Las guerras verdaderas y las de las medias verdades de los medios

Signos

Por Salvador Montenegro

El poder documental de RT (Rusia Today) en torno a la larga guerra civil ucraniana y los ataques de Kiev contra las poblaciones separatistas de la oriental región de Donbáss -a los que el Gobierno proestadounidense de Ucrania prometió poner fin en los acuerdos de Minsk-, se advierte más ilustrativo y sostenible, pese a su orientación propagandista y unilateral, en favor de la comprensión -y acaso la aceptación más imparcial, pese a todas las subjetividades implícitas en la observación del conflicto- de la causa del independentismo prorruso, que el de la cobertura informativa y editorial de los medios democráticos, libres y pluralistas occidentales sobre las razones justicieras de Ucrania, Estados Unidos, Europa y la OTAN, que en su neutralidad más parecen abonar a la violencia del sometimiento de los pueblos separatistas y a la provocación armada contra Moscú significada en la intención de emplazar bases militares de la Alianza apenas a unos kilómetros del Kremlin.

Es obvio que la guerra de opinión pública, donde los amos del espectáculo son los vastos conglomerados globales (y sus dueños corporativos y defensores de la libre expresión y la prensa independiente -siempre que no sea la de los ‘comunistas’-), es muy desigual. Pero es obvio, asimismo, que las razones del lado oriental, por poco alcance que tengan en el otro lado, son más convincentes en términos críticos y de resultante credibilidad. Debe ser porque los jefes de ese frente no niegan la cruz de su parroquia: los medios son para defender su causa y los del enemigo encubren sus perfidias en el discurso de las libertades sociales, empresariales, etcétera, del liberalismo de mercado. Y entonces la información tiene más valor y sustento donde haya mejores razones históricas y sea menos la simulación y el cinismo que desvirtúa las verdades de las guerras de conquista, en las que Occidente se pinta solo.

En el más peligroso de los frentes actuales del mundo, como antes en los de Libia o Irak o Afganistán, la OTAN -estadounidense y de una Europa a su merced- pensó que Ucrania era pan comido, sería europea y antirrusa, y el paraíso frontero ideal que le faltaba para picarle los ojos al sitiado enemigo, con sus promesas y sus misiles occidentales (y su propaganda propia de que el invasor era él y los pueblos prorrusos de Ucrania sólo sus cómplices y vasallos, por más que la lengua materna y la cultura madre de esos pueblos fueran rusas, y que las élites racistas ucranianas obran en su contra como las de Hitler contra las judías -y las judías, luego, contra las palestinas-).

Pero Ucrania seguía siendo en importante medida prorrusa, Putin no era Kadaffi ni Saddam, y el pantano que tendrían que cruzar los estadounidenses y los suyos sería más sangriento y atómico que el de los vietnamitas y los talibanes, que terminaron echándolos a patadas de sus mundos.

Salvo las guerras religiosas, las demás no son ideológicas, ni de izquierda ni de derecha. Son de conquista y las amenizan los conquistadores.

Putin atacó porque los enemigos del Estado ruso lo atacaron violando los acuerdos de no avanzar el mínimo trecho hacia sus fronteras, y los prorrusos de Ucrania lo siguieron contra el Estado ucraniano que ya los bombardeaba y los mataba desde ocho años atrás. (Claro, Rusia metía las manos y las armas por ellos. Y Ucrania encontraba entonces más y más sádicos argumentos para reprimirlos.) Los líderes proestadounidenses de Ucrania acusan a Putin de pronazi. Putin y los prorrusos acusan a los jefes ucranianos de racistas, sectarios y también pronazis.

En los tiempos de la Guerra Fría los estadounidenses pusieron misiles en Turquía apuntando a la Unión Soviética y los soviéticos en Cuba apuntando a Estados Unidos. Hoy día, pese a todos los abusos autoritarios posibles de Putin parece que -con todas las relatividades y subjetividades del caso- ganan los rusos y los prorrusos la guerra de la sustentación histórica de la verdad. Pero el cerco mediático occidental impone la noción de la democracia y la libertad de su cultura y su modernidad civilizatoria para esculpir el perfil demoniaco y tiránico del dirigente ruso y exaltar la razón pacifista y justiciera de los líderes de las potencias bélicas y las naciones que lo enfrentan, y que han sido algunos de los más bárbaros poderes colonialistas de hasta no muy lejanos tiempos.

Putin no es Stalin. Pero lo mismo da si de drenar su calidad moral se trata, lo que es fundamental hablando del dirigente ruso más popular y legítimo de todos los tiempos. Los medios liberales hacen creer que ambos son iguales. Y desde el lado oriental, claro está, es difícil hacer creer en Occidente que las masacres genocidas libertarias y los incontables golpes de Estado de los estadounidenses y sus aliados son peores en los tiempos imperiales modernos que en los de la segregación racial, la toma de Guantánamo, Panamá, Puerto Rico y Guam, y, antes, en los de la devastación india fundacional hacia el poniente de la Unión Americana y las violentas ocupaciones de El Magreb, El Congo, China o medio México.

Las guerras donde mueren millones de inocentes no son las mismas que las de los territorios de la comunicación donde se libran las de la verdad en torno de ellas.

El totalitarismo de las medias verdades democráticas no admite en absoluto las del autoritarismo donde el líder autoritario es uno de los más populares del orbe.

La exclusión y la bipolaridad configuran la pantalla de la injusticia. Y son más tiránicas y primitivas que nunca, en la era de esta democrática y postrera modernidad atómica de nuestro tiempo, la que cierra el ciclo civilizatorio, o el del viaje de ida y vuelta de la humanidad a las cavernas.

SM

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