Signos
Por Salvador Montenegro
Impresiona la manera en que el Presidente asume la sangrienta realidad de un territorio nacional cada vez más y como nunca sometido por las bandas del narcoterror a su control.
Ya no sorprenden su ineptitud, su cobardía y su complicidad con el crimen. Pasman su sordera y su sórdida manera de burlarse de la expansión desaforada de la violencia, y de la impotencia de quienes la denuncian y de quienes protestan en contra de la impunidad absoluta con que el Estado favorece y propicia el despliegue sin contenciones de esa industria cada vez más poderosa y bestial.
A las Fuerzas Armadas se les desmoviliza. Se suspende la cooperación bilateral con Washington para perseguir delincuentes que debieran ser de interés común. Tampoco se procesa a ninguno de ellos en el país. Se defiende el discurso de que los derechos de los sicarios valen tanto como los de sus víctimas inocentes. Se insiste en que sólo la pobreza es culpable de la criminalidad y en que sólo cuando se acabe con la pobreza se acabarán los asesinos.
Y mientras se disparan como nunca las cifras de desaparecidos y las muertes dolosas producidas por la delincuencia organizada, se sigue acusando de ello al exPresidente que dejó el poder hace más de nueve años.
De manera paradójica y en gran medida sustentado en una política social, llamada del Bienestar y financiada con pensiones y subsidios directos para las grandes mayorías pobres, el jefe de la nación cuenta con un masivo y devoto respaldo popular que le permite que su causa partidista gane elecciones, Gobiernos y representaciones políticas en casi todo el país, aun cuando los ganadores sean candidatos piltrafa y de la peor especie que lo que en realidad representan es lo que de manera formal se condena, por corrupto, en el discurso presidencial por la regeneración moral e institucional del país.
Y en esa paradoja, el ciudadano elector y seguidor de la causa de su jefe máximo es culpable, por tanto, de que la miseria política emergida de las urnas con su voto contribuya, asimismo, a reproducir e incrementar la violencia y la inseguridad patrocinadas por la complacencia del régimen federal y del indisputable liderazgo nacional.
Y el problema mayor es que en la perspectiva de ese electorado analfabeta y de esa criminalidad representativa elegida y legitimada en las urnas como democrática y que toma el poder político de manera casi absoluta y en cada vez más territorios estatales y municipales, no hay alternativas opositoras de valor y tiende a haber cada vez menos.
Porque, además, los partidos de la oposición se están vaciando de liderazgos y militancias que, en la avalancha del triunfalismo del partido presidencial, se suben a ese barco ante la encrucijada del naufragio, en tanto no se les exigen condiciones éticas por cuanto el discurso de la regeneración moral, del partido presidencial, es sólo eso: un discurso.
Y entre la demagogia y la impunidad, los jefes regionales de la industria del narcoterror van colocando sus piezas y sus recursos y financiamientos (la autoridad electoral es un invento logístico legalizador de lo que salga electo; de los dineros sucios no dan cuenta) en el tablero de las elecciones y en las candidaturas más ganadoras y convenientes a sus fines.
Y salen a la calle a matar a sus opositores en el negocio para, también, evitar la atomización y la dispersión de su mercado, intentar monopolizarlo, y favorecer a sus representantes políticos con un proyecto de pacificación futura, sustentado en el control de un solo cártel en el entorno, que, sin embargo, en el entretanto produce los ríos de sangre que ahora mismo se padecen, que se tornan incontinentes, que se acusan con rabia y con impotencia desde la indefensión y la orfandad, y ante cuyas víctimas e inconformes y críticos el Presidente sólo se ríe y se justifica acusando que la narcoviolencia no es como la pintan los detractores de su mandato y que, en todo caso, nada de eso es culpa suya sino de los gobernantes conservadores del pasado a los que el pueblo, por fortuna, derrotó.
SM