Signos
No suele ocurrir que de los grandes libros de ficción se hagan igualmente grandes adaptaciones cinematográficas y narrativas audiovisuales, solía decir García Márquez, que citaba ejemplos históricos como “El Padrino” y otros como “Ben Hur”, obras literarias tan intrascendentes como sus autores. García Márquez estudió guión cinematográfico en Italia e hizo reseña y crítica de cine sin ser especialista, pero todas sus creaciones, en el segundo género creativo que le apasionaba, el de la cinematografía, fueron un fracaso, como le pasara, igualmente, con historias largas y cortas suyas puestas en la pantalla (“En este pueblo no hay ladrones”, “Un viejo con unas alas enormes”, “María de mi corazón”, “Crónica de una muerte anunciada”, “El amor en los tiempos del cólera”, “El coronel no tiene quién le escriba” y alguna otra) y que no fueron más allá, las más exitosas, de lo regular. Si alguien conocía las posibilidades no literarias de sus maravillas literarias, era el colombiano. Y por eso le negó, contaba, la venta de los derechos de “Cien años…” a Anthony Queen, a quien tampoco ni remotamente concebía como el coronel Aureliano Buendía que el actor mexicano decía querer interpretar, y jamás aceptó lo que, sólo por dinero, hacen sus hijos ahora, lo que es toda una traición a la memoria de quien les ha dado a ganar tanto en regalías heredadas de los derechos de autor y sin tener que hacer lo que ahora hacen: convertir la obra cumbre que lo llevó a Estocolmo en un serial que no irá a ninguna parte. Y, por lo mismo, refería en el artículo en que reseñaba lo de Queen y lo de las adaptaciones, que él y Coppola, como cuando se encontraron en Moscú por una actividad que los congregaba en su carácter de genios de sus respectivas artes, no hablaron, cuando se juntaron para cenar, de otra cosa que no fuera cocina, una de las pasiones que compartían. Y es que, ¿cómo hacer realista y lógica la magia de imágenes y modos de ser y hablar alucinantes que uno pone por su cuenta en la imaginación y en el espíritu desde los materiales etéreos que, desde el suyo, le hace llegar el escritor? ¿Cómo hacer en cine o en video, y con la misma dimensión estética, los alucinantes escenarios de “Los ríos profundos” o la gota caída del cielo, una sola gota y ninguna más, como un escupitajo, de “El llano en llamas”? Y he aquí el punto. Varguitas decide que si no entiende el inglés y el francés no puede leer en su lengua y sin traductores de por medio a autores y maestros de la narrativa de su más entrañable devoción, como William Fulkner o Charles Baudeleire, y de otra manera será incapaz de entrar en los laberintos oscuros y recorrer y descifrar en el personalizado sentido de sus autores, sus metáforas más exactas y sus significados más intrincados y retorcidos según los localismos y las figuraciones contenidas en el habla del entorno popular menos accesible al entendimiento convencional de las traducciones y las aclaraciones de los asteriscos a pie de página. ¿Cómo habría de leerse y entenderse “El hablador” más allá de las letras originales, o los primitivismos aguarunas de “La casa verde” que contienen carraspeos y expresiones guturales como signos y variaciones emocionales e intraducibles del espíritu del lenguaje aborigen? ¿Y cómo no explicarse la intrascendencia internacional del mexicano Ricardo Garibay, más allá de “La casa que arde de noche”, si su genialidad incomparable en el uso de los regionalismos incomprensibles más allá de su ambiente originario que inmortalizaron obras como “Par de reyes” -luego de la película “Los hermanos Del Hierro” sobre un guión de su autoría que derivó en el libro de la misma trama- fue, asimismo, el candado que imposibilitó su éxito afuera del universo literario mexicano? ¿Cómo entonces inventar con éxito ficciones visuales desde narrativas imposibles de traducir más allá de la grandeza de los reinos imaginados por autores fuera de este mundo sólo para ser reeditados por sus destinatarios en su muy particular y muy plural concepción de esos parajes inmateriales, inatrapables e impetrificables en moldes y sustancias del todo ajenas a su espíritu imperecedero? Claro que de obras menores pueden salir mejores cosas. Pero para obras mayores se requiere un lenguaje sin enredos de las mismas, códigos universales de interpretación y genios equiparables como los de Orson Wells y H.G. Wells para converger en clásicos insuperables como el de “La guerra de los mundos”. Pero el de la palabra de los grandes narradores del Nuevo Mundo, nutrida de todas las simbiosis y metamorfosis y cosmogonías tan intraducibles y tan fundamentales como la alquimia de Melquíades y las ánimas eternas de los pueblos insomnes de Pedro Páramo no pueden tener concepciones paralelas de valor, como bien coincidieron un día en ello Gabriel García Márquez y Francis Ford Coppola sin decir media palabra. Y no termina de entenderse que el lenguaje mágico de las realidades igualmente esotéricas que históricas no cabe en el de las convenciones formatizadas y mundanas de lo que pueden ver todos y contar del mismo modo y de manera uniforme, y como si de cualquier historia del mundo de la superficie se tratara. Lo dijo Paz: el lenguaje nacido del sincretismo hispanoamericano es tan copioso e inconcebible como la grandeza incomparable de los narradores que pueden amasarlo. Y por eso hay escritores enormes crecidos en eso. Pero no cineastas que se hayan encumbrado en eso. Porque del mismo modo que el lenguaje de la imaginación mestiza puede apretarse pero no caber a sus anchas en los convencionalismos de las traducciones, mucho menos puede expresarse en las pantallas y versiones y plataformas multimedia del streaming.
SM