Las guerras perdidas de la democracia

Signos

No ganan las defensas ideológicas. Gana la simpleza política prometedora de todo lo posible y lo imposible y abanderada con la propaganda carismática y populista o la promovida con la potencia mediática y de compra de voluntades electorales de la oligarquía. Gana Andrés Manuel, por ejemplo, con un poder de convencimiento sobre las mayorías, fortalecido en una larga trayectoria política dentro del tramposo partido hegemónico de su primera militancia y luego en la oposición al mismo (donde suma a un vasto núcleo de inconformes emigrados como él, y a un importante número de opositores independientes o congregados en otras organizaciones coincidentes con su oposicionismo o con sus intereses de cambio o de poder, lo que terminaría haciendo una legión partidista más dominante que la de su pertenencia originaria y que, pese a la resistencia de todos los grupos políticos y económicos enemigos y tan consolidados en el control de las instituciones públicas y entre los más ricos del orbe, después de dos arduos comicios presidenciales perdidos termina ganando la jefatura suprema del Estado después de haber pasado por la del Gobierno de la Ciudad de México). Pero gana, sobre todo, gracias a un liderazgo y un discurso y una identidad tan populares y tan influyentes como los de nadie más en la historia política nacional. Gana por su naturaleza de pueblo y con la propuesta sonora -defendida con la austera sencillez de un modo de ser suyo nunca acusado con pruebas de no ser auténtico y no predicar con el ejemplo- de combatir la corrupción que enriqueciera a sus enemigos políticos privatizadores de los bienes públicos del país y a sus socios empresariales convertidos por ellos en algunos de los más adinerados del mundo. Gana y termina convertido en un ídolo de multitudes que lo aclaman y lo mitifican y defienden sus proclamas como las de un predicador infalible por el que apuestan con la fe de que todos quienes visten los colores de su causa y la representan en las urnas y vengan de donde vengan están tocados por la magia de su santidad y se debe confiar en todos ellos en las urnas.

¿Hubiera ganado Claudia algún día, entonces, las elecciones por la Alcaldía de Tlalpan o por la Jefatura de la Ciudad de México o por la Presidencia de la República si no hubiese sido por la popularidad obradorista con que la eligió para todo eso Andrés Manuel? Claro que ahora construye su propio liderazgo. Pero no podría abdicar al perdurable tutelaje de la fe cimentada por el patriarca de la regeneración moral, ni mucho menos al pegamento de la misma entre los creyentes y cuya marca es la del Bienestar. Debe hacer valer sus diferencias con gradualidades y con justificantes como el de la presión trumpista en la política anticrimen y de seguridad. Y en la imposibilidad de mantener sin fisuras la integridad de su partido y la disciplina al liderazgo presidencial de las jerarquías representativas del morenismo y las investiduras públicas de su color -a diferencia de la autoridad incontrastable y absoluta de jefe máximo conque lo hacía su mentor-, la unidad partidista se fractura. Porque las personalidades dirigentes más visibles del morenismo entienden que la gran popularidad de Claudia no se debe a sus muy académicas y eruditas y pertinentes decisiones y modos de gobernar entre las convulsiones de su tiempo, sino a que es, sobre todo, una delegada y un ejemplo más de la inequívoca sabiduría de Andrés Manuel, a quien, a través de ella, se sigue venerando tanto. Y por ello se cree que se le puede atacar desde dentro de la organización partidista misma y que se puede conspirar en su contra y promover desencuentros e intentar debilitar su estatura dirigente, pese a los grandes números de aceptación de su Presidencia. No es ella misma entre la gente porque no es ella la dueña de su popularidad, porque no es como el pueblo que la honra ni tiene su lenguaje ni el carisma de ‘los de abajo’. Es su fidelidad a quien la hizo Presidenta, y a la fidelidad que ella no puede dejar de profesar jamás a su autor (algo que tampoco quiere ni pretendería hacer, porque es leal y porque tiene talento de sobra para distinguir los dones propios de los ajenos) sin arriesgarse a perderlo todo. Ella suma ese capital político obradorista a su propio proyecto de nación, más metódico y menos ideológico y retórico y caudillista y vengativo y demagogo, a sabiendas de que ‘el pueblo bueno y sabio’ prefiere la simpleza populista del obradorismo al que ella se debe (y cuya idiosincrasia Andrés Manuel conoce mejor que nadie y por lo que hizo su sucesora a Claudia, a efecto de consolidar con el saber académico un proyecto ideológico ganado con el contagio popular de la personalidad y el verbo de un liderazgo de fuerte apariencia y expresión beligerante y diferente).

Pero el llamado Movimiento de la Cuarta Transformación, fundado para vencer al enemigo político privatizador y neoliberal y echarlo del Estado, seguirá contaminándose de malhechores, desprovisto por completo de principios para la defensa de la regeneración moral, y pulverizado por los obradoristas y anticlaudistas traicioneros y propensos a convertirlo en un partido de Estado igual al del antiguo e invencible PRI. Porque en democracias liberales pobres, como la mexicana y las latinoamericanas, sigue ganando el poder maniqueo del simplismo conceptual de la política, la pobreza del debate de ideas, el personalismo convincente de los candidatos, la arenga rijosa y alborotadora y redundante de los liderazgos más ensimismados y atrevidos, la guerra militante entre los superiores y los peores, la consigna rabiosa de las emociones a flor de piel; gana el empecinamiento vociferante o gana la propaganda abrumadora y sin tregua desde el control absoluto del poder mediático cruzada con la compra ilimitada de voluntades electoras decisivas. Pero no gana la contundencia propositiva y racionalista y sensata de Milei, ni la defensa civilizada y respetuosa del Estado de derecho de Bukele contra la delincuencia, ni la certeza democrática y del respeto a las libertades electorales de Ortega, ni las garantías de una política juiciosa y ejemplar de seguridad sostenida con rigor argumentativo y en favor de la paz social por Noboa, el júnior multimillonario reelegido en el Ecuador, donde un día gobernó el académico izquierdista Rafael Correa, quien más tardó en irse del poder que en ser traicionado por su elegido para sucederlo, el también izquierdista Lenín Moreno, que, aliado con la oligarquía golpeada por el correísmo y con el poderío de la industria privada de la opinión pública, expulsó del país y se dedicó a perseguir al exPresidente con toda suerte de acusaciones penales sobre infundios delictivos, y fomentó una causa política que sigue dominando los procesos electorales ecuatorianos en medio de la mayor crisis de corrupción, violencia y criminalidad en la historia del país, y a falta de liderazgos alternativos de buena voluntad y del mayor poder declarativo y de convencimiento e identidad popular que sean capaces de sobreponerse al dominio aplastante de la propaganda y el acaparamiento oligárquico del mercado electoral con la inversión en él de todo el dinero y las promesas que hagan falta.

Porque, a fin de cuentas, la historia de la democracia es de liderazgos poderosos de buena o de mala fe, de cataduras influyentes positivas o negativas, de dirigencias de Estado mejores o peores según la moral y la competencia política de las mismas. No son las ideologías ni los programas de cambio los que cuentan. Sino los liderazgos personales, su sagacidad y su euforia para crecer en las multitudes e imponerse montados en sus presuntas buenas intenciones, sus verdades a medias y sus más cínicas mentiras y sus firmes propósitos autoritarios. Cuenta eso, y los poderes oligárquicos que están detrás de la mediocridad y la pusilanimidad de otros ganadores, como el ecuatoriano Noboa.

Y lo dicho puede ser una obviedad, claro está. Pero el caso es que parece que sigue sin entenderse que sin civilidad política y electora sólo se seguirá gobernando sobre una voluntad popular sujeta a los protagonismos de propaganda. Y que por buena que pueda ser la gestión de liderazgos nacionales como el de Claudia, proceden más del bueno y sabio voluntarismo caudillista que de la convicción verdadera y crítica de los ciudadanos. Y que, por eso mismo, cuando acaba el poder fundacional de los movimientos transformadores de los pueblos, esas causas comienzan a desdibujarse y a retroceder. Como ahora mismo ocurre con el de la regeneración moral y la transformación nacional. Crece la popularidad presidencial. Y al mismo tiempo lo hacen las traiciones de su entorno y la corrupción en los feudos estatales y municipales donde más se pregona el humanismo feminista y se gobierna con el ejemplo de exactamente todo lo contrario. 

SM

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