Tras el brutal enfrentamiento entre bandas criminales el sábado 5 de marzo durante un partido de fútbol en la ciudad de Querétaro, el presidente de México dijo el lunes 7 que la tragedia se explicaba entre “los resabios de los Gobiernos neoliberales… en que se apostó a la corrupción y a la impunidad.”
Añadió que “Ante estos hechos lamentables se debe continuar moralizando al país y atendiendo los orígenes de la violencia”; que “antes se pensaba que sólo con medidas coercitivas se podía resolver el problema de la inseguridad y la violencia en México”, pero que “eso era relativo, porque los Gobiernos estaban en manos de la delincuencia”, dijo.
¿Pero es que ahora, gracias a él, todos los Gobiernos están a salvo de la delincuencia? ¿No hay narcogobiernos ni autoridades cómplices del hampa, y el triunfo de la moralización contra el neoliberalismo y la limpieza final de sus ‘resabios’ es el de la pacificación, la seguridad y la justicia que viene?
¿Que viene cuándo?, porque con los mandatos populares de la democracia del nuevo tiempo no hay diferencia entre los de unos partidos y otros, entre los de ayer y los de hoy, entre el presidencial y sus aliados y opositores.
¿Pero es que luego de más de tres años de gestión federal transformadora estamos en el camino correcto?, porque la sangre y los cadáveres siguen siendo el paisaje ordinario de Cancún, de Playa del Carmen, de Tulum, de Chetumal, y de muchas ciudades y lugares de Tamaulipas, Zacatecas, Guanajuato, Michoacán y otras entidades y regiones del país, que siguen siendo gobernados por no pocos delincuentes cuyo perfil y cuyo desempeño son causantes del caos y la ilegalidad que favorecen la buena marcha de las empresas armadas de sicarios, y donde más bien el porvenir, lo mismo allí que allá y en casi todo México, se advierte cada vez más negro y desesperanzador (según las perspectivas y los augurios ominosos que pintan, por ejemplo, los procesos electorales en curso y las candidaturas espurias a los Gobiernos y los cargos locales de representación, y donde los elegidos menos peores son apenas sujetos improvisados y anodinos impulsados por los financiamientos prohibidos de siempre, y los más peligrosos y rapaces responden a intereses negociados entre grupos y titiriteros de esa misma especie de depredadores de unos partidos y otros donde, claro, quienes llevan la ventaja son los apadrinados por el poder presidencial, como los mercenarios del Partido Verde que avanzan en la tierra quemada de la envilecida democracia nacional).
¿Sucesos como el de Querétaro son resabios del pasado de la corrupción neoliberal, entonces, o significan, más bien, la continuidad creciente y el anuncio de nuevas versiones y organizaciones delictivas derivadas de la perversión institucional que se advierte en los proyectos emergentes de ‘mandato popular’, cuyas decadencia y degradación moral e institucional, con todas sus consecuencias, se expresan desde las vísperas mismas de su acceso al poder?
¿Son los resabios de la corrupción neoliberal los causantes de la violencia y su remedio es, más que el ejercicio coercitivo, la identificación y la corrección de sus consecuencias (que en la óptica presidencial no son otras que las del empobrecimiento moral y material de la nación)? ¿Habría que esperar el fin de la desigualdad y la inmoralidad para celebrar el fin de la inseguridad?
Esta postura y este discurso presidenciales son altamente combustibles, como ingredientes de la impunidad que estimula el delito y la violencia de todo género y en todos los ámbitos, y la propagación del éxito de la industria del narcoterror y el fuego indiscriminado de sus sangrientos negocios.
Sólo un anormal podría creer que las condiciones de corrupción y de pobreza producidas por el neoliberalismo son las culpables absolutas de la criminalidad (¿qué no lo fue ‘la patada al avispero’ del ‘narco’ propinada por el ahora expresidente Calderón enfrentándolo con las Fuerzas Armadas, o la atomización de la fuerza del Estado en los núcleos de poder de la pluralidad gobernante que derivó de la derrota priista y la primera alternancia presidencial en el año 2000), y que la barbarie homicida sólo puede combatirse y erradicarse acusándola eternamente como herencia de la corrupción neoliberal (porque en el autoritarismo priista precedente había garantía de seguridad y paz social puesto que ¿no había pobreza, o inmoralidad pública?) y haciendo un país sin pobres -y por tanto sin maleantes- y de representantes populares intachables y enemigos de la mala vida (es decir: los producidos por la causa de la regeneración moral de quien hoy preside el Estado republicano, y sus generaciones venideras).
Por supuesto que sólo un anormal podría creerse que el orden coercitivo es accesorio porque no hay criminales por naturaleza sino por el trauma de la falta de oportunidades y contra los que sería un crimen desplegar la fuerza armada y jurisdiccional para eliminar sus atentados y en defensa de los derechos de sus víctimas reales y potenciales.
Pero Andrés Manuel no es de ninguna manera un anormal. Sabe que lo que predica en tal sentido es un disparate. Y lo que cualquiera, que tampoco fuese anormal, debiera entender, es que su discurso va mucho más allá de una irresponsabilidad demagoga. Porque se trata más bien de un pronunciamiento, desde la posición más alta y de mayor capacidad de decisión de las instituciones de la República, que a quienes más beneficia es a los más peligrosos criminales que ejercen fuera de esas instituciones, y a los cómplices y socios que los protegen o los dejan hacer desde sus cargos en ellas.
En ese discurso pretende disfrazarse y esconderse la impotencia y la cobardía presidenciales contra el ‘narco’.
Insistir en el fin de la corrupción neoliberal y de la pobreza como principio de la victoria contra la violencia y la inseguridad, antes que en el del ejercicio coercitivo de las Fuerzas Armadas y jurisdiccionales del Estado, es un discurso de la tolerancia al crimen. Y añadir en él la premisa de la moralización como factor de redención social y de justicia, pero manteniendo intacto el sistema educativo y los vicios que atascan su potencial evolutivo y modernizador de la cultura democrática, es garantía de preservación de la pobreza espiritual y material en que anidan la ignorancia, los prejuicios, los fanatismos y los mismos fracasos nacionales de todos los tiempos.
¿Con becas estudiantiles y subsidios a los ancianos y los discapacitados con los presupuestos de la política social y los programas del Bienestar han de librarse la pobreza y la inseguridad –que en ella anida y procede de ella-?
Los flancos educativo y de seguridad son los más desguarnecidos y vulnerables del Movimiento de la Regeneración Nacional o de lo que defiende como la ‘cuarta transformación’ o ‘4T’. Y el de la moralización y la anticorrupción se viene abajo con la inobjetable evidencia de los turbios procesos de selección de candidatos del partido presidencial y, sobre todo, los negociados con la banda cupular del Partido Verde, en un contexto general de libertinas alianzas, oportunismos, arribismos, deserciones, ‘cargadas’ -de los más genuinos tiempos y arrabales tricolores- y todo tipo de permisividades electorales y pudriciones ideológicas y democráticas aprovechadas por todas las raleas ‘militantes’ y los desechos partidistas opositores, y cuyo destino será el de la depravación política más devastadora y terminal jamás vivida en la historia del Estado mexicano, donde lo que cuenta, sobre todo -o lo único que cuenta, ya sin el amparo del mínimo recato legitimador de las defecciones y las nuevas y vergonzantes adhesiones-, es el asalto al tren del acarreo y el reparto de lo que haya o lo que quede de los despojos sobrantes de los patrimonios públicos.
¿De qué moralización nacional habla, entonces, Andrés Manuel, en medio de estas jornadas de febriles y abyectos arrebatos del oportunismo en todas las madrigueras y carnicerías de las disputas por el poder?
El discurso de la moral apesta en el festín de la rapiña, el canibalismo y la banalidad extrema de las cloacas electorales.
Y, sin embargo, como diría nuestro ya finado amigo Tomás Mojarro, ‘algo queda’, en la causa y la contradicción del obradorismo: su defensa de un par de sectores estratégicos del Estado nacional, por ejemplo, en la lógica de las banderas del necesario equilibrio estatista -de lo mejor del PRI- de los sesenta, dentro del modelo del Estado social de derecho, en un país de amplias mayorías populares y de bajos ingresos, en que el Estado y sus patrimonios esenciales no deben privatizarse y entregarse por completo al utilitarismo del mercado y al beneficio de la oligarquía, como ha intentado hacerse, en efecto, en los regímenes neoliberales y saqueadores de las pasadas tres décadas.
El patrimonio energético debe seguir siendo público y mantenerse alejado de las garras corporativas globales más corruptas a las que se ha estado entregando.
La economía mixta es básica en favor del interés popular mayoritario, como lo es la defensa fiscal y financiera contra endeudamientos y devaluaciones del tipo de las que han quebrantado al país desde hace más de medio siglo entre el populismo corrupto de unos gobernantes y el neoliberalismo corrupto de sus alternantes.
AMLO ha sido el liderazgo histórico necesario contra las recurrentes y devastadoras crisis económicas y en favor del necesario nacionalismo energético. Eso es lo bueno de su contradicción. Lo malo es lo dicho: la seguridad, la educación y la moralización (desprovista de moral en turbias negociaciones políticas como las de las candidaturas y alianzas pactadas con el Niño Verde).