Signos
Sí, estaba seguro de que su poder era tan grande como su popularidad y de que podía ganar cualquier batalla electoral y política desde ese flanco de la legitimidad democrática. Pero también sabía y sabe de sobra que en la masividad apabullante y casi unánime que abraza a un liderazgo como a un ídolo puede ser más definitiva la veneración que la valoración juiciosa que acepta los defectos porque sabe que las virtudes son mayores y bien valen la apuesta por la causa. Y sabía y sabe como pocos que en la conjura y en la conjetura reducida a la guerra simplista y maniquea de los buenos contra los malos, o los transformadores contra los conservadores, la idolatría popular puede camuflarse y canjearse en el discurso por su contrario, la sabiduría popular, y los seguidores conscientes y minoritarios de la causa, auténticos u oportunistas, no tener más remedio que suscribir las medias verdades como recursos necesarios de la propaganda (y silenciar la noción relativa de que hay, en efecto, un pueblo bueno y sabio distinto del devoto de todo o del obradorismo inmaculado, pero que el mayoritario acaso sea un tanto talentoso pero no tan noble o viceversa, porque el sentido crítico más que buena voluntad requiere buena escuela); una propaganda, en fin, propia de un proyecto ideológico y de un modo personalísimo de hacer política y derrotar de manera contundente a sus poderosos enemigos, con una identidad y un compromiso popular auténticos que, en efecto, cumple sus cometidos sociales e intenta el rescate del Estado nacional contra el secuestro privatizador de la bien consolidada corrupción neoliberal que puso a su servicio al Poder Judicial, pero cuya fuerza representativa de las grandes mayorías -más emocionales que sabias, por supuesto- concentrada en un solo poder personal de decisión, ha podido hacer el mayor de los bienes al país al mismo tiempo que, en sus equívocos y decisiones inapelables y en buena medida también emocionales e inconsultas, está dejando herencias que pueden ser tan peligrosas como las de otros jefes del Estado mexicano tan condenados por el obradorismo.
Porque si bien el poder corrompido de la cúpula judicial se dedicó a vetar las iniciativas estratégicas esenciales de un líder de la oposición llegado al supremo mandato republicano desde un radicalismo impensable para el estatus quo (corroído por sus vicios, que fue el factor sustantivo de su derrota electoral hace seis años, y defendido en su último reducto por los dueños de la Suprema Corte de Justicia de la Nación enquistados en sus fueros millonarios por el reformismo zedillista de treinta años atrás), en la reforma judicial para erradicar ese régimen de cosas al idolatrado jefe saliente del Estado mexicano se le fue de más la mano. Y ese exceso, como otros, ya está pesando más de la cuenta en el mandato entrante. Porque ya hay una crisis que crece en el entorno de la política hacendaria (entre los herederos del cuatroteísmo) y en la estabilidad económica que sus manifestaciones implican para el país. El personalismo obradorista de la masividad emocional llevó la reforma judicial hasta lo innecesario del escarmiento contra la politiquería facciosa y arrogante del grupo de poder de la Suprema Corte. La elección directa de miles de Jueces y Magistrados y Ministros es un entuerto cuya incalculable desmesura en términos logísticos y de saldos de objetiva y verdadera renovación complica toda capacidad de maniobra del mandato entrante, ya de por sí asediado entre la amenaza financiera (provocada por la incertidumbre del porvenir en el ejercicio de la legalidad constitucional) y la de la insolvencia en todo el sistema de seguridad y de Justicia contra el crimen, agravada por la perseverante negación presidencial de enfrentar con las armas del Estado a las de la impunidad con que abren fuego los sicarios.
¿El ‘pueblo bueno y sabio’ votó a conciencia por el embrollo que será el proceso de elección de Jueces, Magistrados y Ministros cual condición única y absoluta de democratización y purificación del Poder Judicial? Tendría que ser muy crítico y muy sabio para entender los pormenores de tan sabia alternativa democratizadora y la complejidad de su organización y su presupuestación. No. El pueblo puede ser relativamente bueno pero no tan sabio para alcanzar esas profundidades deductivas. El pueblo mayoritario encontró en Andrés Manuel un liderazgo popular enemigo de las atrocidades presidencialistas del pasado y fue con él, creyendo en él, a defender su movimiento. Pero cuando vota en favor de los demás representantes de su movimiento y de su alianza partidista lo hace por él, aun sin conocerlos y sin razonar sobre sus trayectorias, por lo general abyectas y plagadas de toda suerte de delitos y conductas execrables. ¿Votaría del mismo modo por los representantes judiciales postulados por el obradorismo, aun cuando Andrés Manuel esté en retiro? ¿Sería ese el mejor de los aportes obradoristas a la refundación del Poder Judicial? ¿No hubiese sido mejor la movilización popular y electoral en favor de las mayorías parlamentarias calificadas que aprobaron la reforma constitucional poniendo cláusulas democratizadoras del Poder Judicial menos extremas, revanchistas y personalistas como las de la elección directa de cada Juez y cada Magistrado y cada Ministro en el país? Ha sido un exceso. Retirar los privilegios endogámicos y autocráticos de las cúpulas judiciales millonarias está de lo más bien. Eliminar el Consejo de la Judicatura y crear uno Disciplinario independiente de evaluación y sanción judicial, también lo está. Encontrar mecanismos de selección y elección de Ministros, sería muy bueno. ¿Pero todo el merequetengue de campañas y elecciones de los demás cargos judiciales de la jerarquía?…
Se le ha ido la mano a Andrés Manuel. Y falta ver qué tanto. Porque tanto como lo que debe hacerse bien en el Poder Judicial debe operarse en el resto del sistema de Justicia (Fiscalías, defensorías, Policías, etcétera) y en la integración de todos los aparatos civiles y militares contra las bandas del narcoterror.
La reforma judicial ha sido un remolino más riesgoso de lo necesario. Y la inoperancia contra el ‘narco’ otro más. Dos herencias que no tenía necesidad de acometer y dejar Andrés Manuel, usando la disposición incondicional y fervorosa de unas mayorías populares que le han dado la legitimidad que no ha tenido Presidente alguno en la historia nacional.
SM