
Signos
En el principio fue el espejismo. El de quienes confiaron que las formas eran fondo. Que las nuevas ‘Mañaneras’, ahora nombradas ‘del pueblo’, subían a un segundo piso que anunciaba el buen orden del Gobierno entrante y que sería, asimismo, el de una evolución transformadora más estructurada que la del caudillismo dicharachero y ocurrente; un segundo piso del cambio histórico prometido por la izquierda separada del PRI.
En esa óptica, se agradecía la disciplina casi académica y una organización temática y de vocerías autorizadas que daban cuenta de un cambio certero de liderazgo donde el obradorismo carismático trascendía hacia uno menos elocuente y personalista, pero más sistemático y eficaz. Ahora la información sería más concreta y más metódica. El tiempo era otro. La política debía ser ejercida de manera distinta. Ya no más confrontacionismo y tribuna tomada por trinchera. No más visceralidad y propaganda y guerra panfletaria. El presidencialismo tropical y chocarrero, por necesario que había sido para probar los atributos populares de una dirigencia de Estado que podía superar todas las campañas revanchistas y de desgaste de la oligarquía ahora derrotada de manera contundente en la urnas, debía dejarse atrás, con sus herencias y tradiciones tricolores que a fin de cuentas habían forjado su gran base electoral, en aras de una administración institucional más eficiente, y de una comunicación social más objetiva y esclarecedora del acontecer oficial; consciente de los cambios generacionales y más al servicio de una opinión pública plural, no militante y abierta a esa diversidad crítica siempre atenazada por la polaridad: entre la monopolización mediática corporativa del pasado y la unilateralidad excluyente de la alternativa obradorista comandada a sus anchas y a su modo por Andrés Manuel, el tabasqueño peleador.
Las nociones pedagógicas de las primeras ‘Mañaneras del pueblo’ alumbraban la esperanza de una ‘regeneración nacional’ confiable y debidamente agendada en sus procesos progresivos. El feminismo gobernante se advertía de la más alta autoridad política. Un thatcherismo de poderosa autoridad en el mapa y en todos los ámbitos de los Poderes republicanos del país parecía suplir con éxito el caudillaje de altas idolatrías de la izquierda obradorista; un thatcherismo por su envergadura de poder y por su perspectiva programática, si bien en su antípoda ideológica.
Claudia renunciaría a las diarréicas satanizaciones contra el ‘conservadurismo’. Impondría la mesura y el ejemplo de la buena gobernanza y el buen juicio de la izquierda democrática dialogante, y tan inclusiva como el feminismo antisectario y favorable al derecho humano universal sin exclusiones de género. Consciente de que sus atributos nada tenían que ver con el expriismo protagónico, grandilocuente y retórico de su mentor, predecesor y autor de su máxima experiencia de Estado, labraría su propia personalidad y su autoridad de líder suprema de la nación con su propio estilo discreto, austero, de precavidos y armonizados recursos de verdades y mentiras para el convencimiento necesario (la demagogia proporcional entre lo cierto y lo conveniente), y fincaría un prestigio diferencial lo mismo sin rupturas que sin ataduras, lo mismo con continuidad que con superación de estándares y nuevos puntos de partida, y donde tanto la arenga de los vitales tiempos juveniles se justificara en su contexto combativo y la estatura crítica de su momento, como la era de madurez y de combatividad dentro del nuevo espectro institucional de responsabilidades.
Eso parecía y eso perfilaban las inaugurales ‘Mañaneras del pueblo’. Pero la sustancia del perfil de autoridad no fluyó. El thatcherismo de izquierda se fue aflojando y se fueron desalentando las expectativas cifradas en los augurios de la seriedad inicial del nuevo poder.
(Putin dijo un día que los golpes de autoridad de un nuevo liderazgo deben darse en el principio, como hizo él contra el terrorismo independentista checheno y contra los oligarcas especuladores rusos que pretendieron desafiarlo y terminaron pagándolo muy caro, o no surtirán efecto. Los destinatarios sabrán que no hay fuerza y legitimidad ahí.)
Y cuando se esperaba que los Gobernadores y otros tantos delincuentes políticos de su partido y verdaderos generadores de criminalidad y de violencia fueran llamados a cuentas por el poder presidencial para sentar el precedente de la regeneración moral pregonada y prometida como principio básico de la transformación nacional -o de ‘la cuarta’ del país, en la excesiva contabilidad histórica de ese movimiento obradorista de Regeneración Nacional-, la Presidenta terminó llamándolos los mejores gobernantes y representantes populares habidos en sus pueblos en el curso mismo de la existencia de México.
Y esos Gobernadores y esos representantes políticos, dueños absolutos de la autoridad de sus feudos, saben de sobra ahora que no hay ni habrá un feminismo presidencial que le ponga el alto a sus desafueros porque son ellos, y no ella como jefa del poder federal, los únicos que deciden en sus territorios donde además, dice la Presidenta, ella no puede contradecir la decisión soberana de los electores locales, únicos en decidir la suerte de sus mandatarios y de sus autoridades. De modo que el crimen organizado siguió adelante con sus negocios, resistiendo los golpes de una nueva política de seguridad obligada por las también nuevas presiones estadounidenses, pero seguro de que la autoridad que lo protege dentro de Gobiernos, Fiscalías y sistemas de Seguridad y de Justicia no será tocada.
Y como la autoridad presidencial no tiene manera alguna de imponerse, alguien dentro de su causa reacciona: ‘¡Hey, vuélvase a lo que sí se puede! ¿Y que es lo que sí se puede?, condenar de todo a los otros. ¿Y quiénes son los otros?, pues los de la derecha. ¿Pero es que no eran, de los otros, tantos que ahora son de nosotros?, pues sí, pero el caso es la consigna y la propaganda y lo que mejor se sabe hacer.’ Queda, entonces, ganar la calle y la vanguardia de la movilización. En la incivilidad, las razones se diluyen.
Y ahora vienen los procesos sucesorios, la elección de nuevos candidatos, la decisión de si el obradorismo de Andrés Manuel o si el de Claudia se impone en el mapa de la Regeneración Nacional, o si el del Niño Verde sigue haciendo de las suyas en Quintana Roo.
¿Tiene Claudia candidatos fuertes con estructuras políticas y electorales propias? ¿Tiene más que los Gobernadores y que los patriarcas legislativos federales, Ricardo Monreal y Adán Augusto López, y que su Secretario de Economía y también excompetidor por la candidatura presidencial de su partido, Marcelo Ebrard?
Hoy día, frente al reto electoral en curso, la alternativa del cambio de paradigma presidencial del expriismo izquierdista de Andres Manuel al académico de Claudia Sheinbaum o era inexistente como alternativa real o ha sido un fracaso. Porque la sobriedad pedagógica de las ‘Mañaneras del pueblo’ dejó de ser, y la consigna barata del izquierdismo callejero de las militancias universitarias contra la derecha tomó su lugar. Y su estridencia maniquea se multiplica en marchas y concentraciones que, más que su fuerza gobernante y representativa y más que su madurez y su experiencia estratégica, manifiesta su naturaleza regresiva y su vertiginosa debilidad.
SM