Signos
Lo que se llamaba ‘institucionalismo’ -o ‘ser institucional’- en los tiempos clásicos del autoritarismo priista, se traducía en el discurso formal como disciplina y respeto a los procesos y las jerarquías favorables al partido y sus cometidos históricos, y, en la realidad que hizo del cinismo y la simulación política un modo de ser y una cultura nacional, ese llamado institucionalismo sólo era el eufemismo de la servidumbre y la complicidad absoluta cual condición del éxito particular de los aspirantes a convertirse en lo que sus jefes y patriarcas partidistas alcanzaron y llegaron a ser -como ejemplos y legados de aptitud y perseverancia- merced a esa institucionalización del servilismo y la abyecta incondicionalidad a las órdenes superiores, por perniciosas y lesivas del interés público que fueran.
El institucionalismo contrario o el buen institucionalismo es el que haría falta para que las organizaciones partidistas sirvieran de algo y favorecieran las causas populares y representativas legítimas y verdaderas.
Porque hoy día, en la era de la suprema pluralidad y de cualquier género de alianzas de conveniencia entre las cúpulas políticas desbocadas por el poder, lo que sobra es el desprestigio y el desbordado interés por el negocio privado que representan los cargos de representación en disputa, y lo que no se advierte en ningún caso es la filiación y la institucionalizada fidelidad a los principios, valores y razones que dice defender la demagogia de los partidos en la arena electoral, solos o asociados. Y en lo que a ese ‘institucionalismo’ y a los liderazgos y candidaturas se refiere, estos tiempos de pluralidad y suma democracia representativa son mucho más regresivos, ofensivos y enemigos de la justicia y los derechos de la diversidad, que los de la demagogia autoritaria de los largos días del priismo clásico e inapelable.
¿Cuál es, por ejemplo, el institucionalismo dominante en el partido Movimiento de Regeneración Nacional, cuya fuerza popular y representativa no reside ni en su consistencia ideológica ni en su programa político ni en su diferenciado proyecto histórico y de desarrollo, sino en el liderazgo apostólico y unigénito de su jefe máximo y hoy presidente del país, cuyo discurso y propósitos y convicciones personales, y nada más, constituyen la doctrina y el eje paradigmático de dicha iniciativa también llamada la ‘cuarta transformación’?
¿Cuál es ese institucionalismo partidista (o eso que se llama ‘ser institucional’) que transita por sociedades del crimen, como con el Partido Verde, en la antípoda de las sagradas escrituras sobre la decencia pública defendidas por el dirigente bíblico de la reconstrucción moral, y cuando una cada vez más numerosa y elocuente f(r)acción militante y fundacional de ese partido protesta y se rebela contra las inocultables turbiedades y utilitarios negocios de la dirigencia que preside Mario Delgado, y que es capaz de entregar entidades enteras -ganadas por el dogmático fervor electoral obradorista- a la mafia verde a cambio de las tres o cuatro monedas parlamentarias que hagan la diferencia y salven las iniciativas presidenciales más convenientes al proyecto transexenal de la ‘4T’?
Si la dirigencia del partido presidencial, que nació como un movimiento por la dignificación de la vida pública, opta por la perversa institucionalización de lo faccioso, lo ilegal y lo inmoral, parece más que evidente que ese camino no puede conducir sino al precipicio y que su liderazgo es más propio de los impostores y traidores, que de los convencidos y renovadores.
La causa, progresivamente irreverente y sólida, del ala morenista contra Delgado y sus sórdidos arreglos con los verdes, cuenta con la evidencia inequívoca de los hechos. Y en esa objetiva documentación de principios y sentencias se sostiene el crecimiento de su inconformidad, de su identidad contestataria interna y de su militancia crítica.
En Quintana Roo, como en San Luis Potosí y como en otras entidades entregadas al Verde por la demagogia y el sectarismo de la falsa regeneración moral, con la cesión de la candidatura a la alcaldesa cancunense, Mara Lezama, para gobernar el Estado, ha salido perdiendo, entonces, ese otro ‘institucionalismo’: el de los opositores y los impugnadores de la causa de los mercenarios.
Y ya no se advierte, ahora, liderazgo contendiente alguno ni fuerza alternativa capaz de resistir con suficiencia y de acusar y condenar con éxito en los tribunales electorales y de la opinión pública la imposición de esa candidatura fraudulenta e impostada, y cuya victoria de los verdes, en la elección constitucional de junio, se pretende conquistar y hacer valer con la fuerza espiritual y la popularidad del líder presidencial y fundador del Movimiento de Regeneración Nacional, que tiene en la entidad caribe el más alto bastión porcentual de seguidores en el país.
¿Serán capaces, los enojados enemigos morenistas del institucionalismo del fraude, de intentar la derrota de la candidata de la impostura en los comicios estatales venideros (por lo menos absteniéndose de ir a las urnas y en la conciencia de que, a pesar de la falta de figuras -en la oposición externa a su partido-, la actual munícipe cancunense ha sido elevada a candidata gubernamental no obstante su progresivo declive -manifiesto en las encuestas del proceso interno sobre las preferencias hacia los aspirantes, y a la masiva ausencia de sufragios favorables a ella en los comicios de su reelección municipal- y aun sobre su consistente pérdida de aprobación popular y militante, consecuente, ni más ni menos, con sus repetidos y muy sonoros escándalos de abusos y desfalcos contra los patrimonios municipales a su cargo)?
Saben muy bien que, si no evitan la contaminación verde de su partido, menos podrán brincar, este y su ‘4T’, la barrera de las presidenciales del 24. Porque, como cualquiera también sabe, la existencia y la caducidad del Morena penden de la vigencia directa de su jefe máximo y de sus prédicas de la moralidad. Y, sin él allí, como sombra del árbol de los oportunistas y vividores del poder ajeno, su partido será más pronto que temprano no más que mero polvo de olvido. Y el PRI -ahora en un entorno de asociados similares- no será más el referente mexicano por excelencia del ‘ser institucional’ oprobioso y fársico que ha sido.
Hoy valdría la pena preguntarse por la diferencia moral e ideológica entre ‘ser institucional’ verde del Morena y ‘ser institucional’ al modo de la exverde y exalcaldesa de Puerto Morelos, y también expriista, excolaboradora y discípula del presidiario exgobernador Beto Borge, Laura Fernández Piña, ahora diputada federal exverde y perredista, y segura candidata al Gobierno quintanarroense por la alianza del PAN y su nuevo partido, el PRD.
¿Cómo harían entonces los morenistas disidentes del institucionalismo verde inducido por su dirigente Mario Delgado, para intentar hacer perder en las urnas de junio a la candidata de su partido a la gubernatura, Mara Lezama, si en otro de los frentes sucesorios tienen por alternativa electoral a un ejemplar político de su misma indeseable catadura?
Aunque, es cierto…:
Acaso el divisionismo las haga perder a ambas y el abstencionismo sea la mejor opción de ese ‘ser institucional’ morenista de la resistencia donde acaso, asimismo, Roberto Palazuelos y Marybel Villegas complementaran el cuadro de la debacle del institucionalismo basura como única ‘salvación’ del morenismo originario y del destino del Estado.
SM