Neoambientalistas de pacotilla (Cabeza de Vaca y su banda)

Cualquier grupo al que pertenezca el gobernador panista tamaulipeco Francisco Javier García Cabeza de Vaca es, cuando menos, de dudosa reputación, dicho eso parafraseando al expresidente Calles cuando en una fiesta en el Castillo de Chapultepec, la residencia presidencial de su tiempo, un grupo de damas de alcurnia lo alertó sobre otro grupo de mujeres que entraba al salón con cierta vistosa indumentaria y no menos estruendo y desparpajo: ‘Esas fulanas son de muy dudosa reputación, general’, le dijo una de las finas señoras de la mesa de honor. ‘No’, atajó el curtido caudillo sonorense. ‘Esas son putas. Las de dudosa reputación son ustedes’.

Cabeza de Vaca es un consumado delincuente.

En Tamaulipas, la sociedad del narcoterror y los Gobiernos estatales y municipales de todos los signos políticos -pero sobre todo priistas, panistas y perredistas- han ensangrentado a la entidad desde hace un cuarto de siglo. Las instituciones policiales y de seguridad han estado a merced de los grupos violentos dominantes, y los gobernadores y alcaldes se han subordinado a cambio de mantenerse y lucrar en el poder.

No es ninguna novedad; ha sido la historia regional desde que la violencia define la realidad y marca el destino del noreste del país con tanta vehemencia e impunidad como en pocos lugares de México y del mundo.

Cabeza de Vaca tiene una trayectoria criminal desde su juventud fronteriza -como consta en consignaciones de la Policía texana y en evidencias documentadas por diversos medios de opinión pública, la revista Proceso entre ellos-, y se hizo candidato a gobernador gracias a los privilegios de asociación con otro delincuente impune: el entonces dirigente nacional de su partido y excandidato presidencial, el queretano Ricardo Anaya, a quien el anterior presidente de la República, Enrique Peña, se negó a procesar penalmente no obstante disponer de todos los elementos de prueba -por negocios de lavado de dinero- para hacerlo (como sobrados testimoniales tiene ahora la Fiscalía federal para proceder contra el priista).

El narcoterror germinó en Tamaulipas durante la gestión presidencial salinista a través de su representante en el Estado, el entonces gobernador Manuel Cavazos Lerma, quien legó la gubernatura al ahora procesado por narco en Estados Unidos y ahijado político suyo, Tomás Yarrington, quien impuso, a su vez, al actual presidiario Eugenio Hernández -enemigo político de Cabeza de Vaca, que lo tiene tras las rejas en Ciudad Victoria por presuntos despojos al patrimonio estatal, aunque también es investigado en la Unión Americana por nexos similares a los de su exjefe con las bandas criminales-, que entregó el poder a Egidio Torre, asimismo vinculado al crimen organizado y a quien el PRI hizo gobernador en nombre de su hermano, asesinado por sicarios enemigos a los del grupo de su pertenencia cuando era candidato y seguro ganador de las elecciones con el respaldo de la narcoindustria.

Y ahora resulta que los gobernadores socios de Cabeza de Vaca contra el mandato federal son neoambientalistas y defensores de las energías limpias, en tanto sus entidades no han dejado, unas más que otras, de ser presas de la misma violencia y la misma sociedad de mandatos con el hampa, como sigue ocurriendo en el vecindario occidental tamaulipeco, donde las mafias siguen imponiendo sus fueros, por lo pronto en algunos territorios de Nuevo León, Coahuila y Durango, y más allá, en las inmediaciones de Jalisco, Colima y Michoacán.

¿De dónde, de pronto, les ha nacido el patrioterismo defensor de las industrias ambientalmente sustentables a estos gobernadores de la oposición? ¿No aplaudía el michoacano Aureoles la defensa del nacionalismo energético de López Obrador cuando ambos eran correligionarios perredistas, por ejemplo? ¿Y acaso el estatismo energético se opone a la inversión privada? ¿Le ha ido mal a Rusia con la inversión mixta y la preeminencia del Estado en los sectores estratégicos, donde la rectoría estatal ha impedido que las mafias agoten la capacidad fiscal del Gobierno, y donde se ha probado que la competitividad y la transparencia en las empresas públicas originarias y nacionalizadas las ha hecho más eficientes y rentables que las privadas y más socialmente útiles, tanto por su capacidad de regulación de precios y tarifas como por la derivación de sus ingresos al erario?

Los defensores de ese tipo de oposición no tienen en realidad banderas alternativas que vender, y se alzan con discursos y propuestas oportunistas y ocasionales que en circunstancias menos propicias para el escándalo y la farándula politiquera, como la de esta pandemia, no tendrían resonancia ninguna.Porque hasta ahora esos liderazgos con ínfulas de vanguardistas y precursores de la bienaventuranza nacional no han pasado de la mediocridad política y gobernante, y siendo lo que son, los representantes más notables de sus grupos de poder y sus partidos, es natural y de sobra explicable por qué esas causas representativas suyas y sus partidos siguen zozobrando en la impopularidad, el repudio generalizado, y la ausencia absoluta de proyectos de legítima trascendencia.

¿Pero dónde están los avales objetivos de valor científico y empresarial que sustenten el papel transformador de las energías y las industrias limpias en el corto plazo y a la medida de la oferta de empleo y del mercado de consumo de las grandes mayorías como para que se defienda tanto ahora mismo y de manera tan convencida y tan urgente esa alternativa inversora para el país? Los grupos económicos y políticos detrás de ellos son los que están quedando en evidencia, y con tan distinguidos defensores, como el tamaulipeco Cabeza de Vaca, es fácil derivar su consistencia moral.

¿Pero cuándo se ha podido negar, por otra parte, y más allá del provecho privatizador de la oligarquía y su demagogia cifrada en la doctrina de los beneficios generales del intercambio financiero y comercial de la globalización, que el patrimonialismo energético del Estado mexicano no haya sido esencial para el sostenimiento del país, y que sus crisis y sus quiebras no han derivado de la mortífera patología de la corrupción que ha enfermado y destruido no sólo a las industrias y las empresas estatales más rentables y competitivas, sino a toda la institucionalidad republicana de superior interés público –alimentaria, educativa, de salud, de seguridad y de comunicación social, por ejemplo-; y cuándo ha podido rechazarse, asimismo, con objetividad, que el modelo mexicano de la economía mixta ha sido el más benigno para el desarrollo nacional, y que la perversión neoliberal fomentada en los ochenta y que favoreció el enriquecimiento delictivo de una veintena de familias, fue todavía mucho más devastadora y empobrecedora que la populista de los setenta, en tanto creó la mayor disparidad del ingreso, una de las castas familiares más adineradas del orbe, y una miseria social también de las más numerosas del planeta?

¿Por qué negar la supremacía estatal en los sectores económicos socialmente más rentables, como el energético,cuando de los combustibles y la electricidad depende en mayor medida la estabilidad de los demás mercados, o los precios y tarifas de productos y servicios que los requieren –y en buena medida determinan los valores inflacionarios-, y cuando han querido ser desmantelados en favor de una inversión privadasiempre uncida a los grupos de poder que han controlado las decisiones nacionales, contrarias a los intereses populares?

Una democracia social naciente y precaria como la mexicana –de herencias no imperiales ni cifradas en el saqueo colonialista secular, como las potencias democráticas occidentales- debe privilegiar la institucionalidad de un Estado defensor de la economía popular por encima de la inversión que privilegia la utilidad corporativa a costa de regatear y abaratar el empleo, los derechos laborales y los remanentes tributarios destinados a la inversión y el gasto públicos. Y en una democracia así, el intervencionismo estatal debe garantizar el abasto de lo esencial al menor costo, y la contribución privada en los mejores y más redituables términos de mercado, empleo y aportes fiscales, pero sin condicionar las decisiones políticas, que corresponden a las mayorías.

La gran fuente fiscal y de sustento de la economía y el bienestar populares no está por ahora en las energías alternativas ni mucho menos en su control privado. Y la causa que defienden los gobernadores de la banda de Cabeza de Vaca no es de interés público ni es de compromiso nacional. Es un mamarrachotemporalero, tramposo, piltrafa y propio de oportunistas mediocres y pretenciosos que encuentran, en la más traumática y dolorosa de las crisis nacionales, un escaparate perfecto para el exhibicionismo y la demagogia, porque cuentan con la sonoridad y el eco de tantos vividores iguales que han lucrado con el modelo de una perversión política que ha sido costumbre y modo de ser en un pueblo iletrado y ultrajado, y ha destruido a México como nunca jamás en toda su historia.

Los defensores emergentes y cruzados furibundos de la causa de las energías limpias son más impuros que los toneles de petróleo en que los grupos criminales aliados a algunos gobernadores han quemado vivos a no pocos de sus enemigos y a otros tantos secuestrados y víctimas inocentes. De ese tipo de buenas intenciones de desarrollo está empedrado el camino del infierno mexicano.

SM

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