Signos
En los tiempos de Buendía y de las enseñanzas académicas sobre géneros y otras materias periodísticas de Fernando Benítez, Benjamín Wong, Granados Chapa y otros históricos y memorables maestros del oficio de la comunicación escrita, la llamada Columna y que tanto prestigiaba o desprestigiaba a su autor, era la que en breve texto y sin palabras vanas sintetizaba tanto el tema investigado y documentado por quien lo suscribía, como el perfil mismo, en términos éticos y profesionales, del llamado Columnista, quien al serlo en sí mismo testimoniaba un sólido andar por los caminos del diarismo, de la nota informativa, de la crónica, del reportaje -cual género de géneros que está expirando más que todos los demás hoy día-, del ensayo periodístico (propuesto este por Monsiváis, quien lo cultivara en la conjugación de elementos contextuales teóricos o sociológicos y aproximaciones de estilo y observación personal a la objetividad del tema o del hecho a documentar) y hasta de alguna jefatura en el entorno de La Redacción. El columnista era dueño de su información y su verdad, acreditador de sus fuentes anónimas y exclusivas y de sus ofertas de intercambio con ellas -para bien o para mal-, canal del engaño de ocasión o del descubrimiento del mismo -según el valor de su firma y de su medio-, hacedor de la verdad cotidiana más importante o mercader al servicio de los peores intereses. El columnista, para serlo con cualidad, podía ser el más perverso e inescrupuloso de los periodistas pero también de los más hábiles y de los más curtidos en las más diversas variables del oficio. Podía ser el más perfecto y avieso francotirador de la prensa pero no un pobre diablo de la información y del idioma; de otro modo no tendría presencia significativa ni influencia que importara entre los lectores de la opinión pública y las clientelas políticas buscadoras de novedades y productos de interés informativo y editorial, ni, por tanto, de periódicos y revistas. Por pérfido, doloso y manipulador de la verdad que fuera, el columnista tenía que ser un reportero hábil, astuto, experimentado y con dominio probado de la escritura. Y si canalla no era sino todo lo contrario, tenía, además, que navegar cuesta arriba, contra el alud del poder omnipresente, contra el estatus quo, y ganarse ese breve espacio de papel que, de tribuna de la verdad, se convertiría en blanco de los disparos del poderoso enemigo, que empezaría por apuntar sus armas contra los dueños de la libertad de prensa de ese periodista, es decir contra los dueños de su medio y de su empresa. El espacio de la columna más breve era capital. Saber apretar el contenido de lo informado y analizado en el lenguaje más conveniente para hacer de todo junto un producto superior y al nivel de las expectativas de los grupos de opinión seguidores de ese producto y de su autor de manera cotidiana, era un poder del columnista cuyo espacio de privilegio se ganaba y se mantenía con fuentes, datos y descubrimientos propios y exclusivos del día a día. Y cuando el acercamiento más objetivo y cercano e irrefutable a la verdad comprometía intereses de la impunidad del poder, podía emboscarse al columnista. Así murió Buendía, quien declaraba sin pelos en la lengua que el único objetivo de su ejercicio periodístico era el bien de su país, a secas y sin más vueltas, y denunciar a toda luz y con nombres y apellidos a quienes atentaran en su contra. Y que no tenía ninguna particular estrategia para cumplir su cometido; ‘sólo puedo decirles’, dijo una vez a un grupo de estudiantes de Comunicación Social de la UNAM poco antes de ser asesinado, ‘que el mayor enemigo, del peor enemigo del país, puede ser mi mejor amigo y mi fuente más confiable de información’. La columna periodística mexicana como tal, y como la verdad de aspiraciones más neutrales y relativas en el mundo y como la literatura y la estética y el humanismo y la espiritualidad y la cultura, está en tránsito de muerte, algo tan doloroso para los extenuados y cada vez más escasos humanistas sobrevivientes, como natural e inexorable. Más allá de que la digitalización multiplique el columnismo improvisado sin que los nuevos periodistas tengan siquiera que salir del baño, ese abaratamiento editorial, como signo inequívoco del agotamiento crítico y la pérdida de referentes conceptuales, intelectuales y reflexivos en torno de una verdad histórica por eso y a ese ritmo vertiginoso cada día más superficial y degradada en mera baratija noticiosa consumible, produce una cada vez más polarizada y banalizada comentocracia de bandos periodísticos militantes o encontrados y enemigos -o pertenecientes, según sus fuentes ideológicas y de financiamiento porque, salvo excepciones, la actividad independiente y por cuenta propia no es sustentable ni da para vivir decentemente- donde lo que debe decirse de un lado y del otro viene ya masticado y digerido por el ácido visceral de las cúpulas de cada cual, en una sorda guerra de intereses y consignas cuyo final es del todo impredecible en tanto que, si bien la parte ganadora hoy día parece sólida e insuperable, su poder mayoritario absoluto fue producto de una causa popular dependiente de un liderazgo carismático irrepetible que, al cabo y por su caducidad y finitud, terminará cediendo tarde o temprano, pero donde, en definitiva, hoy día, las razones periodísticas, y las del columnismo particularmente, están a merced, como trincheras de palabras y colmadas de blasfemias, de los frentes donde los firmantes cobran. (Con sus muy, muy respetables y cada vez más contadas y por eso más encomiables, excepciones.)
SM