¿Nacionalismo o seguridad?

Signos 

¿Es esa la cuestión? ¿Hay soberanía sin intervencionismo aunque se viva a merced del crimen y la impunidad de un Estado de derecho que, dentro de sus fronteras, no garantiza las libertades ciudadanas y la paz social? 
 
El caso del general Salvador Cienfuegos (el exsecretario de la Defensa Nacional de México, detenido por la DEA en Estados Unidos sin enterar a las autoridades mexicanas, acusado ante una Corte federal de ese país de crímenes mayores asociados al narcotráfico y cuyos cargos le serían retirados en atención, se dijo desde el Departamento de Justicia de Washington, a una premisa diplomática, para ser entregado al Gobierno mexicano que así lo exigió, alegando, dijo por su parte el canciller mexicano, una violación flagrante a los principios de equidad, de reciprocidad y de respeto a los acuerdos de colaboración entre los dos países) pone de nueva cuenta en el aparador de la opinión pública dicho tema. 
 
Los cargos contra el general Cienfuegos podían ser muy poderosos en Estados Unidos y muy débiles en México. Acaso hubiese podido ser condenado a la pena máxima que corresponde a los más altos criminales de la especie, cuando en México las mismas evidencias de su proceso no dan ni para una orden de arraigo domiciliario y el general por eso goza de cabal y absoluta libertad. Porque entre las trampas legislativas de la pésima confección de leyes y reglamentos, las que tienen que ver con las reformas importadas del ‘debido proceso’, y las de la incompetencia y la corrupción policiales, ministeriales y jurisdiccionales -en investigaciones, consignaciones y sentencias-, la impunidad penal en México es casi absoluta y, aun así, apenas complementaria de la que ni siquiera se contabiliza, y en cuya unidad de ambas se configura uno de los sistemas de Justicia más cómplices del delito y más promotores del mismo en el mundo entero, lo que hace posible que atroces criminales que en Estados Unidos pudieran ser condenados a la pena de muerte o a pasar su vida tras las rejas, en México, si se hace el milagro de que sean procesados, queden libres a la vuelta de unos años de cautiverio, y a menudo como jefes de sus reclusorios. Rafael Caro Quintero, para no ir más lejos, está libre por una ligereza penal y es, hoy día, cuando a la autoridad mexicana no le quita el sueño, el prófugo más buscado de la Justicia estadounidense. Y mientras el exgobernador de Quintana Roo, Mario Villanueva Madrid, sigue preso -ahora en calidad de arraigo domiciliario debido a la pandemia y a sus malas condiciones de salud- a partir de una venganza política presidencial judicializada hace dos décadas, capos del mayor perfil del ‘narco’, a los que fue asociado, hace años que andan libres como el viento. 
 
Es decir, que el sistema de Justicia mexicano es un factor de violencia, de reincidencia y multiplicación criminal, de ingobernabilidad y de inseguridad. Y que el estadounidense es, en gran medida, un instrumento de persecución y de castigo al servicio de los intereses colonialistas más implacables de la historia y del mundo entero. Porque en el caso de la narcoindustria no podría creerse nadie que la Justicia estadounidense combate el abasto doméstico de drogas, dentro y fuera de sus fronteras, para salvar del vicio y recuperar para el bien común a su masiva población de adictos empedernidos, los que deben disponer de más del ochenta por ciento de la totalidad de los estupefacientes del planeta para poder satisfacer la demanda de su adrenalina de guerra. Esa Justicia combate al ‘narco’ internacional con el mayor ímpetu institucional del orbe, por las divisas que se lleva del mercado ‘americano’. Insistamos: la justicia imperial es fiscal, no moral. El dólar, es el único alimento del espíritu del Destino Manifiesto. Cuando se impuso y fracasó “La prohibición” o la Ley Seca, el problema a combatir no era el alcoholismo invencible y tan propio del alma hedonista insaciable, y ni siquiera el espectáculo de las matazones -tan habitual en una cultura de la conquista cifrada en la idiosincrasia de la violencia-, sino la evasión de las carretadas de dinero producidas por las utilidades de la clandestinidad. 
 
Pero más allá de sus fines reales contra el crimen trasnacional, la Justicia estadounidense antinarco ha sido en México el único arsenal efectivo contra el de la delincuencia organizada. El aparato policial y penal mexicano sigue siendo inservible. Las cacerías militares contra el narcoterror sólo han sido productivas cuando han terminado en mortandades de sicarios y jefes mafiosos caídos; cuando han derivado a consignaciones de los fiscales y a veredictos en los tribunales, siempre han sido una pérdida de tiempo y una burla abanicada con el ‘debido proceso’. La DEA, al frente de comandos navales de fuerzas especiales y rastreando objetivos con el despliegue de sus sofisticados recursos de Inteligencia, ha sido un éxito bilateral. Su activismo antidrogas en Colombia fue decisivo. Lo ha sido en México, aunque a una escala muy inferior y focalizado en determinados casos del mayor interés de Washington. No ha podido avanzar, como lo hizo en Colombia, por el cerco del atavismo patriotero mexicano. ¿Es inconstitucional ese activismo franco y sin regulaciones en suelo mexicano?, sí, por supuesto. ¿Es injerencista, imperialista y antinacionalista?, sí, desde luego. ¿Debería evitarse?… ¿Y la consigna de aquel que refería que “la patria no es primero sino mi familia”, y que “si en México la autoridad y la ley no nos defienden, me da igual que quien enfrente a los criminales que nos atacan sea extranjero”? ¿Debería impedirse el injerencismo colonialista sin alternativas reales contra la inseguridad? 
 
Salvo excepciones, el internacionalismo mexicano ha estado plagado de una retórica muy sabia que mucho ha contrastado con mandatos más bien demagogos y falaces. Diplomacias de primer mundo las ha habido en el país desde Benito Juárez y hasta con Miguel de la Madrid. Siempre ha habido quién defienda la autodeterminación y los derechos esenciales de las naciones, pero muy pocos los que lo hagan al mismo tiempo que la seguridad y las garantías fundamentales de los individuos. En los tiempos de la Reforma –cuando México apenas podía llamarse nación- la seguridad interior era un sueño imposible. La soberanía pendía en gran medida de la destreza diplomática. Juárez debió ceder mucho ante Washington, por ejemplo -que, aunque violenta, la suya no era aún una democracia imperial y era la única a la que acudir ante las debilidades y la inestabilidad de México frente al exterior-, para ganarle a los franceses del Segundo Imperio (que al final se fueron y se olvidaron de su pobre emperador porque le tuvieron miedo a las amenazas del expansionismo estadounidense y porque los esperaba la guerra que perderían con los prusianos, no porque los hubieran echado a patadas los gloriosos pero desarrapados combatientes mexicanos), y al final su apuesta fue venturosa. 
 
Claro que no es bueno el injerencismo estadounidense para contener la violencia y la inseguridad en México. Pero ese injerencismo obedece a la ineficacia del Estado nacional para hacer valer su soberanía mediante un sistema democrático y de Justicia eficiente contra el delito y la impunidad; un sistema inexistente que obliga, en tanto, a reducir la demagogia patriotera, a fortalecer la diplomacia de la cooperación bilateral, a mejorar los mecanismos de la colaboración anticrimen, y a redefinir, como se ha dicho, los principios de la soberanía, a partir de la eficacia institucional. 
 
SM 

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