Agustín Labrada
Como en el clásico relato de viajes, la existencia del poeta cubano Delfín Prats es un círculo que se cierra en los últimos días del milenio, tras una aventura vital y creativa en ciudades caribeñas y europeas que se enlaza con sus libros y forman ya un pasado. Prats ha vuelto a sus orígenes, su infancia, al bosque y el camino cercanos a Holguín y, con lucidez y espontánea ironía, (re) descubre el mundo desde su elegida soledad.
Estudiante, traductor, barman…; poeta del apasionamiento y el vino, sin ambiciones materiales y entregado siempre a los rituales del verbo, a Prats se le conoce en su isla por unos pocos libros, breves e intensos como los escritos por fray Luis de León y Arthur Rimbaud, nombrados Lenguaje de mudos, Para festejar el ascenso de Ícaro, El esplendor y el caos, y Abrirse las constelaciones, cuyos versos figuran en revistas españolas, estadounidenses y latinoamericanas.
Llama a su refugio “La huerta de Cándido”, en risueño homenaje al escritor y filósofo francés Voltaire. Su casa de madera no tiene paredes interiores y, desde cualquier ventana o hendidura, pueden verse palmares y colinas, mariposas y palomas, y el aire limpio que se inunda de color cuando llegan, cada sábado, sus amigos con noticias y sueños. Son tiempos difíciles y Delfín escoge una pradera, cuyo horizonte pertenece a la eternidad.
Una botella de Bariay, holguinero ron que lleva el nombre de la costa donde por vez primera el almirante Cristóbal tocó estas tierras insulares, convoca a Delfín a una conversación, donde se desdibuja todo orden, matizada con anécdotas de diversa estirpe. Entre otros visitantes, los jóvenes poetas Ronel González y Maribel Feliú le corresponden con amistad y se entusiasman ante la fiesta de la palabra, a modo de conjuro contra el vacío.