
Signos
Bien pudo haber transformado una reforma judicial a todo el sistema de Justicia en el país sin incurrir en los excesos de una elección precipitada y caótica de cada uno de los centenares de Jueces federales y estatales de todos los fueros y causas justiciables ajenos a las nociones constitucionales y del derecho de las grandes mayorías populares y potenciales electoras y responsables del futuro del Poder Judicial de la Federación y de sus entidades federadas.
Bien que pudo.
Pero no.
Andrés Manuel, como ya es agua pasada, decidió por cuenta propia y de manera personal y sin margen de tolerancia a consulta o réplica ninguna que, antes de irse del Ejecutivo Federal, apenas a unos días de hacerlo, se impusiera como condición constitucional irrevocable esa democracia abierta de sufragio directo y a ciegas del electorado sobre todos los aspirantes a los cargos judiciales a renovar -donde los más prestos al protagonismo político entre los propuestos tendrían ventaja sobre los más aptos y discretos-, con la certeza de que su popularidad invicta -la de Andrés Manuel, claro está- lograría la mayoría legislativa calificada y absoluta del Constituyente federal para demoler hasta sus cimientos el régimen autonómico de imperiales privilegios defendido por la corrompida cúpula dirigente de Ministros de la Suprema Corte, aliada con los grupos oligárquicos y hegemónicos hasta antes de ser desplazados del poder del Estado nacional, en el 2018, por la izquierda obradorista, de cuyas recomendaciones y advertencias presidenciales (de autorreformar el Poder Judicial desde su autonomía, de no favorecer y liberar bajo amparos amañados a los grandes criminales ni oponerse al rescate de los patrimonios públicos depredados por la corrupción o atenerse, de hacerlo, a las consecuencias) se burlaron en todo momento los Ministros dueños de las decisiones constitucionales ‘soberanas’ castigando con toda suerte de sentencias arbitrarias y cifradas en convenientes criterios interpretativos de la norma superior, todas y cada una de las iniciativas de transformación de los sectores públicos estratégicos, como el energético, defendiendo las privatizaciones obradas por los regímenes neoliberales asociados con los corporativos nativos y globales beneficiarios del saqueo del país, y amparando de la persecución legal a delincuentes del narcoterror -asimismo protegidos por sus cómplices en Fiscalías y Gobiernos- y de la evasión fiscal.
Y entre los abusos de la corrupción jurisdiccional adversaria y los del obsesivo autoritarismo vengativo de la democratización presidencialista de la Justicia se derivó a un justicialismo político donde el proselitismo y el influyentismo de los principales grupos gobernantes y de la industria del crimen organizado bien pueden decidir a los primeros ganadores del cambio en el Poder Judicial de la Federación y de los Estados.
Y Claudia no puede ni podía oponerse a las inevitables consecuencias nocivas iniciales de la precipitación justicialista de Andrés Manuel. (Es prudente y es leal. Le debe su ascenso político. Y sabe cuándo y cómo resolver las diferencias con él sin afectar los códigos de su relación y su causa común.) Pero bien podría, eso sí, capitalizar las ventajas estructurales de la reforma del sistema -que despoja de sus consolidadas prebendas jerárquicas a sus tradicionales y voraces e intocables élites- y reparar de manera progresiva sus numerosas imperfecciones.
Porque fortaleciendo la estructura cupular del Poder Judicial federal (que en los términos de un sufragio popular adicto a las propuestas del actual Gobierno de la República y a las mayorías parlamentarias de su partido, dependería en gran medida de sus acuerdos con el liderazgo presidencial) habrían de irse resolviendo desde esa nueva dirigencia ‘soberana’ (con otros Ministros y otras autoridades superiores de control constitucional) los procesos depurativos y de perfeccionamiento de toda la trama judicial descendente federal y estatal. Se hubiese tratado de una transformación más operativa, austera, eficiente e independiente.
(Porque en México el federalismo sigue siendo una utopía o un idealismo retórico, más que una realidad histórica y un hecho idiosincrático consumado.
El poder político hegemónico sigue y seguirá imponiendo sus decisiones, y los Poderes Legislativos y Judiciales seguirán alineándose al control supremo de las decisiones políticas.
La equidad republicana, como la defensa verdadera de los derechos ciudadanos, depende de una conciencia crítica mayoritaria, propia de democracias civilizadas.
La erradicación de adicciones, patologías sociales y violencias criminales es imposible sin la eliminación de sus causas originarias, insiste en decir Claudia; sin alternativas espirituales y humanísticas de superación personal, el vicio y la delincuencia seguirán siendo las puertas de futuro de los infelices enajenados generacionales. Y sin conciencia crítica ni civilidad forjadas en el conocimiento formal y la enseñanza escolar, no habrá soberanías representativas de la voluntad general alternantes del predominio político y electoral cifrado en el manipuleo o el condicionamiento de la propaganda y las ofertas redentoras de este o aquel encantador de electores.
Claro: puede haber la influencia de un poder político más benigno y justo y más auténtico y popular que otro. Pero no dejará de ser hegemónico ni renunciará a sus alternativas fácticas de decisión, legitimadas en sus índices de popularidad más que en determinaciones constitucionales como la separación de Poderes.
Se defenderá el formalismo de la ley a toda costa en el discurso de la democracia progresista. Pero la voluntad mayoritaria aceptará el centralismo y el control político o la imposición superior de decisiones metaconstitucionales sobre investiduras republicanas ‘intocables’, si entiende que traducen sus criterios e intereses.
Es la democracia como autoritarismo popular y democrático. Es la democracia incivil de pueblos colonizados incapaces de evolucionar a sistemas cognitivos por lo menos cercanos o no tan lejanos a los de las naciones imperiales y colonizadoras y esclavistas mutadas en las más modernas potencias liberales y civilizatorias.)
No hay, pues, en México, soberanías legislativas y judiciales plenas y verdaderas. Pero bien puede avanzarse en sus valores democráticos y de justicia. Y en el caso del Poder Judicial bastaba por ahora con erradicar la corrupción y los privilegios en las estructuras superiores mediante procesos electorales debidamente organizados; y una vez instaurada la mayor legitimidad representativa de la soberanía judicial en sus niveles de decisión más altos y como nunca antes en la historia, dejar que sus responsables acometieran la sustitución progresiva de los juzgadores responsables de los tribunales inferiores.
Claudia, empero, sistemática y metódica cual es, podrá promover el ordenamiento ulterior de ese desconcierto electorero y de saldos infames de Magistrados y Jueces de la más abigarrada ralea en que se ha convertido la ocurrencia democratizadora con que su antecesor, Andrés Manuel, quiso escarmentar a fondo y de manera inolvidable y ejemplar a los remisos Ministros de la Corte que, altaneros e insultantes e invencibles y mezquinos junto a sus aliados de los máximos poderes fácticos y oligárquicos opositores, le declararon la guerra desde el inicio mismo de su gestión, confiados en la certeza de que nunca serían desplazados de la administración absoluta de los arsenales interpretativos y discrecionales de la Constitución que, por sus fueros y para tenerlos a merced del totalitarismo presidencialista, un día les regaló, con la etiqueta de soberanos, el entonces Presidente priista Ernesto Zedillo.
De modo que la Justicia, más allá del discurso oficialista, no puede sino seguir respondiendo al poder político que controle en su favor los procesos electorales, como ahora lo hacen los Gobiernos de Morena con las grandes mayorías del sufragio que siguen apostando por los candidatos que postule dicho partido, por nocivos y arribistas de última hora que sean, convencidas, en el alucine guadalupano de las perseverantes idolatrías mexicanas, de que el morenismo y la influencia beatífica de Andrés Manuel y de Claudia garantizan que los opositores conversos se purifiquen y que las acusaciones más objetivas contra los liderazgos más perversos -y ahora más numerosos gracias a la abundancia del presuroso oportunismo tránsfuga- son infundios de la malvada e incorregible y corrupta y desacreditada oposición de derecha (que sigue resistiéndose a subirse al pletórico tren de la regeneración moral para tricolorizarlo como partido único).
Y en la lógica de la calidad presidencial habría de ser, asimismo, la calidad de los Poderes Legislativos y Judiciales.
Pero no: si no hay calidad educativa ni conciencia crítica ni civilidad ciudadana ni electora, el federalismo y las soberanías republicanas propios de las democracias occidentales fuertes seguirá siendo un fracaso cultural, el sufragio seguirá dependiendo de la popularidad de partidos y liderazgos fuertes, y la Justicia será de mayor o menor valor según el del poder político del que, en lo esencial, seguirá dependiendo.
De la influencia presidencial en los gobernantes locales dependerá, pues, en importante medida, el valor de la Justicia en el entorno de esos Gobiernos. Y sobran las capacidades presidenciales, las legales y las no tanto, para ‘convencer’ a las autoridades estatales de hacer mejor las cosas, de combatir el crimen y la impunidad, de acercar más el derecho y las prerrogativas de todos y el interés público al mandato constitucional.
Y, por ahora, los candidatos del morenismo en el poder presidencial y en los de los Estados serán los ganadores de la politización electoral del Poder Judicial determinada por la reforma constitucional impuesta por Andrés Manuel. La Justicia será obradorista. Dominarán los Ministros, Magistrados y Jueces de la militancia de Morena, del mismo modo que, por decisión democrática de las Legislaturas, las Fiscalías autónomas dependen en absoluto del poder político federal y de las entidades federativas.
SM