedida en la base militar de Andrews, a 20 kilómetros de Washington, a las ocho de la mañana (dos de la tarde en España), cuatro horas antes de la investidura de Joe Biden. Trump planeaba un acto con toda la pompa -alfombra roja, banda militar y 21 salvas de rigor- pero el Pentágono intentó limitar al máximo su colaboración en el evento “alternativo”, a la toma de posesión del nuevo presidente de los Estados Unidos, el demócrata Jose Biden, quien derrotó en las urnas, el pasado 3 de noviembre al heterodoxo republicano.

“El movimiento no ha hecho más que empezar, América me ha dado mucho, y pienso darle algo a cambio”, se autocompensaba Trump

El presidente saliente se enfrentó a los asientos vacíos en su despedida, ante las deserciones en sus propias filas. El vicepresidente Mike Pence declinó la invitación, al igual que el ex jefe de gabinete John Kelly. Varios de sus ex colaboradores fulminantemente despedidos -desde el ex asesor de Seguridad John Bolton o el ex jefe de comunicaciones Anthony Scaramucci- recibieron invitaciones a última hora, lo que demuestra la desesperación del republicano por llenar el aforo. Los asistentes -entre los que se contarán también decenas de militantes de base- habían sido convocados una hora antes bajo temperaturas polares y pasaron por un estricto dispositivo de seguridad. Todos ellos bajo la consigna: prohibido llevar armas o municiones. Aunque otros presidentes como Barack Obama, Bill Clinton o Ronald Reagan fueron también despedidos con rigores militares en la base de Andrews, las ceremonias fueron en cualquier caso discretas y posteriores a la investidura de sus sucesores, a las que asistieron como manda la tradición. Donald Trump es el cuarto presidente en la historia de Estados Unidos en dar plantón a su sucesor. El último precedente fue 1869, cuando Andrew Johnson (el primer presidente que se enfrentó precisamente a un ‘impeachment’) se negó a asistir a la investidura de Ulysses Grant en las primeras elecciones de la era de la Reconstrucción.

La ausencia de Trump en la investidura de Biden, que se celebró al mediodía en un Capitolio fortificado tras el “asalto”, o la otra distópica ‘Toma de la Bastilla’, del 6 de enero y con 25,000 soldados patrullando las calles de Washington, creó serios problemas logísticos al Pentágono. Tras su ceremonia de despedida, Trump subió por última vez junto a su esposa Melania en el Air Force One rumbo a Palm Beach, donde está su mansión de Mar-a-Lago. El magnate llevaba a bordo el “maletín nuclear” con la tarjeta que se desactivó automáticamente a las 11.59.59, el momento en que se activó la galleta de Joe Biden, que recibió un segundo maletín en Washington. El presidente saliente desató a última hora todos los rumores posibles sobre su vuelta a la escena política. “El movimiento no ha hecho más que empezar”, dijo en su discurso de despedida. “América me ha dado mucho, y pienso darle algo a cambio”, anticipó. Según The Wall Street Journal, Trump ha hablado estos días con sus más directos colaboradores sobre la posibilidad de abandonar el Partido Republicano y fundar su propio Patriot Party (Partido Patriota). El indulto de última hora a su ex estratega Steve Bannon se interpreta como un guiño para embarcarle en su nueva empresa política.

‘Miedo: Trump en la Casa Blanca’, de  Bob Woodward, el periodista del ‘Watergate’, una generosa agenda de ‘gargantas profundas’

Rudy Giuliani, aparentemente borracho, llegó al avión justo a tiempo, antes de que despegara camino del debate de San Luis. Se sentó junto a Donald Trump, que estaba en su sitio, con las gafas para leer. Miró al ex alcalde de Nueva York y abogado del ex presidente. “¡Rudy, eres un niñato!”, exclamó Trump en voz alta. Nunca en mi vida me han defendido peor. Te dejaron en pelotas. Eres como un bebé al que hay que cambiar el pañal. ¿Cuándo vas a ser un hombre? A sus setenta y cinco años, Bob Woodward, el periodista que destapó el escándalo Watergate que acabó con la presidencia de Richard Nixon, ha vuelto a hacer gala de una generosa agenda de ‘gargantas profundas’ para retratar los primeros años en la Casa Blanca de Donald Trump. Un trabajo periodístico que ha venido a romper la tendencia a situar en la red la información capital e influyente sobre política. En su primera semana, ‘Miedo: Trump en la Casa Blanca’ vendió más de un millón de ejemplares en Estados Unidos. La presidencia de Trump, al margen de todas las extravagancias del personaje y su cuenta de Twitter, supone un punto y aparte en la historia de Estados Unidos. Por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial un gobierno estadounidense ha puesto en duda el papel de su país como garante de la seguridad mundial, o su orden mundial, y los fundamentos del libre comercio internacional que han traído la era de la globalización.

Lo curioso de todo ello es que, como revela el extenso reportaje de Woodward, estas decisiones no han venido precedidas de debates analíticos. Los pasos que está dando Estados Unidos en este sentido han venido motivados por los impulsos de su presidente, con un calendario caótico e improvisado y muy fundamentado en la opinión de los que pasaban por allí, dado que el presidente se fiaba más de los puntos de vista de la gente de a pie que de los altos cargos de los que se rodea. Al mismo tiempo, los pasos que no se han dado se han debido a que parte del equipo del presidente se ha puesto de acuerdo en ocultarle cosas, esconderle papeles y escurrir el bulto en determinadas situaciones para evitar que tenga presentes ciertos asuntos y no actúe en consecuencia.

“Nuestros políticos desplazando nuestros puestos de trabajo, nuestro dinero y nuestras fábricas a México y otros países extranjeros”

Sobre la globalización Trump sostuvo durante su campaña que los acuerdos comerciales suscritos por Estados Unidos introducían en el país productos extranjeros más baratos que los nacionales, lo que hacía aumentar el paro entre estadounidenses. Todo por culpa de unos políticos que se habían olvidado del verdadero patriotismo: “Nuestros políticos les han arrebatado a los ciudadanos la manera de ganarse la vida y dar sustento a sus familias, desplazando nuestros puestos de trabajo, nuestro dinero y nuestras fábricas a México y otros países extranjeros”, proclamó. Gary Cohn, su principal consejero económico, le tuvo que explicar que la llegada de bienes procedentes de México, Canadá o China con precios competitivos servía para que los estadounidenses gastaran menos y, o bien pudieran gastar en otros productos o servicios de la economía de su país, o bien podían ahorrar. Peter Navarro, también asesor económico de Trump, tenía argumentos en contra y de peso. Se quejaba de que el déficit comercial se debía a la explotación laboral en terceros países y al robo de propiedad intelectual, pero zanjó la discusión llamando a Cohn “idiota del grupo de poder de Wall Street”. Los debates duraban poco. Trump estaba de acuerdo con romper el NAFTA, Tratado de Libre Comercio de América del Norte, y poner aranceles al acero para defender al sector industrial. Cohn, cuando esta solución se puso encima de la mesa del despacho oval, les contestó a ambos: “Si os callaseis la puta boca y escuchaseis podríais aprender algo”. A continuación le explicó al presidente, a gritos, que la economía de Estados Unidos actualmente se basa en un 80% del PIB en el sector servicios: “Piénsalo, presidente, piensa cómo es andar por una calle de Manhattan hoy en día comparado con cómo era hace veinte o treinta años (…) verás centros de lavandería, restaurantes, Starbucks y salones de belleza. Ya no están ahí las ferreterías de toda la vida. No están esas tiendas de ropa de toda la vida”.

En otra ocasión le advirtió de que si China quisiera destruirles no tenía más que dejar de comerciar con antibióticos. El 96,6% de los que se consumen en Estados Unidos son de fabricación china, penicilina incluida. Sin embargo el presidente no atendía a razones. Solo se guiaba por sus ojos. Había ido a Pensilvania y fue testigo de la desindustrialización de la siderurgia. El desmantelamiento industrial había dejado la zona devastada. Estaba empecinado en retirarse o renegociar todos los tratados de comercio, en especial el NAFTA. Le explicaron que quien más perdería sin ese acuerdo serían los agricultores estadounidenses y ellos eran, precisamente, un sector que le había votado. Le dio igual, exigió que le redactasen una carta que anunciase al NAFTA una salida de Estados Unidos en ciento ochenta días. Desesperados, Rob Porter, secretario de Trump, y Cohn se pusieron de acuerdo para evitar lo que sería una catástrofe. Así reproduce Woodward la conversación: “¿Por qué coño vas dándome largas?” -le soltó Trump a Porter-. “¿Por qué no terminas lo que te pedí? Haz tu trabajo”.

Su miedo a la debilidad se hizo patente, a raíz de los incidentes de Charlottesville, entre supremacistas blancos y antifascistas

“En lugar de tocarme las narices, toca las teclas del ordenador y escribe. Quiero hacer esto”. El presidente iba en serio otra vez. Porter redactó una carta que, una vez firmada por Trump, serviría para notificar la rescisión de Estados Unidos del NAFTA en ciento ochenta días. Porter estaba cada vez más convencido de que aquello podría desencadenar una crisis económica y de relaciones exteriores con Canadá y México. Fue a ver a Cohn. “Puedo hacer algo para detener esto” -dijo Cohn a Porter-. “Simplemente quitaré la carta de su mesa antes de irme” -y así lo hizo, más tarde-. “Si quiere firmarla, necesitará otra. Retrasaremos al máximo el momento de dársela, otra vez”, prometió Porter. Cohn sabía, por supuesto, que el presidente podía pedir fácilmente una copia, pero si el documento no estaba frente a él probablemente lo olvidaría. Ojos que no ven, corazón que no siente. Porter estuvo de acuerdo. La memoria de Trump funcionaba a base de impulsos externos: algo sobre su escritorio, algo que leyó en el periódico o vio en la televisión… Sin algo o alguien que activase su memoria, podían pasar horas, o días, o incluso semanas antes de que pensara: “Un momento, íbamos a retirarnos de eso, ¿por qué no lo hemos hecho?”. Y sin un detonante externo, podría ser que nunca se le pasara por la cabeza. Ocurrió algo parecido con el Korus, el tratado comercial con Corea del Sur. Al menos en dos ocasiones, asegura el periodista, elaboraron cartas de salida de estos acuerdos comerciales y al menos en otras dos los hurtaron de su mesa sin que se diera cuenta para que no los viera y se olvidase. Además, había un hecho en la trayectoria de Trump que les daba verdadero pánico. Se había declarado en bancarrota seis veces. No le tenía miedo. Claro que una situación así en un país sería sensiblemente diferente.

El libro, profundizando en esos miedos mutuos y propios, llega a rizar el rizo cuando pone de manifiesto que el aspecto más temido del presidente es su miedo a la debilidad. Fue a raíz de los incidentes de Charlottesville. Un enfrentamiento entre supremacistas blancos y antifascistas en el que falleció una persona arrollada por un vehículo que embistió contra los manifestantes antirracistas. Trump, cuando tuvo que condenar los sucesos, hizo unas declaraciones muy polémicas; hizo referencia a la violencia que venía de “muchas partes”, como si nazis y antifascistas fuesen iguales. Le llovieron críticas, sobre todo de su propio partido y de políticos que habían perdido familiares en la Segunda Guerra Mundial luchando contra el III Reich. Trump, por lo que fuera, no tuvo arrestos de culpar a los radicales del suceso, aunque uno de ellos condujera el coche homicida. Para muchas personas y analistas políticos esa fue la prueba palmaria de que en realidad Trump siempre había albergado simpatías por el supremacismo blanco.  

Apostó por el proteccionismo, obstaculizó el libre comercio internacional y se retiró militarmente de amplias zonas que controlaba

Sus colaboradores y altos cargos montaron en cólera. Intentaron convencerle de que su papel debía ser tranquilizador. Tener posturas constructivas. El presidente, ya en el Air Force One, puso mala cara ante lo que estaba oyendo de sus consejeros. No le gustaba la idea de que pareciera que se rendía a la corrección política. Rob Porter, ahora con Sarah Huckabee Sanders, secretaria de prensa, se había aliado para formar un frente unido entre el personal de la Casa Blanca para convencer al presidente de mostrar otra cara y dar un discurso radicalmente distinto. “No quiere ser percibido como le están percibiendo ahora. Tiene que unir al país. No hay ninguna ventaja en no condenar directamente a los neonazis y a los que se mueven por odio racial. Hay una brecha enorme en el país”, le insistió Porter. Pero cuando Trump vio el borrador del discurso que le habían preparado no le gustaba. No le atraía la idea de que pareciera que se disculpaba. No obstante, obedeció. Se puso ante las cámaras y sus palabras fueron contra la violencia racista. Un alegato a favor de la fraternidad entre razas bajo las mismas leyes y “la misma gran bandera”. Calificó de “malvado” al racismo y de “neonazis” a los miembros del KKK y grupos similares. Abogó por proteger “los derechos sagrados de todos los norteamericanos” para “seguir los sueños de sus corazones”. Para Woodward ese discurso lo podía haber hecho Obama. Todos le felicitaron. Cohn le dijo que había sido uno de sus mejores momentos como presidente. Trump les dejó sin entusiasmo y se fue a hacer su actividad favorita, como se repite a lo largo del libro, que es ver la televisión. En la Fox, Rob O’Neill dijo unas palabras sobre su ‘speech’ que se le clavaron como puñales: “Es casi como admitir vale, me he equivocado”. Otro periodista de la cadena, Kevin Corke, añadió: “Ha corregido el rumbo”. Trump estalló. “Es el puto error más grande que he cometido jamás” le confesó a Porter. “Nunca hay que hacer esas concesiones. Nunca hay que disculparse. Para empezar, no he hecho nada malo. ¿Por qué parecer débil? (…) No puedo creer que me obligaran a hacer esto” dijo Trump, al parecer todavía sin culpar a Porter pero desahogándose directamente con él. “Es el peor discurso que he dado jamás. No voy a volver a hacer nada parecido”.

Atrevido y arrogante solo como la ignorancia puede serlo. El presidente es tan impulsivo y confía tanto en sí mismo que, según remata una de las confesiones de la obra, a uno de sus colaboradores le da la impresión de que incluso le molesta ir preparado a una reunión. Cree tanto en lo que improvise, en la salida que se le ocurra sobre la marcha, que estudiar un tema le hace sentir encorsetado. La conclusión fundamental de ‘Miedo: Trump en la Casa Blanca’ era que no habrá coherencia en el rumbo que tome Washington durante al menos esta legislatura, como así ocurrió. Estados Unidos se debatió entre dos modelos. El del país triunfador de la Segunda Guerra Mundial que se convirtió en árbitro de la globalización o el de uno que puede apostar por el proteccionismo, obstaculizar el libre comercio internacional y retirarse militarmente de las amplias zonas que controlaba. Si se mantenía en la primera opción o se dirigía inequívocamente hacia la segunda no parecía que fuese a responder a una meditada estrategia nacional. Optó por la segunda, perdiendo la reelección presidencial. El presidente derrotado democráticamente, retratado por los gargantas profundas de Woodward, es de los que van al derecho por el hecho y no le gusta que le intenten convencer de nada, prefiere buscarse opiniones, cualesquiera que sean estas, con tal de que confirmen sus instintos.

‘The Apprentice’ era un programa de televisión estadounidense de la cadena NBC. Es un programa concurso en el que participaban un grupo de empresarios, que competían por 250,000 dólares y un contrato para dirigir una de las empresas de Donald Trump. Cada temporada comenzaba con un grupo de concursantes con experiencia en diversos campos, incluidos los bienes inmuebles, gestión de restaurantes, política de consultoría, venta y comercialización. A lo largo de cada temporada, estos concursantes vivían en un ático, lo cual permitía construir relaciones amistosas entre los participantes. Sin embargo, los equipos eran separados, el equipo ganador vivía en una mansión y el equipo perdedor se instalaba en una tienda de campaña o carpa ubicada en el patio trasero de la mansión. Se dividían en equipos, y cada semana se les asignaba una tarea donde debían elegir un director de proyecto para la tarea. El equipo ganador reciba una recompensa, mientras que el equipo perdedor se enfrentaba en una sala de reuniones. Donald Trump determinaba quién o quiénes serían despedidos. El tema musical de apertura utilizado en el programa era ‘For the Love of Money’ de La O’Jays. Donald Trump fue el presentador del programa durante las primeras catorce temporadas, y el programa le otorgó una popularidad que contribuyó a su ascenso a la presidencia. ‘The Apprentice’ de la Historia de los Estados Unidos tiene ‘label’ para ser un ‘Florida Man’.

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