El bestiario
Donald Trump, en Estados Unidos, y Jair Bolsonaro, en Brasil, pretendieron transformar a los seres humanos en mercancía según la lógica de los mercados. Pocos libros pueden resultar más tentadores e interesantes para entender la crisis del coronavirus y la deriva totalitaria de los Estados que ‘Psicopolítica’ de Byung-Chul Han. El filósofo coreano ha sido una de las figuras intelectuales más socorridas durante la pandemia. El estilo incisivo, sentencioso y cortante, se ha convertido en una de sus señas de identidad. Recuerda a Nietzsche en sus aforismos, al Guy Debord de ‘La sociedad del espectáculo’ y a Baudrillard en ‘El crimen perfecto’ —“ya no tenemos los medios para parar los procesos que se desarrollan sin nosotros”, concluyen ambos—. En todos sus textos late una preocupación por la sociedad del espectáculo manifestada en el fenecimiento del alma y de la identidad humana. Pero quizás sea ‘Psicopolítica’ el texto que mejor refleje los nuevos cambios en materia de biopolítica que, de un tiempo a esta parte, con la pandemia como telón de fondo, se están llevando a cabo en todo el mundo.
‘Capitalismo y esquizofrenia’ fue, seguramente, la obra de mayor trascendencia de Gilles Deleuze y Felix Guattari. Deleuze y Guattari quisieron, en la década de los ochenta, en el marco de las revoluciones neoliberales, y siguiendo el esquema kantiano de la ‘Crítica de la razón pura’, elaborar un marco teórico sobre la alianza entre capital y deseo. Aunque el objeto, en primera instancia, era el marco del psicoanálisis como instrumento de dominación capitalista, posteriormente fueron ampliando su marco de acción para hacerlo extensible al control de nuestros anhelos y caprichos. Los autores proponen un análisis del capitalismo fundamentado en una red de conceptos: “máquinas deseantes, sociales, y capitalistas”, “desterritorialización”, “esquizofrenia”… El capitalismo afectivo ha sido uno de los grandes triunfos del sistema liberal desde el siglo XXI: El capitalismo industrial muta en neoliberalismo o capitalismo financiero con modos de producción posindustriales, inmateriales, en lugar de trocarse en comunismo. El neoliberalismo y no la revolución comunista, elimina la clase trabajadora sometida a la explotación ajena. Hoy cada uno es un trabajador que se explota a sí mismo en su propia empresa. Somos nuestro propio amo y esclavo.
El capitalismo afectivo introduce un régimen de control sutil: prescinde de la coerción directa para, mediante la seducción, conquistar cada parcela de la existencia humana. Se explota todo aquello que pertenece a prácticas y formas de libertad, como la emoción, el juego o la comunicación. No resulta práctico explotar a alguien en contra de su voluntad, por ello, en la explotación ajena, el producto final es exiguo. Explotando la libertad se genera mayor rendimiento del individuo. El sistema capitalista optimiza resultados jugando con las emociones para obtener mayores índices de productividad y de rendimiento. La racionalidad se percibe como coacción, como obstáculo. De repente, tiene efectos rígidos e inflexibles. Ser libre implica incluso dejar paso libre a las emociones. El hecho de que hay que ser competitivos no es solo un elemento económico, sino que es un elemento cultural, de transformación cultural y ahí está la famosa frase de Margaret Thatcher de “la economía es el medio, el objetivo es cambiar el alma”. Occidente está repleto de “coaches”, de trabajadores dedicados al “coworking” o al “networking”, que son “proactivos” y “resilientes”. En esta pandemia se exalta precisamente el ritmo desenfrenado de la producción cuando las condiciones sociales y económicas de muchos ciudadanos son pésimas.
Santiago J. Santamaría Gurtubay
Lo fiamos todo a una “cultura del esfuerzo” que puede ser falaz puesto que obvia factores económicos, sociales, personales y políticos que impiden que muchos sujetos consigan sus objetivos. Como subraya el ensayista y poeta Alberto Santamaría, “el neoliberalismo ha tocado el nervio humano en la medida en que ha llevado al ser humano a una precariedad psicológica y emocional, que ha generado un problema. Por ejemplo, la felicidad ha pasado a ser clave en todos los debates”. Ideas que recuerdan enormemente a las de la citada ‘Psicopolítica’ del autor coreano, sobre todo a la explotación de la emoción como el más eficaz y mejor modo y medio de producción. ¿Un ejemplo? El ya conocido “saldremos más fuertes” del Gobierno de España. El neoliberalismo actual, en palabras del filósofo coreano, “presupone las emociones como recursos para incrementar la productividad y el rendimiento. La racionalidad se percibe como coacción, como obstáculo”. Gracias a estas técnicas propagandísticas, nos volvemos más volubles ya que la emoción camina de la mano con la libertad. El capitalismo afectivo se sirve de la falsa conciencia del libre albedrío. Se celebra la emoción como una expresión de la subjetividad libre. La técnica de poder neoliberal explota esta subjetividad libre. Los ciudadanos se alientan los unos a los otros a ser positivos; y la psicología positiva se instaura como un brazo armado del liberalismo.
La felicidad es un proyecto, una idea que requiere atención permanente. Si no se es suficientemente inteligente o hábil para conseguir cada uno sus metas, la culpa es de uno mismo, porque el sistema pone a cada uno los mecanismos necesarios para su desarrollo. Esta función está siendo explotada por los gobiernos en pandemia. Se vende la tragedia como una oportunidad de crecimiento, incluso cuando las propias condiciones laborales de los ciudadanos llevan décadas en entredicho. La realidad es que estamos cada vez más solos. La soledad la encontramos en todas partes y no ha llegado el momento de ponerle fin. Todos aspiramos a diferenciarnos de la masa, convertirnos en objetos de adoración y gozar individualmente de la plenitud de la vida a través de la mirada del otro. Sin embargo, cuando nos esforzamos, lejos de conseguir nuestro objetivo, anestesiamos totalmente nuestra alma. Lejos de construir nuestra personalidad de adentro hacia afuera, lo hacemos a la inversa. En el siglo XXI, el ser humano se ha fraccionado en pequeñas piezas. Por ello romantizamos la soledad, y durante el confinamiento se nos ha insistido en que aprovechemos para estar con nuestra familia. Desde algunos medios de comunicación incluso ha habido eslóganes publicitarios que subrayaban la necesidad de aprovechar estos momentos únicos y dejemos de lado la ansiedad, el miedo, la tristeza: la depresión, a fin de cuentas. Se nos exige que nos hagamos cargo de nosotros mismos y superemos nuestros traumas. Con la “happycracia” aislamos las emociones del trabajador, le colocamos a su alrededor un cordón sanitario, queremos que viva el “aquí y el ahora”. El mapa emocional generado por el daño no importa. Las cicatrices de cada uno se “trabajan” y se han de “superar” a riesgo de representar un peligro y un ser extraño para la comunidad. En la biopolítica actual, en la que uno es una bestia de carga, las emociones pueden ser molestas. Por eso hay que eliminarlas.
Celebrar el fin de la pandemia cuando haya perdido su negocio, su trabajo o a varios familiares por culpa del virus
La esterilización cognitiva se realiza creando una máquina sin sentimientos a partir de una masa informe. Las máquinas funcionan mejor cuando se desconectan totalmente de sus emociones y sentimientos para que el ser humano como empresario de sí mismo sirva a los demás. No es casual que estemos en una sociedad cada vez más medicada y en la que las enfermedades mentales crezcan: atomizar al individuo, considerarlo un sujeto de rendimiento implica enormes desconexiones con su entorno y consigo mismo. En el Occidente actual, gran parte de los trastornos psicosomáticos nacen de la conversión de la persona en sujeto de rendimiento, como ha ido sucediendo desde que estalló la pandemia. La crisis del coronavirus ha deteriorado aún más los lazos comunitarios. Estaremos mucho más tristes y más solos y, seguramente, muchos nos dirán, cuando todo esto haya pasado, que tenemos que estar felices, ignorando lo que viene. Nicholas Christakis apunta que tras la pandemia habrá una época de desenfreno sexual y económico. Nicholas Christakis es un sociólogo y médico estadounidense conocido por sus investigaciones sobre las redes sociales y sobre los determinantes socioeconómicos, biosociales y evolutivos del comportamiento, la salud y la longevidad. Manuel Arias Maldonado, filósofo español, en ‘Teoría de la pandemia’, escribe que “entra dentro de la lógica humana pensar que el fin de una tragedia conduce al festejo”. Habrá que hacerse la pregunta de cuánta gente estará dispuesta a celebrar el fin de la pandemia cuando haya perdido su negocio, su trabajo o a varios familiares por culpa del virus. Habrá que valorar las depresiones, los ataques de pánico, de ansiedad o el estrés postraumático como consecuencia de lo sucedido
La inteligencia artificial puede influir en los aspectos cotidianos. Ahora es posible rastrear y analizar cada movimiento de un individuo al instante. El Gobierno chino está instalando cada vez más cámaras en las calles y en los edificios públicos y está potenciando los algoritmos de reconocimiento facial para captar datos de sus ciudadanos e identificarlos más fácilmente. De hecho, este es el tipo de información que va a impulsar el sistema de crédito social de China, que espera que dé a cada uno de sus mil cuatrocientos millones de ciudadanos una puntuación personal basada en cómo se comportan, si fuman en espacios públicos no habilitados para fumadores o qué tiempo emplean jugando a videojuegos. Si esta medida se ha implantado en el gigante asiático, que se haga en otros lugares del mundo es cuestión de tiempo. Estos avances impactarán enormemente en el ordenamiento jurídico de los Estados: la colisión de derechos fundamentales como el de la intimidad o la libre circulación entrarán en conflicto con la “seguridad nacional” o la ya célebre “razón de Estado”. Gracias al Big Data, China está construyendo ese gran Estado totalitario que denunciaron escritores como Arthur Koestler o Vasili Grossman. El Big Data es el análisis masivo de datos. Una cuantía de datos, tan sumamente grande, que las aplicaciones de software de procesamiento de datos que tradicionalmente se venían usando son incapaces de capturar, tratar y poner en valor en un tiempo razonable. Igualmente, el mismo término se refiere a las nuevas tecnologías que hacen posible el almacenamiento y procesamiento, además de al uso que se hace de la información obtenida a través de dichas tecnologías.
Elon Musk, Bill Gates y Steve Jobs y sus actividades filantrópicas que enmascaran un mesianismo y un ego sin precedentes
Mientras escribo este texto pienso en ‘El Círculo’, como una de las novelas, —dejando de lado 1984 o Un mundo feliz— que mejor ha reflejado la impostura y represión de los regímenes de vigilancia del poder estatal a través de la tecnología. Publicada en 2013 por David Eggers, escritor de Boston, Estados Unidos, ofrece una imagen de nuestras experiencias digitales diarias, ayudándonos a imaginar una sociedad en la que la esfera privada haya desaparecido del todo. La protagonista de la novela, Mae Holland, llega al Círculo: una empresa tecnológica que se compone de multitud de restaurantes, gimnasios, laboratorios de investigación y opciones recreativas, así como de modernos edificios de oficinas de alta tecnología y salas de conferencias; sin embargo, en poco tiempo, Mae comienza a sentir que su estancia en el Círculo no es como lo imaginaba: los lazos personales apenas existen y, si los hay, se forjan para el beneficio de la empresa. Deseosa de ser aceptada, deja de lado su vida privada y empieza a preocuparse por tener un perfil atractivo en las redes sociales. El campus de la novela parece un cruce entre Google, Facebook, Netflix o Tesla. Ofrece atención médica gratuita, entrenadores personalizados, alojamiento, así como los últimos teléfonos inteligentes y tablets para todos sus empleados.
El objetivo en ‘El Círculo’ es el mismo que el de Elon Musk, Bill Gates o el de Steve Jobs: utilizar la vertiente seductora del capitalismo para llevar a cabo actividades filantrópicas que enmascaran un mesianismo y un ego sin precedentes. Todos desean salvar el mundo creando herramientas que pongan de relieve sus buenas intenciones como prevenir secuestros o vigilar a los líderes políticos. Pero la otra cara es que la ansiedad se reproduce en la empresa debido a la obsesión por ser productivo. Se comienza creando una “cultura de empresa” en la que todos los trabajadores entregan su alma para un proyecto superior. El Círculo refleja lo mucho que adora la era digital el intercambio de información: tiene una visión social y un código moral distintos de los que hemos conocido. Compartir datos encarna una nueva cultura social, en la que cualquier esperanza de mejora se deberá a las innovaciones tecnológicas. La información perfecta podría ofrecer una respuesta tecnológica adecuada a los mayores desafíos de la humanidad: cambio climático, crimen organizado, violencia intrafamiliar, corrupción gubernamental y en la lucha el coronavirus. Pero la información perfecta requiere participación y total transparencia por parte de todos. Por lo tanto, compartir información se convierte en una obligación civil y un imperativo ético. Los eslóganes de ‘El Círculo’ declaran que “la privacidad es un robo”, “los secretos son mentiras” o “compartir es cuidar”. La falta de participación se considera egoísta, desconsiderada y antisocial. Las preferencias del individuo sobre su intimidad ya no importan: interesa su posición en la red, que se conecta con la de los demás trabajadores para conseguir beneficios. La pujanza del nuevo gobierno corporativo durante la pandemia logra que nos enfrentemos a una serie de poderes todavía difíciles de precisar.
Las ‘fake news’ se han amplificado con las redes sociales, ya no queremos debatir con nadie que piense distinto a nosotros
Para maximizar los beneficios, las empresas tecnológicas tienen que facilitar contenido violento. El ‘engagement’ propicia la aparición contenido que genere la mayor respuesta de tantas personas como sea posible. El ‘engagement’ es un constructo psicológico que significa conexión emocional, pero que hace referencia a cuán activamente se encuentra involucrado el individuo en una determinada actividad. Esto desencadena automáticamente principios algorítmicos que generan un comportamiento extremo o emocional a través de contenido emocional igualmente extremo. Uno de los grandes triunfos del sistema liberal actual es la de haber convertido al ser humano actual en su propio empresario y haber puesto toda su psique a su servicio. El capitalismo no nos impone ningún silencio. Al contrario: nos exige compartir, participar, comunicar nuestras opiniones, necesidades, deseos y preferencias; esto es, contar nuestra vida. Pensamos que el siglo XXI nos conducía hacia la democracia cibernética y el libre acceso al conocimiento y, en cambio, hemos acabado con una especie de feudalismo construido, paradójicamente, sobre la libertad.
El coronavirus ha pillado en medio de un cambio de modelo productivo. Nos encontramos en una década en la que el modelo de producción ha evolucionado. La plataforma Zoom marca el modelo para el que nos están disciplinando: “Estamos frente a un cambio de la importancia de la transición del fordismo al toyotismo. Este cambio tiene el objetivo de inmovilizarnos lo suficiente para no detener la producción y el consumo, pero sí reducir la propagación del virus humano, el cual se ha inoculado en el medio ambiente haciéndolo inhabitable y cada vez más devastado para su aprovechamiento. Una microeconomía del autoencierro está ya en marcha, el zoomismo. Este sería el modo de producción a través del autoencierro, el cual además incrementa la plusvalía porque se transfiere a los trabajadores los gastos de operación de las oficinas corporativas: luz, internet, agua y hasta café. Sin traslados ni salidas nos hacemos más productivos. La cuarentena actual nos disciplina para la inmovilidad”.
El consumo se maximiza y se potencia, no se genera escasez sino abundancia, incitándonos a consumir cada vez más
Varios son los ejemplos que podemos usar para elaborar un paralelismo entre los algoritmos y el Big Brother orwelliano. El consumo, como hemos manifestado antes, se maximiza y se potencia. No se genera escasez sino abundancia, incitándonos a consumir cada vez más. El principio de negatividad del Estado vigilante de Orwell cede ante el principio de positividad. No se reprimen las necesidades, sino que se estimulan. Y aquí los algoritmos juegan un papel fundamental. Ante esta cultura de exposición del yo en internet, los algoritmos, de la mano del Big Data, escanean cada una de las necesidades de sus ciudadanos. Jugando con nuestros anhelos y frustraciones, miedos y conflictos, proyecta su poder también de forma sutil. En el panóptico digital nadie se siente realmente amenazado o vigilado. De ahí que el término Estado vigilante no sea apropiado para caracterizar al panóptico digital. La ludificación, en apariencia de las redes sociales, domina al ser humano. Con la lógica de la gratificación de los me gusta y de los comentarios, el algoritmo despliega todas sus técnicas de ingeniería social para destruir la comunicación humana. La microfísica del algoritmo pergeña microacciones que escapan a nuestra conciencia. El algoritmo pone de manifiesto patrones de comportamiento colectivos de los que el individuo no es consciente. De este modo se podría acceder al inconsciente colectivo. La psicopolítica digital sería entonces capaz de apoderarse del comportamiento de las masas a un nivel que escapa a la conciencia. Big Brother (conocido en castellano como Gran Hermano o, en su traducción correcta, Hermano Mayor) es un personaje de la novela de George Orwell ‘1984’ (1949) y, por tanto, también de las películas del mismo nombre basadas en dicha novela. Es el ente que gobierna a Oceanía según el Ingsoc. Si bien nadie lo conoce, la presencia del Hermano Mayor o Gran Hermano es una constante a lo largo de toda la novela, apareciendo constantemente a través de las telepantallas en la fuerte propaganda del partido único Ingsoc y en enormes murales en cada rincón de la sociedad descrita por Orwell. Big Brother es un personaje de la novela de primera importancia, del mismo nivel que el protagonista, Winston Smith. De carácter omnipresente es, junto con Emmanuel Goldstein, el fundador del Partido que todo lo controla. Su existencia es enigmática, pues nunca llega a aparecer en persona ni a decirse su nombre real, tratándose simplemente de una invención por parte del Partido para ser utilizada como arma propagandística e infundir a la población confianza a la vez que temor y respeto (el Miniver o Ministerio de la Verdad se encarga de cambiar la historia y el presente, según cómo van variando las circunstancias). Para crear este personaje, Orwell se inspiró en líderes totalitarios caracterizados por infundir una política de miedo y de extremada reverencia hacia sus personas, educando a la población a través de una propaganda gubernamental intensiva en valores colectivistas donde pensar individualmente sea visto como una traición a la sociedad. Hace especial reminiscencia a gobernantes del comunismo y del fascismo tales como José Stalin o Adolfo Hitler, siendo en particular Stalin quien tiene más similitudes con el personaje de la novela ya que Orwell critica a este personaje ya que era partidario de León Trotsky, que en la novela es representado por Emmanuel Goldstein. Debido a la fama de la novela, el nombre de este personaje es de uso frecuente para referirse a gobiernos autoritarios o que vigilan excesivamente a sus ciudadanos, así como al control sobre la información que estos ejercen. También se usa para referirse a personas u organizaciones que ejercen una vigilancia que se percibe como excesiva o peligrosa o invasiva de la intimidad.
Los algoritmos no solo tienen cada vez más peso en el marketing empresarial sino también a la hora de configurar los debates políticos. El Brexit no fue solo un proyecto político: también jugó con los sentimientos y miedos de los ciudadanos británicos, días antes de hacerse oficial la salida de Reino Unido de la Unión Europea. Lo mismo se puede predicar de la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de 2016. Los medios de comunicación, así como los departamentos de comunicación favorables al Brexit y a Trump, llevaron a cabo una intensa campaña de crispación social. Las ‘fake news’ se ha amplificado con las redes sociales. Ya no queremos debatir con nadie que piense distinto a nosotros. Ahora mismo, los debates judiciales son intensos en Occidente sobre los delitos de incitación al odio cometidos en las redes sociales: por un lado tenemos la visión de muchos juristas de proteger el discurso, la deliberación pública, independientemente de su virulencia y, por otro lado, quienes valoran más el daño que pueda generar al núcleo social.
La dimensión de las guerras culturales cobra su máximo apogeo en Twitter y Facebook, amplificándose el “ellos” contra “nosotros
El control de las redes sociales no solo lo encontramos en las dictaduras: también las democracias, con la extrema derecha y la extrema izquierda en parlamentos cada vez más fracturados, desconfiadas ambas de los sistemas democráticos, a menudo usan estas herramientas para intentar cercenar la libertad del contrario. La dimensión de las guerras culturales cobra su máximo apogeo en Twitter y Facebook, amplificándose el “ellos” contra “nosotros”. La pandemia ha sido otro pretexto para incidir en ese control. Eso también es psicopolítica. Y ni Twitter, Facebook o YouTube rinden cuentas por ello. La psicopolítica propicia que millones de sujetos neuróticos y atormentados lancen noticias sin contrastar con el fin de generar pánico. La masa deviene en sujeto político. Se vuelve cínica y atormentada. Los contratos sociales se han deteriorado. Cuanto más temerosos estamos, más necesitamos tirar de prejuicios y de categorizar para sentirnos más seguros. El nihilismo de nuestros tiempos es la respuesta al descrédito político, el retrato de una bancarrota social. Nos sirve para reconocer nuestra época y entender los días grises que atraviesan el ser humano y la vida pública. Durante el desarrollo de la crisis, hemos asistido a la consolidación del chivato de balcón, ese émulo de Robert de Niro en Taxi Driver destinado a ajusticiar a todo aquel que cometa la osadía de retrasarse a la hora de bajar la basura, o en pasear con su hijo autista.
Al pasar a un mundo virtual, que es donde esa “masa” se reúne, prácticamente, vamos hacia un estado de privación radical del Otro y de cualquier otra idea. Nos mudamos a un mundo en el que las ideas, los sueños, las fantasías o las utopía serán erradicadas. Nada sobrevivirá. Ni siquiera tendremos tiempo suficiente para procesar lo que acontece, porque lo virtual ha perfeccionado la muerte del símbolo de la seducción, de la ironía, y ha acabado también con la narración del hecho, y la congruencia empleada en el razonamiento lógico. En un mundo en el que, como decía antes, se exalta cada vez más la emoción en detrimento de la razón, la red ha dado pábulo a que, en las discusiones, partan de la premisa de que cada uno puede decir lo que quiera aunque esté errado, simplemente, porque se siente de tal manera. Y pobre del que alce la voz. Chul-Han escribe en ‘La sociedad de la transparencia’ que “la discursividad de la transparencia es una coacción sistémica que pretende apoderarse de todas las acciones sociales productoras de sentido, sometiéndolas a un profundo cambio para hacerlas uniformes, operacionales y optimizadas en transacciones de eficiencia. Para lograrlo es necesario despojar a la acción social de cualquier negatividad de lo otro o lo extraño, rechazando cualquier tipo de alteridad, pues esto perturba y retarda la lisa comunicación de lo igual”. Claro, “la sociedad positiva propugna por una igualdad de entendimiento, una igualdad ‘transparente’; por el contrario, la sociedad negativa, mediante la autonomía, busca aceptar en el otro lo que no entendemos, formando una igualdad opaca”.
Hoy, bajo la apariencia del libre consentimiento toda injusticia se puede perpetrar apelando a la “libre elección del individuo”
Los algoritmos han captado la lógica posmoderna de la sociedad actual. Esa tendencia hacia “lo igual” es captado por la máquina, que revela nuestros comportamientos, haciéndonos de espejo, aprovechando la virulencia del contenido para maximizar resultados y analizar patrones de conducta. Las empresas tecnológicas necesitan mayor conectividad entre los usuarios para facilitar más contenido. Esto desencadena automáticamente principios algorítmicos que generan un comportamiento extremo o emocional a través de contenido emocional igualmente extremo que beneficia al neofascismo. Al someter nuestro cuerpo y nuestras emociones a estadística pura, los algoritmos, como el Big Data, no acceden del todo a nuestras emociones: “No provee ningún material para el psicoprograma de la población. La demografía no es una psicografía. No explora la psique”. En esto reside la diferencia entre la estadística y el Big Data, puesto que “con el Big Data es posible no solo construir un psicoprograma individual, sino también el psicoprograma colectivo, quizás, incluso el psicoprograma de lo inconsciente”. El algoritmo, mediante la aplicación de sofisticadas técnicas de manipulación intenta hacer visible la actual sociedad de la transparencia y de la información: “Si todo ha de ser visible, las desviaciones apenas son posibles. De la transparencia surge una coacción a la conformidad que elimina lo otro, lo extraño”. Asimismo, “el Big Data no tiene ningún acceso a lo único. El Big Data es totalmente ciego ante el acontecimiento. No lo estadísticamente probable, sino lo improbable, lo singular, el acontecimiento determinará la historia, el futuro humano. Así pues, el Big Data es ciego ante el futuro”.
En el siglo del “solucionismo” tecnológico, la máquina solamente se encarga de sustituir a la política. Reproduce la misma lógica que el sistema liberal: el fin de la historia. Como el filósofo francés Gilles Deleuze escribió en su momento sobre el capitalismo, la máquina se ha convertido en la verdad universal a la que todos tenemos que creer. Es la encargada del control social. Conoce nuestros deseos y preferencias. Ha sustituido las formas tradicionales de control de los espacios abiertos y desterritoralizados, por un poder invisible. A diferencia de lo que sucedía en la sociedad disciplinaria, en la sociedad actual de control, el énfasis del control no radica en controlar las salidas de los individuos de las instituciones, sino su salida. Mientras en épocas pasadas, los crímenes se basaban en la coacción, hoy, bajo la apariencia del libre consentimiento toda injusticia se puede perpetrar apelando a la “libre elección del individuo”.
La “necropolítica” es la privatización de todos los servicios públicos, una política que aúna la pobreza masiva y la división de clases
En este marco de neurosis colectiva, la “necropolítica” y el comercio de los muertos del dolor y del espectáculo, se han apoderado de la vida pública desde la pandemia. La necropolítica define con precisión las formas tomadas por los recortes en sanidad, educación y ayudas para la dependencia en Occidente, tras la gran recesión. Su máxima es dictaminar qué vidas son dignas y cuáles no sobre las bases del racionalismo económico. Su resultado es la privatización de todos los servicios públicos, una política que aúna la pobreza masiva y la división de clases. Achilles Mbembe es un filósofo camerunés, teórico político, e intelectual público, fue quien inventó el término necropolítica para hacer referencia a esta variante del capitalismo en su libro ‘Necropolítica’. La pandemia cambiará la forma en que nos relacionamos con nuestro cuerpo, puesto que este se ha convertido en una amenaza para nosotros mismos y para la sociedad: “Ahora todos tenemos el poder de matar. Una potestad que ha sido completamente democratizada. El confinamiento es, precisamente, una forma de regularlo”, declara Mbembe. También el virus supone una vuelta de tuerca al concepto de la Nuda Vida del filósofo italiano Giorgio Agamben, como la vida expuesta a la muerte mediante la violencia del soberano, del Estado, quien decide, mediante un estado de emergencia, qué vidas tienen más valor que otras. Agamben lo explica de esta manera: “Tal vida se sitúa en cierto modo en la encrucijada entre la decisión soberana sobre esa vida suprimible impunemente y la asunción del cuidado del cuerpo biológico de la nación, y señala el punto en que la biopolítica se transforma necesariamente en tanatopolítica”.
Otro debate que evoca la necropolítica es la cuestión de cuál debe ser en este momento la prioridad de la política: salvar la economía o salvar a la población. Los Gobiernos de Jair Bolsonaro y de Donald Trump han sido un ejemplo. La necropolítica busca transformar a los seres humanos en mercancía según la lógica de los mercados. Es una nueva variante de la biopolítica de Foucault, en el que vida pierde toda su esencia y las instituciones financieras —como el Fondo Monetario Internacional— manejan la economía de un país. Mbembe habla en su libro de habla de una “economía de concesiones”, hecha de “monopolios lucrativos, contratos y acuerdos secretos y favores ilícitos que lejos de suponer una marginalización, consisten en una unión y solapamiento de las «redes internacionales de traficantes e intermediarios extranjeros y los negociantes y tecnócratas locales”. Ya no solo opera en el Tercer Mundo. Occidente, actualmente, es la máxima expresión de la necropolítica. El coronavirus está demostrando la ausencia de cohesión de las instituciones de los Estados europeos en la actualidad. Sin apenas clases medias tras el fin de la gran recesión, el deterioro institucional será mayor. La pésima gestión de la pandemia por parte de una Unión Europea que sigue sin enterarse de qué va esto —el último espectáculo de las vacunas ha sido dantesco— alimenta la sensación de que ni hay plan ni hay alternativa a lo que ofrecen desde Bruselas y Estrasburgo.
El biocapital hará más que evidente la enorme brecha existente entre los Estados occidentales y los del Tercer Mundo
En el régimen biopolítico actual, la epidemiología, de la mano del solucionismo, es una de formas más completas de la influencia ejercida desde finales del siglo XIX en las ciencias sociales. Como bien apunta Roberto Espósito, un filósofo italiano, especialista en filosofía moral y política, se está produciendo un doble proceso de medicalización de la política y politización de la medicina: “La política, desvaneciendo sus coordenadas ideológicas, ha acentuado cada vez más un carácter protector contra riesgos reales e imaginarios, persiguiendo temores que a menudo se produce a sí misma”. El biocapital construye una “fórmula de capitalismo que hará más que evidente la enorme brecha existente entre los Estados occidentales y los del Tercer Mundo: los primeros podrán acceder a las últimas innovaciones en la materia, y los últimos, no. El virus entiende de clases. ¿Todavía hay alguien que piense que nos hará mejores?
Las palabras de Aristóteles sobre los contornos cada vez más difusos entre oligarquía y democracia —“el hecho de que unos pocos o muchos gobiernen es accidental para la oligarquía y la democracia: los ricos son pocos en todas partes, y los pobres, muchos”— son una prueba de hasta qué punto, un nuevo mundo globalizado, con comunicaciones al instante, en el que cada vez surgen más oportunidades, presuntamente, de prosperar, pueden acotar cada vez más las diferencias entre democracia, libertad y progreso, beneficiando a una élite a la que poco le importa la existencia de un gobierno democrático, así como de una dictadura, porque sus derechos seguirán intactos. Las diferencias entre oligarquía y democracia son mucho más sutiles de lo que pensamos. La democracia necesita clases medias fuertes. Y para la democracia liberal, la sociedad se ha de estructurar de tal forma que la ciudadanía pueda subir y bajar del escalafón social. Sin embargo, en vez de separaciones bien definidas entre clases, lo que tenemos son muchos tonos grises, con la mayoría de la gente arracimada en el medio. Fuera de esa franja estrecha la democracia es un fraude.
Antiguamente, la formación separaba a gobernantes y gobernados, los gobernantes guiaban a masas analfabetas
A medida que aparezcan nuevas y amedrentadoras formas de estratificación económica —el coronavirus acentuará más esa brecha entre “señores” y “vasallos”— y social en un mundo cada vez más basado en la capacidad de manejar y analizar cantidades ingentes de información, también puede emerger una nueva política para nosotros, menos parecida a la que imaginaron los teóricos de la democracia. Antiguamente, la brecha que separaba a gobernantes y gobernados radicaba en su formación: los gobernantes a menudo eran personas que guiaban a las masas analfabetas. Pero esa élite intelectual hace tiempo que fue sustituida por las élites económicas, con lo que esos abismos análogos entre gobernantes y gobernados se diluyen gracias a la globalización. Fosas en las que las decisiones de los gobiernos pueden no ser tan significativas como décadas atrás. La pandemia ha llegado en un momento histórico en el que, en política exterior, el Estado nación está resurgiendo y acelerando el desgaste de las organizaciones internacionales —el Brexit ha herido de muerte a la Unión Europea, la OTAN, en palabras de Macrón, “está en muerte cerebral” y la ASEAN se muestra incapaz de hacerle frente a China— o la aparición de hegemones a nivel regional en el Pacífico y Oriente Medio, como China e Irán. Es posible que la política exterior actual no sea ni “moderna” ni «”posmoderna” y sí más “clásica”: antiguas potencias imperiales como Rusia, Turquía, India e Irán —además de China— están creciendo cada vez más, desplazando el eje de la política de Europa a Oriente Medio hasta llegar al Sudeste Asiático.
Que Joe Biden haya ganado las elecciones estadounidenses es una buena noticia, porque puede ser posible que se retome la alianza especial entre los presidentes demócratas con sus correligionarios europeos. Uno de los grandes errores de Trump como presidente fue el de haber abandonado a sus socios europeos e insistir en una política de suma cero con China, en el que una de las dos partes ganaba o perdía. En cambio, un régimen de libre comercio con China habría aumentado la participación americana en el Sudeste Asiático y en el Pacífico, protegiendo a dos de sus aliados estratégicos como India y Japón; un sistema de libre comercio con Europa podría frenar la creciente influencia china en Europa.
No se puede coger una pizarra en blanco y pensar que lo que vale en Europa y Estados Unidos sirve en otros lugares del mundo
El realismo político ama el equilibrio de poder, una perspectiva política arraigada en la tragedia y la aceptación modesta de lo posible. Trump, como iletrado que es, no lo ha sabido ver. Trump, como Obama y Clinton, en su momento, ha obviado que China juega con otras reglas: no aspira a ser una potencia revolucionaria ni a exportar su modelo de Estado. No tiene el idealismo de Europa y Estados Unidos en materia de derechos humanos, porque nunca han tenido una tradición e instituciones que desarrollasen esos derechos humanos. Su objetivo es hacer negocios y llevar a cabo un capitalismo práctico sin alterar el statu quo de otros países. Por ello, la defensa de los derechos humanos y de la democracia liberal en aquel país no es realista; supone no entender la mentalidad del pueblo chino y del confucianismo en particular. Además, las experiencias en Oriente Medio tendrían que haber servido a Occidente en este sentido. No se puede coger una pizarra en blanco y pensar que lo que vale en Europa y Estados Unidos sirve en otros lugares del mundo. Raymond Aron fue inteligente cuando escribió sobre las “coacciones del pasado” de los pueblos. El arte de gobernar en la actualidad implica aceptar un determinismo parcial que reconozca diferencias obvias entre grupos y regiones, sin hacer apuestas temerarias basadas en la esperanza. La política internacional, a diferencia de la política interior, está rodeada de incertidumbre. La intuición en estos casos juega un papel fundamental. Estados Unidos, con su machacona tendencia a dividir el mundo entre buenos y malos, se asemeja más al espíritu de los monjes medievales que al de Maquiavelo y los pragmáticos renacentistas reivindicados por James Madison, Thomas Jefferson o Alexander Hamilton.
En el caso de Europa, la falta de flexibilidad de la Unión Europea, su inmovilismo, es sinónimo también de fatiga. Alemania ya no oculta la imposibilidad de que la Unión Europea tenga una política de defensa estratégica autonómica. Esto es la prueba de que en Bruselas reina el fatalismo. Y no es cuestión de ser agoreros: basta con leer la historia para entender cómo funcionan sus ciclos. Las civilizaciones nacen, crecen, tienen épocas prolongadas de bonanza y finalmente decaen. Oswald Spengler lo expresó a la perfección en La decadencia de Occidente. Hay analogías más que interesantes entre el sentimiento de desarraigo que Spengler plasmó en su célebre obra y en la Europa actual, como la reacción de las élites ante las masas y su desconfianza en ellas. La Europa de la década de los veinte y treinta del siglo pasado estaba muerta en todos los sentidos. Hubo potencias vencedoras y vencidas. Pero nuestro estilo de vida había desaparecido en todos los sentidos. Los mandarinatos culturales y políticos de nuestro continente solo prestaron atención a los totalitarismos nazi, fascista y comunista cuando tomaron el poder.
Europa debe recuperar el espíritu que le llevó al éxito tras la Segunda Guerra Mundial ante la crisis económica que traerá el virus
Las élites de Bruselas, en la actualidad, como las del primer tercio del siglo XX, han dejado de lado los valores europeos. Su discurso no llega. Aburren. Transmiten apatía. No tienen una política que calme el desencanto de los euroescépticos. Ignoran las guerras culturales y están perdiendo la batalla política contra China y Rusia. Oswald Spengler fue un filósofo e historiador alemán, cuyos intereses incluían las matemáticas, la ciencia y el arte. Es recordado principalmente por ‘La decadencia de Occidente’, publicada en dos volúmenes, en 1918 y 1922. Referenciaba en su ensayo que la clase dirigente de la Unión Europea parece haber adoptado la indolencia, la resignación y el relativismo moral. Europa debe recuperar el espíritu que le llevó al éxito tras la Segunda Guerra Mundial para afrontar la devastadora crisis económica que traerá el virus. Pero ha preferido seguir apostando por las fórmulas que la han conducido al colapso. Urge un New Deal a nivel europeo, pero no hay en la Unión Europea ni entre los Estados miembros un mandatario que pueda estar a la altura de las circunstancias.
La teoría del cisne negro desarrollada por el investigador, filósofo y matemático libanés, nacionalizado estadounidense, Nassim Taleb, nos introdujo en los sucesos impredecibles, atípicos, pero que están asociados a un gran impacto, como la terrible gripe del 18 o los atentados de las Torres Gemelas. El nombre de “cisne negro” procede de la impredecible observación de los primeros cisnes negros (en Australia), una vez aceptado en el “Viejo Mundo” que los cisnes solo podían ser de color blanco. Un “cisne negro” también se caracteriza por ser predecible en retrospectiva, es decir, puede explicarse el por qué una vez que ha sucedido. Es impredecible, tiene un gran impacto pero, una vez que se conoce, tiene una explicación.
Un cisne negro, un suceso impredecible cuya magnitud en el ámbito de la salud o de la economía ha tenido dimensiones descomunales
Son numerosas las voces que identifican la pandemia de Covid-19 por SARS-CoV-2 como un cisne negro, un suceso impredecible cuya magnitud en el ámbito de la salud o de la economía ha tenido dimensiones descomunales, que aún no podemos evaluar en su totalidad, pero que ya registra terribles cifras a día de hoy con dos millones fallecidos y casi cien millones de contagiados. Y que además se ha explicado retrospectivamente. Sin embargo, ¿es acertado hablar de un suceso impredecible, más aún con la experiencia previa desde 2003 de otras zoonosis causadas por coronavirus como el SARS-CoV-1 o el MERS-CoV? ¿No parece demasiada atrevida esta afirmación, más aún en un mundo globalizado en el que la conectividad plena es, o al menos era, un denominador común y por tanto numerosos los canales de dispersión de un virus? ¿Qué ha sucedido para que un coronavirus, ‘confinado’ en un murciélago, uno de esos miles de coronavirus que probablemente están presentes en la fauna silvestre, sea lo que hoy más preocupa a los ciudadanos en todo el mundo?
No sin dificultad, un equipo multidisciplinar de la Organización Mundial de la Salud (OMS) acaba de llegar al origen de la pandemia en Wuhan, al menos al origen conocido, para tratar de entender qué pasó en esos últimos meses de 2019 y cómo “escapó al confinamiento en los murciélagos” el SARS-CoV-2 e infectó a lo que se denomina paciente cero y que desafortunadamente nunca se identificó. Un equipo ‘One Health’ formado por quince expertos en salud animal, seguridad alimentaria, salud pública, virología y epidemiología tratarán de encontrar una explicación al origen de la pandemia que nos traslada a la delgada línea que separa en la naturaleza la receptibilidad y la sensibilidad a los agentes infecciosos en todas las especies, incluyendo evidentemente al ser humano. Porque esta delgada línea se ha vuelto a cruzar. Un coronavirus procedente de un murciélago de herradura (SARS-CoV-2) ha recorrido el “largo camino” que evolutivamente separa a los quirópteros de la especie humana y ha generado una pandemia de final incierto en estos momentos. No obstante, resulta aún más inquietante que este agente sea ya el tercero de esta familia de virus (tras el SARS-CoV-1 y el MERS-CoV) que recorre un camino similar en el corto espacio de veinte años, cuando previamente no se habían asociado a ninguna pandemia humana de estas características. ¿Cómo es esto posible? ¿Qué motiva que un agente infeccioso, de repente, recorra este trayecto? ¿Cómo es posible que tres coronavirus distintos hayan recorrido este camino en los últimos veinte años? ¿Qué hay en el origen de la pandemia?
¿Por qué los terribles virus ébola o marburg solo ocasionan brotes esporádicos en la especie humana, con una transmisión limitada?
Mucho se ha escrito en referencia al origen de las enfermedades infecciosas y su tropismo por el hospedador. Pero menos de los factores que están relacionados con los saltos entre especies y que el equipo de la OMS tratará de descifrar en Wuhan. La revista Nature, en 2007, publicaba un interesante trabajo de los doctores Nathan Wolfe, Claire Panosian y Jared Diamond, de la Universidad de California, que definía cinco etapas evolutivas diferentes para clasificar a los agentes infecciosos en función del camino que podía conllevar que un agente afectara solo a los animales (etapa 1) a que pudiera evolucionar hacía la infección “exclusiva” del ser humano (etapa 5). En medio, diferentes etapas en las cuales los saltos pueden ser esporádicos desde el reservorio animal (2), o transmitirse con menor o mayor facilidad entre las personas (3,4). Cuando un agente alcanza la etapa 5 y, por tanto, pierde “todos sus vínculos” con las especies animales de procedencia, depende exclusivamente de su capacidad de transmisión en la especie humana para sobrevivir. Y son pocos los agentes que lo consiguen. Por ejemplo, ¿por qué los terribles virus ébola o marburg solo ocasionan brotes esporádicos en la especie humana, con una transmisión limitada entre personas? O ¿por qué el virus de la rabia solo ocasiona casos puntuales en las personas, asociados al contacto con carnívoros o quirópteros sin que exista transmisión entre humanos? Son virus que tienen la capacidad de infectarnos, pero no disponen de los mecanismos para seguir “avanzando” etapas, y dependen de sus reservorios animales para su supervivencia. Con estrategias de vigilancia y control de la infección en sus reservorios animales no deberían ocasionar pandemias como la Covid-19.
Que los virus alcancen finalmente la etapa 5 no es un camino fácil. Pero algunos lo consiguen, como si aplicaran hasta la última línea de la milenaria obra del maestro Sun Tzu, El arte de la guerra. Existen ejemplos de virus que desde la etapa 1 han alcanzado la etapa 5, como el VIH asociado al sida, o bien que transitan “exitosamente” entre las etapas 4 y 5, con una transmisión primaria importante en la especie humana y saltos esporádicos desde sus reservorios animales (como los virus gripales). Tránsitos desde los simios o las aves, respectivamente, que han ocasionado efectos devastadores en la especie humana. Sin embargo, y afortunadamente, son rara avis (in terris nigroque simillima cygno), ya que son muchos más los agentes que se mantienen afectando “exclusivamente” a las especies animales. Y no será por que no tengan contacto con humanos. Pensemos, simplemente, en todas las enfermedades infecciosas que afectan a las mascotas y que no se transmiten a los propietarios.
Las nuevas ‘cepas’ británica, sudafricana o brasileña, deben analizarse más mediante la identificación de personas infectadas
Todo es cuestión de supervivencia y oportunidad. Si un virus o bacteria es capaz de adaptarse a un nuevo hospedador, incluyendo el ser humano, tiene una nueva posibilidad de transmitirse y sobrevivir. Pero para que ocurra eso, para que un agente salte a la especie humana, debe forzosamente evolucionar, transformarse… Y aunque es fundamental, no solo debe aparecer una adaptación asociada a su afinidad por tejidos o receptores celulares, como es al receptor ACE2 utilizado por el SARS-CoV-2. El virus ha de disponer de las condiciones necesarias para que la posibilidad de que se produzca “el salto” sea real. Pueden existir diferencias en el comportamiento de las especies, las vías de trasmisión, o las características de las poblaciones que impidan o al menos limiten su transmisión. A modo de ejemplo, si bien es común que las personas podamos sufrir la mordedura de algunas especies, raramente una persona va a morder a otra. Por tanto, es poco probable que un agente que se transmita de esa manera pueda sobrevivir o transmitirse entre la especie humana. Pero hay una condición sine qua non para que un agente infeccioso pueda saltar con mayor o menor éxito al ser humano. Debe contactar con nosotros. A partir de ahí, el éxito depende de muchos factores. Por ejemplo, es clave la distancia filogenética entre especies. Cuanto más cerca estemos, más fácil es que se produzca el salto. La población de chimpancés es desafortunadamente poco abundante a nivel mundial. Sin embargo, a pesar de los encuentros limitados entre chimpancés y humanos, infecciones como el sida o incluso posiblemente la hepatitis B hayan saltado desde esta especie. De los macacos nos ha llegado el virus zika, y existe mucha preocupación actual con el devenir de la viruela de los simios, después de que hayamos erradicado el siglo pasado la viruela humana. En este sentido, se acaba de conocer la presencia de tres gorilas infectados por SARS-CoV-2 en el zoo de San Diego. Sin embargo, otros factores son igual de importantes, como la frecuencia de los contactos. La distancia filogenética que nos separa de los roedores es enorme y, sin embargo, su abundancia y los contactos frecuentes a los largo de nuestra historia nos han legado enfermedades tan devastadoras como la peste negra (Yersinia pestis).
Aspectos como la carga viral o bacteriana, o la capacidad de un virus o bacteria de producir cambios en su genoma para una mejor adaptación, son también importantes, como estamos viendo en el caso del SARS-CoV-2 con las nuevas variantes británica, sudafricana o brasileña, a las que se les debería prestar mucha más atención mediante la identificación de personas infectadas por estas variantes. Son muchos los factores y mecanismos que implican que un salto de especie pueda tener o no éxito, pero las evidencias indican que las probabilidades de que ocurra han aumentado en los últimos decenios. La invasión de hábitats hasta ahora reservados a especies de animales salvajes o el establecimiento de poblaciones humanas en contacto directo con especies con las que antes solo existían interacciones esporádicas; la globalización del comercio y de los movimientos de personas y mercancías a nivel mundial; o el contacto directo e incluso consumo de especies exóticas de las que simplemente desconocemos casi todo, están generando más oportunidades de salto para agentes patógenos que pueden reunir las características necesarias para provocar una pandemia. Saltar de una especie animal a la especie humana no es fácil y requiere gran capacidad de adaptación a las características del hospedador, pero es el origen. Por eso, aunque en ocasiones pueden intentar el salto de modo directo, es frecuente la utilización de especies intermedias, como pueden ser los dromedarios (MERS-CoV), la civeta (SARS-CoV-1) o el posible pangolín, civeta o gato para el SARS-CoV-2, aunque la OMS sigue considerando sospechosas hasta quinientas especies. En cualquier caso, una transmisión con éxito entre humanos sin dependencia de otra especie es también rara, y pocos son los agentes infecciosos que logran “dejar atrás” sus reservorios animales, ya que dependen de estos para sobrevivir y de ahí saltar esporádica o frecuentemente a la especie humana.
Las zoonosis, las epidemias o pandemias han sido, son y serán parte inherente de nuestra vida y nuestra propia existencia
Por todo ello nuestra salud y la de todos los seres vivos que nos rodean (y los que no nos rodean) es indivisible, no puede separarse. Solo existe una salud, One Health, que debe abordarse desde equipos multidisciplinares de especialistas en salud, independientemente de que sea humana, animal e incluso medioambiental, como el equipo de la OMS que acaba de llegar a Whuan. Las zoonosis, las epidemias o pandemias han sido, son y serán parte inherente de nuestra vida y nuestra propia existencia y debemos entenderlas desde la visión holística que requieren. Y aunque improbable, que un virus pase de un hospedador que puede encontrar en estos momentos en la profundidad de una selva o en un mercado en cualquier lugar del mundo a la especie humana ha sido, es y siempre será posible. Un “efecto mariposa” que requiere reforzar urgentemente los sistemas de alerta temprana y establecer una estrategia fuerte de prevención. Sistemas de alerta e intervención temprana que deben contemplar la totalidad de las especies que pueden estar implicadas en un proceso de naturaleza infecciosa.
El SARS-CoV-2 era improbable pero no imposible, como tampoco lo fueron el SARS-CoV-1 y el MERS-CoV, con la diferencia que, en estos últimos, el efecto sobre la especie humana fue muy limitado a diferencia del efecto devastador de Covid-19. Que no supiéramos con precisión qué iba a suceder no significa que no supiéramos que podía pasar. Que no estuviéramos preparados no significa que fuese imprevisible y que no debamos prepararnos para la próxima. Como afirman Juan José Gómez Cadenas y Juan Botas en su libro Virus, la guerra de los mil millones de años, “la guerra había durado desde siempre. Nadie recordaba un tiempo en que el monstruo no hubiera estado presente”. Por eso el SARS-CoV-2 y la Covid-19 no pueden considerarse el cisne negro de Talev, porque no era inesperado. El SARS-CoV-2 y la Covid-19, en el fondo, siempre fueron viejos conocidos. Una variante de la discutida enfermedad X. El SARS-CoV-2 es el elefante negro de Adam Sweidan, muy visible y conocido. Ese cruce de imprevisto, más bien poco probable, que tiene un cisne negro con el elefante que está en una habitación, muy visible pero al que nadie le presta atención aun cuando sabemos que un día tendrá terribles consecuencias. Y como si de un capítulo de la serie distópica de Netflix, Black Mirrow, se tratara, como esos espejos que muestran la verdadera realidad del reflejado, el cisne se transformó en elefante. Como el espejo de Atreyu que muestra la realidad del que se refleja o el del famoso cuadro de Dalí en el que cisnes se reflejan como elefantes sobre la superficie de un lago.
La probabilidad de que un nuevo salto de un virus entre especies ocurra es alta, más aún con un mundo global en donde los contactos entre especies es cada vez mayor. La probabilidad de que se transforme en una nueva pandemia en un mundo físicamente hiperconectado dependerá de la atención que prestemos a los elefantes negros. Porque los elefantes negros siempre están ahí. Debemos conocer las claves, y One Health es parte de la solución.
@SantiGurtubay
@BestiarioCancun