Quintana Roo, entre lo ilusorio y lo necesario

Los personajes del poder político debieran entender alguna vez que también tendrían que usar ese poder para que sirviera de algo allí donde lo ejercen, si es que no alcanzan a razonar que servir al interés público debe ser la regla y no la excepción del quehacer político.

Porque en una democracia tiene que haber fronteras, umbrales, para los oprobios y los despilfarros de las investiduras y las decisiones que se pagan con el erario, y que si se siguen dejando a la inercia del azar entonces el naufragio y la incontinencia de unos y otros males serán -como se advierten ahora mismo- costumbre y cultura en una cotidianidad de la inconciencia y la barbarie, donde a la anarquía y el fuero criminal, como en Tulum, sólo se responda con algo tan ordinario como la improvisación y lo que salga del voluntarismo y la politiquería -donde priva la más absoluta descoordinación policial, militar, ministerial y judicial- frente a la pasmosa pasividad y la tolerancia social.

Los nuevos tiempos no son los nuevos tiempos de mejores cosas sino sólo los del anodino correr del calendario. Las nomenclaturas, las nóminas partidistas, los nombres en el poder y sus aspirantes a asumirlo, son elementos de un reciclaje que en el mejor de los casos sólo gira al margen de los más graves conflictos que esa comunidad política debería atajar y, en el peor, es parte activa y principal ganadora en el río revuelto de los mismos.

Si candidatos, legisladores, gobernantes, dirigentes partidistas, y autoridades judiciales y con calidad de decisión en todos los niveles y obligaciones de convergencia republicana en la entidad, mantienen la misma condición de sólo espectadores o beneficiarios o nuevos autores del declive progresivo de Quintana Roo, como en el curso de la historia, el horizonte de su democracia envilecida estará sellado.

Así, los grupos delictivos -de alcurnia empresarial o de bala vil- seguirán invictos y enriquecidos. Los sicarios seguirán cumpliendo devota y puntualmente sus deberes a la vera de quienes tienen la obligación de impedírselos cumpliendo con su mandato de ley. Los recursos fiscales y los valores constitucionales seguirán en la empinada cuesta de la bancarrota. El paraíso silvestre será un estanco residual. Y más turistas incautos e inocentes desprevenidos seguirán cayendo bajo el fuego de los jefes del mercado del vicio que tanto y de manera tan vertiginosa pudre las oportunidades de la justicia y de la convivencia civilizada.

Los ciudadanos y la opinión pública, en su caso, debieran dejar de ser esas abstracciones de la oratoria que a menudo parecen ser, y ejercer el derecho de hacerse respetar y de hacer cumplir sus encomiendas a quienes juran que lo harán, y que en nombre de los electores y de la democracia llegan a cobrar como los legítimos representantes populares que dicen ser.

Porque los tiempos de la democracia no son mejores que los del autoritarismo. Y la lógica de la verdad más simple enseña que ya está bien de mantenerse en la costumbre de hacer de los Poderes públicos la misma montura de la degradación defendida sólo con el hocico de la demagogia.

El turismo, en efecto, ya no puede seguir siendo, por ejemplo, esa industria de la depredación que es y se sigue defendiendo desde el discurso como la gran palanca del crecimiento económico, y el crecimiento económico -plagado de desigualdades, despojos y miserias ambientales- tampoco debe seguirse defendiendo como la panacea del desarrollo que de ninguna manera es.

Las municipalidades deben dejar de ser meras intendencias de servicios como los de la basura, el ‘bacheo’ y la policía, y negocios especulativos -encubiertos en planes urbanos eventuales y discrecionales- para lucrar con los usos del suelo, la expansión y la saturación inmobiliarias, la corrupción policial, la recaudación irregular y la extorsión de los inspectores que impide la sostenibilidad fiscal.

Las municipalidades no deben abusar de sus autonomías para disfrazar sus inoperancias y justificar el fracaso de sus gestiones. Y debe exigírseles, lo mismo que a los Poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, una coordinación efectiva, productiva y transparente donde los proyectos de inversión privada y deuda cuadren con las cuentas tributarias, con la dotación de bienes y servicios, y con la elevación de los estándares del gasto para el bienestar entre las mayorías.

Los gobernantes deben ya dejar de ser promotores de los negocios hoteleros, diversificar las fuentes de ingreso e incorporarse a una dinámica gestora que limite la anarquía demográfica, urbana y ambiental -fuente de todo género de patologías humanas y de toda industria del crimen y la violencia-; que racionalice las oportunidades productivas sectoriales y regionales, y se consagre a suprimir las desigualdades en y entre las zonas y los grupos sociales del Estado, de modo que los viejos fracasos estructurales y las costosas y fallidas iniciativas clientelares priistas operadas en las zonas rurales colonizadas y en las comunidades aborígenes se denuncien como lo que han sido y se cambien por alternativas viables y sensatas.

La descoordinación institucional, la ilegitimidad representativa, el enanismo mental y la impotencia frente a los ámbitos más complejos y críticos, hacen de la democracia su reverso de cada vez más progresivas e irremediables fatalidades.

El buen ejercicio del mandato republicano no debiera ser más un idealismo y una fantasía electorera, ni los ciudadanos seguir siendo vistos ni asumirse sólo como clientelas útiles para trepar.

En esa lógica de la ficción del sufragio efectivo y del mandato popular, la realidad seguirá siendo el mismo remolino de mentiras, desechos, ocurrencias y crímenes cada vez mayores.

Votar sólo por perfiles subsidiarios de promesas y liderazgos vindicativos o sólo por los que defienden la bandera militante contraria es reducir la democracia al anecdotario perverso de las elecciones.

Que los candidatos y los liderazgos políticos se abstengan y se aparten de la banalidad. Y que el discurso identifique valores y alternativas concretas y verdaderas. De otro modo seguirá la mata dando: los sicarios matando, los turisteros depredando, las barriadas insalubres creciendo, los erarios palideciendo, y las oportunidades muriendo.

¿Por qué Chetumal y sus alrededores no pueden ser un objetivo de alta demanda económica y solventes ingresos fiscales, si cuenta con un entorno natural esplendoroso y factores estratégicos envidiables (frontera y aeropuerto internacionales, ‘conectividad’ de todo tipo, zona de libre comercio, patrimonios naturales y culturales abundantes, etcétera)?

Por ejemplo…

¿Por qué no regular y administrar sus opciones para evitar los males conocidos del turismo y de la política fiscal enfermiza, y discernir y conciliar ópticas y criterios a propósito de sus inconvenientes y sus potencialidades?

¿Por qué tiene que ser ilusorio hablar de lo que en realidad es necesario para cambiar el rumbo?

Se tendría que pensar y hacer las cosas de una manera contraria a la que ha conducido al desastre. Pero si eso no pasa de ser sólo un ‘sueño guajiro’, pues sí, habrá que seguir viviendo en la normalidad que conviene a los peores empresarios y a los más crueles sicarios; una normalidad democrática donde las calamidades de la realidad advierten que el ejercicio del libre sufragio para nada es mejor que el de los tiempos del control autoritario.

SM

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