Signos
Pues parece un plan muy matemático y juicioso el que advierten los primeros signos de la próxima Presidenta de la República en el sector vital de la seguridad y el combate a la delincuencia de alto perfil. Una funcionaria, Rosa Icela Rodríguez, que dirige los cuerpos y las estrategias federales de policía y se coordina con las fuerzas militares y las Fiscalías y autoridades locales políticas y de investigación y combate al delito, se llevará su experiencia en el área para dirigir ahora la política interior del país como nueva titular de la Secretaría de Gobernación, desde donde deben orquestarse y armonizarse todas las estrategias institucionales anticrimen (o la idea de la coordinación y la integración de responsabilidades contra la impunidad y la inseguridad de la que ha hablado Claudia Sheinbaum), promoverse la más alta eficiencia probatoria en las consignaciones ministeriales, y exigirse las respuestas consecuentes y convincentes de los tribunales que hoy día y en muchos importantes juicios contra delincuentes mayores negocian su exoneración culpando de cualquier deficiencia a la autoridad acusadora, ya sea obedeciendo intereses de las cúpulas judiciales politizadas y antiobradoristas, vendiéndose a los inculpados poderosos mediante sus influyentes firmas y equipos de defensoría, o sometiéndose a las amenazas del hampa afectada, como ocurre a menudo. (Porque en ese nudo de corrupción e inoperancia tejido entre las Policías y las Fiscalías, justifican su propio y similar proceder los Jueces que completan el paisaje de la ilegalidad que fecunda la violencia y la reincidencia criminal en el país.) Y ahora esa funcionaria conocedora del ámbito de la seguridad pública y que asumirá las riendas de las relaciones políticas y de la seguridad nacional dentro de las fronteras mexicanas, tendrá una relación orgánica y simbiótica con una Secretaría federal de Seguridad y Protección Ciudadana a cargo de un profesional policiaco, Omar García Harfuch, de ya importante trayectoria y exitosa experiencia contra el crimen organizado, y ya también aprobado en el quehacer político como Senador electo que es, después de haber competido por la candidatura de su partido al Gobierno de la Ciudad de México, donde dio muy buenos resultados en el cargo y la responsabilidad similares a los que ahora asumirá en el nivel federal.
Muchas cosas fundamentales se tejen en ese nexo esencial cuyos interiores operativos no pueden trascender a la opinión pública en tanto deben preservarse del conocimiento de las organizaciones delictivas, con redes de infiltrados, informantes y cómplices en los aparatos de investigación destinados a perseguirlos. Pero por lo visto se trata de forjar una mancuerna política y policial de altas confiabilidad y competencia, que desde el frente civil pueda cerrar los grandes huecos institucionales que favorecen a la delincuencia armada en los distintos frentes: los de la Inteligencia, la persecución, la detención, la consignación, la sentencia y la reclusión; y que ese mecanismo civil del más alto poder de decisión federal sea capaz de depurar e integrar en lo posible a los hasta hoy muy corruptos y vulnerables Poderes estatales y municipales, y mejorar, asimismo, la integración con el Ejército y la Armada en los esfuerzos de la pacificación que tanto se demandan. (Y acaso por eso no se anunciarán sino hasta las últimas horas del Gobierno de Andrés Manuel los nombramientos en la Defensa y la Marina de guerra, a efecto de no dar señales anticipadas al enemigo y de formular con la mayor precisión y con los mandos más adecuados las nuevas estrategias de unidad).
Porque bien podría especularse que a partir de las declaraciones de Sheinbaum aprobando y celebrando el régimen obradorista al que sucederá, no habrá cambio alguno, tampoco, en el área de la seguridad. Pero los indicios y los nombramientos son reveladores. Y a diferencia de Andrés Manuel en el orden federal, en la Ciudad de México gobernada por su ahora heredera presidencial sí hubo mano dura (que no es abrir fuego a discreción contra unas bandas del ‘narco’, como en el régimen calderonista, que, mientras lo hacían los soldados, los segmentos policiales y ministeriales de su Gobierno se corrompían sirviendo a otros grupos; la mano dura que no ha habido con Andrés Manuel, es la de cerrar el grifo de las complicidades políticas locales con el narcoterror y de la tolerancia policial, ministerial, jurisdiccional y militar que abona el libertinaje delictivo).
Sheinbaum sabe a cabalidad que la pacificación nacional no puede postergarse. Sabe que es necesario continuar las iniciativas más serviciales para el país de su predecesor, sobre todo las económicas, las de infraestructura y las sociales. Pero también sabe que en las áreas del conocimiento y la seguridad las cosas deben ser diferentes. Y cual buena sensibilidad política que tiene, preserva fidelidades y principios con los que ha de llegar a la jefatura del Estado nacional, y matiza diferencias con discreción retórica y habilidad en sus primeros movimientos y designaciones. Y es cuando anuncia fórmulas que en su periodo de Gobernadora capitalina le funcionaron, como en el caso del combate a la delincuencia, y cambios que en el mismo caso, pero en el nivel federal, hacen falta, como el de la eficiencia integral contra la impunidad en todos los Poderes, instituciones y autoridades responsables; coordinación, le llama, que sería lo mismo que capacidad de mando y unidad en todos los órdenes republicanos contra el hampa y las debilidades que la fortalecen.
Y aquí lo que habría que saber es cuánto la reforma judicial en los términos deterministas y determinados por Andrés Manuel pueden servirle. Porque esa reforma era necesaria, pero acaso no en los extremos electorales de su radicalismo. Un radicalismo que se profundizó con los provocadores y ofensivos y cotidianos desafíos de los Ministros dominantes de la Corte contra las denuncias presidenciales relativas, sobre todo, a los excesivos privilegios cupulares que requerían modificar esos Ministros para dejar de ser la élite de millonarios soberanos que han sido en un país de mayorías pobres y donde no sólo no podrían representar la justicia sino, por el contrario, la más extrema desigualdad. Y en el complemento de las rudas y sonoras réplicas a las iniciativas presidenciales de reforma y austeridad republicana se multiplicaron los fallos judiciales en favor de importantes delincuentes imputados y del mayor interés del Gobierno federal para castigar. Averiguaciones mal integradas, ha sido el argumento más socorrido por los letrados. Y entonces, no: nada de recortes en los ingresos ministeriales más altos para igualarlos con los presidenciales; nada de eliminación alguna de los onerosos fideicomisos judiciales; nada de supresión de órganos autónomos y su costosa duplicidad de funciones; nada de creación de una alternativa independiente del Consejo de la Judicatura y como Tribunal Constitucional sancionador de las jerarquías actuales de la Suprema Corte. Nada… Y entonces el revire presidencial, en cuya victoria no creyeron los Ministros porque no se imaginaron unas elecciones generales ganadas de manera absoluta por la popularidad del Presidente y que le dieran la mayoría parlamentaria calificada que él prometió para imponer una reforma judicial que establecía la condición del sufragio directo para ser Juez o Magistrado o Ministro del Poder Judicial.
Y ahora a lidiar con eso. Aunque los jueces para lo que menos deben de estar es para hacer política; y mientras más lejos de ella y de sus espectáculos proselitistas y demagogos y de sus reflectores, mejor disposición y mayor discreción e imparcialidad para la justicia. Porque, en efecto, los actores políticos están hechos para el exhibicionismo y la propaganda, es su naturaleza militante, partidizada y, por lo regular, facciosa y sectaria. La de los jueces debe ser todo lo contrario al protagonismo y al espectáculo mediático. Lo suyo tiene que ser la reserva y la neutralidad, a lo que ha faltado un amplio colectivo de beneficiarios de las prebendas y los lujos que con entera soberanía se reparten y se comparten en el Poder Judicial. La exigencia del proselitismo y la popularidad, propia de los actores políticos, desnaturaliza el espíritu de los impartidores de justicia. Andrés Manuel les advirtió a los jefes de la Corte que de no cambiar su estatus de superioridad entre los Poderes republicanos y mantenían su inmovilidad frente a los visibles casos de corrupción de sentencias favorables a los criminales, pagarían su grosero supremacismo autonomista en las urnas. Se los advirtió. Lo cumplió.
Es cierto que la discusión sobre la reforma judicial ha puesto en el aparador de la opinión pública, como nunca, buena parte de los secretos del vasto reino judicial, y que esa pedagogía era necesaria en una democracia tan coja, tan incivil y tan ayuna de cultura jurídica como la mexicana. ¿Pero por qué no sólo crear órganos alternos y superiores e independientes de control constitucional, como una última instancia fuera del alcance de la actual estructura de poder de Ministros, Magistrados y Jueces? Porque ahora habrá que ver si el combate a la inseguridad en el plan que se advierte de la próxima Presidenta de la República no tropieza con la misma piedra de jueces más legítimos electoralmente pero más frívolos y perversos e incompetentes que los que hoy forman parte del Frankenstein (policial, ministerial, jurisdiccional) de la impunidad, del que, además, habría que cambiar la actual titularidad nociva de la Fiscalía General de la República, esa soberbia piedra en el zapato de la legalidad que tanto favorece a los peores enemigos del derecho y la paz social.
SM