Los milagros de Mara, los aplausos de Sheinbaum y los desmentidos de Schulenburg

Signos

Por Salvador Montenegro

Durante más de tres décadas de vivir como rey a lomos de ese cuento colonial de adoctrinamiento que ha arrodillado a millones de mexicanos y ha prodigado incontables fortunas eclesiales y extraclericales y un descomunal santuario de la fe, el que fuera Abad o responsable de la Basílica de Guadalupe, Guillermo Schulenburg, terminó declarando a los cuatro vientos que el Milagro del Tepeyac, el de la tilma de Juandieguito grabada como testimonio divino de la aparición de la Santísima en los pedregales del cerro aquél, era eso mismo: un cuento chino. Y, sin embargo, del esperpento de esa ‘aparición’ redentora ideado por los conquistadores para garantizar el más rotundo y duradero de los esclavismos que puede padecer un pueblo ignorante de sus realidades, el de su espíritu, y pese a la cínica revelación de su verdad desde el alma oscura del principal encomendero de la industria de la fe de Roma para preservarla oculta y quien viviera en medio de la fortuna de ese mísero vasallaje evangelizador, el fanatismo en torno de la tierna historia de Juandieguito sigue andando entre las mismas formas del servilismo anímico y existencial de la patria de la domesticación cifrada en el mismo principio de conquista de hace más de cinco siglos y seguido al pie de la letra por todos los poderes herederos de la dominación de la misma patria enajenada: mantener a las grandes mayorías distantes y detrás del espejo del conocimiento de su realidad histórica, mediante la perpetuación de una enseñanza formal y un acceso a la sabiduría científica y humanística de niveles propios de los pueblos más inciviles, violentos, ingobernables y atrasados del planeta. Porque después de las centurias de la tilma aquella, no ha habido Estado ni mandato popular, ni espurio ni legítimo, ni totalitario ni democrático, ni dogmático ni secular, ni centralista ni federalista, ni conservador ni liberal, ni estatista ni privatizador, ni de ninguna especie virtuosa y salvadora, que se haya propuesto una sola y verdadera y desfanatizadora trasformación nacional desde la base que determina los cambios civilizatorios y el desarrollo humano de las sociedades: el abatimiento del analfabetismo real y funcional, la prioridad del acceso social masivo al conocimiento y a los valores de la academia y el humanismo como derecho básico efectivo, y la superación estructural y competitiva, dentro de los estándares reconocidos como eficientes y avanzados en el orden global, del sistema escolar mexicano y sus mecanismos aleatorios de mejoramiento de la educación informal, y de la oferta de insumos culturales y para la recreación intelectual y el avituallamiento de la reflexión y las ideas y la conciencia crítica de cada uno de los ciudadanos de todas las generaciones, como fundamento que es del crecimiento democrático y la verdadera prosperidad y la libertad y la justicia de los pueblos. Porque sin una revolución verdadera de la cultura que erradique el prejuicio originario y el condicionamiento del alma popular a los mismos mecanismos de sometimiento mental de la Colonia, toda eventualidad propagandística y demagoga de nuevos mundos y alboradas míticas y paraísos de libertad y de progreso y paz y bienestar y dignidad con abrazos y sin corrupción ni demagogia ni balazos, seguirá en la misma lógica de la ingenua y perpetua y sorda idolatría del milagro guadalupano vigente, por los siglos de los siglos, pese a los desmentidos mismos de cínicos guardianes de la fe como el exabate Schulenburg y pese a las más básicas y elementales verdades de sabios ilustrados y de críticos con meros dos dedos de frente que saben, como no habría más remedio que saber, que, sin aulas de calidad y sin concepto, el mundo y sus verdades escondidas es del que sabe de dónde son los cantantes y cómo pueden verse y venderse los milagros en la tierra de los ciegos o del virrey De Mendoza, de fray Juan de Zumárraga, y de sus similares y anexos y conexos de todas las eras y capaces de decir que si la tal alcaldesa es una santa, como puede asegurarlo Sheinbaum, ha de serlo, mientras las multitudes arrodilladas y sublimadas ante el clamor del milagro así lo crean, lo nieguen o no los Schulenburg o los herejes más sabios o con una mínima dosis de sentido común y buen criterio.

SM

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