
Signos
La eutanasia, como derecho que no puede sino ser de cada cual, debe ser liberada como atribución del Estado, la que ha sido impuesta desde el prejuicio y la influencia de la Iglesia.
Si alguien quiere dejar de vivir por el infierno que le representa su existencia, debiera ser favorecido para hacerlo y sin necesidad de estar en condiciones extremas de enfermedad.
Porque sólo el que sufre sabe lo que es el dolor que padece y sea de la naturaleza que sea.
El Estado, con todas las facultades constitucionales y laicas que tenga y así sean por voluntad mayoritaria (la democracia que violenta el derecho natural de una persona sigue siendo tan arcaica y condenable como las tiranías teológicas en el poder político) es muy dañino y muy enemigo de las libertades y del bienestar humano asumiendo el derecho de los individuos a su vida y a su muerte, y defendiendo, como propios, ese tipo de horrores inquisitoriales milenarios de la fe.
Por supuesto que debiera prevenirse el derecho a la eutanasia de todo posible sabotaje malintencionado del mismo y de todo atentado contra la vida que pretenda encubrirse en una malversación del deseo del suicida o aprovechando la fatalidad o la fragilidad de su circunstancia. Y por supuesto que los casos de resarcimiento criminal son otra cosa (aunque pueda no estarse de acuerdo con la pena de muerte por la falibilidad justiciera de una sentencia de ejecución infalible, inevitable y de recapitulación imposible).
Pero que el Estado asuma, en el papel de Dios, que la vida de alguien le corresponde y debe ser delito que pueda quitársela con el auxilio legal de alguien (el potencial delincuente) o de algo para evitar que sea consumida por el dolor (anímico o físico o del tipo que sea) no es sino un verdadero y anacrónico crimen sustentado en una democracia y en una voluntad mayoritaria enferma desde el principio de los Estados al servicio de los fanatismos religiosos y los intereses administradores de la fe.
SM