Uno:
No es un socialista. Ni tampoco un populista.
(El populismo no es una definición ideológica sino una clasificación voluntarista para ubicar en ella a los presuntos demagogos según las conveniencias del eventual clasificador, que puede ser, a su vez, un consumado demagogo, como tantos de cuantos acusan de populista a López Obrador.)
Los socialistas tienen una escuela, una militancia, una doctrina y un programa. Y quienes tienen una militancia tienen una noción compartida de la realidad y de su lucha por el poder político, y de una u otra manera eso los hace excluyentes y por tanto sectarios y dogmáticos, y los dogmas son enemigos del librepensamiento, el eclecticismo, la tolerancia y la pluralidad que suponen que nada es absoluto, que todo es posible y relativo, y que la abstracción, el conocimiento y la justicia no son pertenencias partidistas. Y por eso las ideologías son arcaísmos en proceso de extinción, como los partidos y las militancias. Las militancias de izquierda son tan confesionales como las de derecha. Y los liderazgos proclives a la justicia social no tienen que ser socialistas ni tienen por qué ser ateos. Y en la historia de las devastaciones latinoamericanas, la demagogia de la justicia social, o de la izquierda, ha sido infinitamente menos dañina y rapaz que la de derecha. Y entre Luis Echeverría y Hugo Chávez, por ejemplo, no le llegan ni a los talones a Carlos Salinas y a Carlos Ménem.
El PRI nació de la simulación revolucionaria. La lucha agraria fue convertida en causa y bandera de los constitucionalistas triunfantes que asesinaron a traición a los líderes agraristas del movimiento revolucionario. La simbiosis emergente sintetizó a los defensores de las causas sociales revolucionarias con las de los nuevos dueños del poder económico. La justicia social fue real hasta cierto punto, fue demagógica en mayor grado, y fue polo de equilibrio contra los excesos de la oligarquía del nuevo orden. El Estado favoreció a los ricos, defendió a los pobres, y se operó en un sistema y con un discurso clientelares cifrados en la corrupción y en los valores entendidos de un poder fáctico sentado en un constitucionalismo ideal pero falaz, o de utilidad arbitraria, es decir: una dictadura perfecta.
López Obrador procede de esa ‘ala izquierda’ del PRI que fue cercenada en los ochenta por el neoliberalismo que justificó tal reforma del tricolor en la corrupción populista del presidencialismo demagogo de la justicia social de los setenta, y sobre ese argumento sacrificó la economía mixta –el gran acierto productivo y distributivo de los cincuenta y los sesenta- y los programas sociales, por un modelo privatizador de los bienes nacionales que concentró la riqueza en unas cuantas familias y favoreció la bursatilización inmoderada de sus beneficios –a costa de las quiebras financieras protegidas por el erario y las deudas públicas-, multiplicando al infinito la corrupción y el totalitarismo fáctico que decía combatir, y sobre cuyo argumento disolvió los restos de la herencia social revolucionaria y favoreció la globalización.
López Obrador procede de esa ‘ala izquierda’ de la Revolución Mexicana fundada por Francisco J. Mújica y Lázaro Cárdenas, que siempre fue consecuente con los grupos económicos sin descuidar el sustento ideológico de la lucha social y su discurso vindicativo.
Esa ‘ala izquierda’ probó muy pronto que el neoliberalismo era la antítesis de su partido y lo certificó en las primeras elecciones presidenciales, las del 88, en las que el candidato ganador, Carlos Salinas, lo fue gracias al fraude contra el representante –Cuauhtémoc Cárdenas- de dicha ‘ala izquierda’ desprendida del tricolor, y que fue capaz de sumar a los apéndices partidistas del izquierdismo oficialista del PRI que se fueron con ella y se integraron en el Frente Democrático Nacional con los partidos y movimientos -de los más moderados a los más radicales- de la izquierda mexicana, los que conformaron luego el Partido de la Revolución Democrática, al que dieron el potencial popular y electoral que terminó cuando López Obrador se fue de él para constituir el movimiento y el partido, el Morena (o Movimiento de Regeneración Nacional), con los que se hizo presidente de la República.
Dos:
Su partido y él, contra sí mismos.
El ‘ala izquierda’ desertora del PRI -y sin cuya esencia revolucionaria el PRI, al cabo, se derrumbaría arrastrado, sin su equilibrio natural, por su flanco derecho- dotó al movimiento nacional de toda la izquierda de su fuerza popular y del potencial electoral alternativo que jamás había siquiera imaginado. Pero el perredismo, en particular –como el Morena que nació de él-, incubó en su gestación los gérmenes de su pronta decadencia: una promiscuidad insalvable de izquierdistas desertores del PRI, izquierdistas de los partidos ‘socialistas’ que fueron subsidiarios del PRI, izquierdistas moderados del socialismo democrático, izquierdistas del comunismo histórico, e izquierdistas exguerrilleros y agitadores extremistas y partidarios de todo tipo de revueltas identificadas por ellos como vanguardias de la revolución popular.
Y entre las guerras tribales y el agotamiento faccioso, el programa de la izquierda expriista se fue desgastando, y López Obrador se fue radicalizando, contaminado en el extremismo perredista. Y si bien tomó el liderazgo de los expriistas y los socialistas moderados -que fue cediendo Cuauhtémoc Cárdenas-, sus ímpetus y sus arrebatos lo fueron llevando hasta un espontaneísmo facineroso que respaldaba todo tipo de vandalismos proclamados como insurgencias populares -la disidencia magisterial y sus asociaciones con otros grupos propensos a la revuelta, el anarquismo y la desestabilización como negocio y estrategia-, y en medio de ese caos militante y sin más programa que el de su beligerancia contra el estatus quo, forjó su causa formal hacia el poder presidencial.
Fue, domesticando su visceralidad y sus pulsiones callejeras y oratorias, que pudo sumar a importantes sectores medios de población -inconformes con la degradación moral del poder público y del país en general, y hasta entonces reacios a pronunciarse por él- y ganar finalmente el Ejecutivo Federal.
Tres componentes de su trayectoria, sin embargo, llegaron con él al Palacio Nacional: lo mejor del PRI, lo mejor de él, y lo peor del PRD.
López Obrador cree en y practica la honestidad y el nacionalismo cardenistas, y no hay mejor modelo que ése contra la corrupción y la devastación privatizadoras y neoliberales, y más ahora, en tiempos de pandemias sanitarias y económicas, y de alta crisis de la globalización.
Nada mejor tampoco, ahora, que la herencia priista de la economía mixta, la sustitución de importaciones y el estatismo energético eficiente y antiinflacionario. (Las energías limpias serán estratégicas y verdaderamente alternativas cuando las empresas que las promueven sean competitivas, no dependan más del abuso y el amparo del poder político en turno, y sean reguladas como parte de un mercado que priorice el abasto seguro y al alcance del gasto popular.)
El mayor problema del lópezobradorismo son, pues, sus peores herencias perredistas: la promiscuidad de su movimiento partidista y la beligerancia de su extremismo patológico.
El presidente agravia el potencial político de sus mejores decisiones, con las peores; y del mismo modo que rectificó y sumó a buena parte de los sectores sociales medios para ganar de manera rotunda los pasados comicios generales y avasallar a los grandes grupos de poder pese a todos sus recursos financieros y mediáticos, ahora deberá rectificar del mismo modo o esos grandes grupos sociales no lo acompañarán en las urnas en las próximas y muy críticas jornadas electorales. No son sus enemigos económicos y políticos los que le pueden ganar, sino la incompetencia y la irresponsabilidad acusadas por los mandatos populares de su partido, la tribalización y el deterioro de dicho partido, y el vandalismo propagandista como estrategia política en un entorno tan crítico donde lo que procede -porque se trata de la Presidencia de la República; se trata de un liderazgo de Estado en ejercicio y no de uno en medio de una querella de campaña- es la consistencia objetiva de argumentos de valor para el convencimiento de la opinión pública crítica y neutral, y no el uso retórico de cualquier trivialidad como carga explosiva, que bien puede revertirse y causar los peores estragos en la trinchera propia, por no corresponder a la estatura de un jefe de Estado.
La guerra política, con todo y sus insolencias incendiarias, es propia de la diversidad democrática. Y en una democracia tan imperfecta como la mexicana se requiere de legitimación de los mandatos y de los aspirantes a ellos para crecer y consolidarla. Que los enemigos en campaña frivolicen sus causas no hará sino reafirmar sus derrotas. Pero que lo haga quien tanto defiende la honestidad de la suya después de luchar como nadie para conquistar el poder que ahora ejerce, es un despropósito monumental.
El enemigo -todos los nombrados en el documento cierto o apócrifo usado hace unos días como elemento esencial de denuncia del presidente como acto conspirativo en su contra- no tiene fuerza moral, ni liderazgo ni unidad ni programa, pero tiene derecho a la contienda democrática. El problema de ganarle o no desde el poder presidencial, no está en el enemigo jurado, sino en los sectores electorales críticos que han decidido confiar en el presidente y en la parte positiva de su liderazgo y su mandato, y que bien pueden renunciar a esa alianza si el Gobierno insiste en sus guerras de lodo o en responder a ellas cual gamberro de esquina y no como jefe de Estado.
Tres:
La alternativa que es.
Andrés Manuel está banalizando la lucha contra sus adversarios; no necesita el artificio y la satanización obsesiva de personajes y grupos de poder cuyo desprestigio es tan redondo y tan conocido que no se requiere más propaganda en su contra que la de los hechos. Fue la obra demoledora de todos ellos, más que nada, la que lo llevó al poder, y serían él y su partido, y no ellos, los que acabaran con él y su proyecto de poder.
La corrupción ha sido el peor cáncer nacional y, populista o neoliberal, tiene medio siglo hundiendo al país en la ignorancia, la pobreza la desigualdad y la indignidad.
El presidente fue de los muy contados priistas de la vieja escuela que salvó el decoro. Y lo sigue haciendo frente a los más enconados y poderosos enemigos que cantarían de júbilo la mínima victoria de exhibirlo con un expediente de turbiedades, por mísero que fuese comparado con el suyo. Lo han investigado hasta debajo de las piedras y no le han encontrado una sola desviación de valor sustentable y susceptible de uso legal o político.
Nadie se salva, y mucho menos en la vida pública -y menos aún en la mexicana, donde la perversión es idiosincrasia, identidad-, de unos y otros pecados de incorrección ética; porque la política no es para escrupulosos que eviten contaminarse en el trato con forajidos y canallas. Pero en un país saqueado e identificado en el mundo como el de los más numerosos y más perniciosos truhanes en pueblo alguno sobre la tierra, ser enemigo de esas bandas, haber sido elegido por la mayoría popular más absoluta y definitiva de la historia, y ser bombardeado a toda hora por las tales fuerzas desplazadas de los privilegios del Estado como las peores enemigas que han sido del interés popular, la justicia social, el orden legal y el patrimonio nacional, ya es, en sí mismo, un privilegio que hace la mejor arma de defensa personal, de la representación social que se ostenta, y de la causa política que se defiende.
Lo que menos necesita un liderazgo popular y con incuestionable estatura moral, es hacerle el juego a la vulgaridad de enfrente, donde sobra el personal mediático y discursivo a sueldo, donde la propaganda intelectual mejor fraguada le significa al poder empresarial que la utiliza apenas una bagatela, y donde lo que más abona a su campaña contra la causa presidencial enemiga son las superficialidades populacheras de esta, explotadas por esa propaganda intelectual y mediática de los de enfrente como frivolidades que tipifican la pobreza de estadista del mandatario federal y sus graves limitaciones como líder nacional.
Sus ramplonas adjetivaciones contra el mal llamado ‘conservadurismo’, sus mal fundamentadas teorías conspirativas -donde las amenazas desestabilizadoras pueden ser muy reales, pero los antídotos institucionales y respuestas retóricas oficiales muy improvisadas, amateurs e ineficaces-, sus exageradas aversiones a las logísticas y dispositivos propios de la investidura presidencial (transporte aéreo oficial, etcétera), y otras simplificaciones y radicalismos propios de la peor propaganda de sus primeras campañas proselitistas, pueden seguir sirviendo para el consumo de sus bases electoras originarias y militantes, pero no para la conservación de los seguidores no incondicionales que, si bien defienden la integridad moral y las mejores causas presidenciales, no suscriben las verdades de lo que se le acredita como excesos populistas; y que si bien tampoco defenderán a los llamados ‘conservadores’, mucho habrán de beneficiarlos distanciándose del presidente y su partido, tanto por los despropósitos de aquel, como por la descomposición interna de este, y las pésimas y frustrantes gestiones representativas federales y locales de la mayoría de sus liderazgos, como ha ocurrido en Quintana Roo con sus deplorables munícipes, entre los peores de todos los tiempos.
Hoy día, no hay mejor causa económica y moral en México que la del presidente, pero tampoco hay peor enemigo del presidente que él mismo. La oferta política del llamado Bloque Opositor Amplio (sean ciertos o falsos los manifiestos suyos tan pésimamente urdidos o usados por el primer círculo presidencial, y sea cierta o apócrifa la tal denominación, que más allá de ella misma es por demás sabida la convergencia de los activistas del antilópezobradorismo, tengan una unidad y una estrategia programática o no) no tiene por qué ser clandestina ni ilegítima. Y el 2021 será un año decisivo para el presidente y para el país. Si AMLO no se atiene a sus fortalezas, él, pero sobre todo el país, serán víctimas de sus debilidades, y las grandes mayorías nacionales serán de nueva cuenta, pero peor que nunca, alimento de las más hambrientas parvadas carroñeras.
Andrés Manuel debe verse en el espejo de líderes latinoamericanos inmejorables pero caídos víctimas de sus imprevisiones, o lastimadas sus causas populares y sus proyectos nacionales por no poder resistir el embate de las oligarquías y los instrumentos políticos y mediáticos a su servicio. Lula y Dilma, en Brasil, y Evo y Correa, en Bolivia y Ecuador, pagaron caro sus excesos de confianza -más acá de que mañana los electores que no defendieron a tiempo sus banderas, o aquellos a quienes se las arrebataron, las recuperen-.
Andrés Manuel no es un izquierdista clásico ni un militante y líder socialista como todos ellos. Es solo un líder de convicciones populares, honesto y de plena legitimidad democrática. Pero le falta ser más estadista, menos retórico en sus iniciativas no esenciales -avión presidencial, ‘consultas públicas’ y frivolidades ideologistas y maniqueas (conservadores malos y liberales buenos, etcétera)-, más consecuente con sus virtudes personales y políticas estratégicas, más visionario frente a las fuerzas reales que lo enfrentan, y más comprometido con los sectores poblacionales y de opinión que no quieren saber más del pasado medio siglo de regímenes izquierdistas y neoliberales corruptos, pero tampoco de querellas facciosas libradas en el estercolero de la propaganda extremista y el divisionismo sectario, y que fueron, a fin de cuentas, los que le dieron la victoria, y los que también podrían regateársela en las jornadas electivas del año venidero.
No hay liderazgo cierto con la mínima estatura competitiva en su contra. Su modelo económico es el necesario en estos tiempos de decadencia globalizadora y privatizadora, y su consistencia moral la que más demandan las instituciones republicanas. Pero requiere enfrentarse a sus enemigos reales y a los del país con sus mejores armas, que al fin y al cabo es el jefe del Estado mexicano, no el mandamás de una pandilla, por masiva que sea, en guerra con la de los ricos de la otra cuadra.
La salida sin endeudamientos externos irreparables de una crisis económica que no provocó -como la que sí provocaron los demagogos izquierdistas y los neoliberales-, y el éxito posible de las grandes inversiones públicas -cuyo fracaso no puede vaticinarse ahora, por mucho que se estiren las estimaciones de los agoreros del desastre- y del nacionalismo económico y energético, hablarán a fin de cuentas de la buena gestión presidencial de López Obrador. Esa ha sido su apuesta mayor. De ella depende su futuro y la gracia de la memoria del mañana.
SM