Iván Duque, magnicidio fallido en el país de García Márquez y Escobar. ¿‘Colombianización’ de México?

Tres disparos de fusil impactaron el pasado 25 de junio del 2021, en el helicóptero presidencial antes de aterrizar en Cúcuta, la capital del departamento Norte de Santander, fronterizo con Venezuela. Iván Duque, sus ministros de Defensa, Diego Molano, y de Interior, Daniel Palacios, así como el resto de ocupantes del Black Hawk, resultaron ilesos y la tripulación y la tripulación pudo aterrizar dada la pericia de los pilotos del Ejército colombiano, acostumbrados a ejercer su labor en un país con diferentes grupos armados. “Es un atentado cobarde. Una vez más reiteramos que como Gobierno no vamos a desfallecer un solo minuto, un solo día, en la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo”, dijo el presidente poco después desde Cúcuta, flanqueado por sus dos ministros. “Aquí no nos amedrentan con actos de terrorismo, Colombia es fuerte para enfrentar estas amenazas”. Según el diario local La Opinión, el atentado sucedió en el momento en que sobrevolaban el Anillo Vial Occidental, y desde los cerros dispararon muchas veces. También en un vídeo particular, difundido por el periodista Cristian Santiago, se observa al aparato en el aire volando alto y se oyen ráfagas de fusil mientras los vecinos del barrio Camilo Daza de Cúcuta entran en sus casas por miedo a una bala perdida. La revista Semana informó que los viajeros escucharon un ruido como si algo hubiese entrado en el motor, pero todos permanecieron tranquilos hasta tocar tierra.

Aunque no hubo víctimas, el atentando supone una llamada de atención a la seguridad presidencial y la capacidad de control que tienen las Fuerzas Militares. En la citada ciudad tienen fuerte presencia las guerrillas del EPL, ELN y el Frente 33 de las FARC-Ep, aunque todo apunta a que serían una de las dos últimas. Precisamente Duque había pasado la jornada en Sardinata, un pueblo de la conflictiva y cocalera región del Catatumbo, de Norte de Santander, para presentar los avances del plan de desarrollo para ofrecer alternativas a los cultivos de coca. Diferentes líderes políticos se solidarizaron con el presidente y manifestaron su rechazo al acto terrorista. “Es un atentado contra la democracia”, manifestó Claudia López, alcaldesa de Bogotá y una de las más ácidas críticas del Gobierno. Cabe recordar que una semana atrás, también en Cúcuta, hubo otro atentado con coche-bomba contra la Brigada 30 del Ejército, sita en dicha ciudad, que dejó 34 heridos, dos de ellos civiles y el resto militares. Las primeras hipótesis apuntaron a las guerrillas urbanas del ELN. Dada los fallos de seguridad, puesto que el terrorista entró tranquilamente a las instalaciones y activó el explosivo tres horas después, el Ministerio de Defensa retiró a los oficiales al mando. El director general de la Policía, el general Jorge Vargas, precisó que los disparos se realizaron desde unos terrenos cercanos al aeropuerto de donde despegó la aeronave presidencial. “Se desplegó un equipo de búsqueda sobre ese sector y fueron encontrados dos fusiles: un AK-47 cuyo número de registro está siendo investigado y otro calibre 7.52 con marca de las fuerzas armadas de Venezuela”, así como 20 vainas percutidas, agregó. Imágenes divulgadas por la presidencia muestran varios impactos de bala en la cola y la hélice principal.

El mandatario colombiano asistió durante la tarde a un evento en la región del Catatumbo, una de las zonas con más narcocultivos del país, principal exportador de cocaína del mundo. Disidentes de las FARC, militantes del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y otros grupos armados se disputan las rentas del narcotráfico en esta zona, aprovechando la porosa frontera de 2,200 kilómetros entre Colombia y Venezuela. La región se encuentra bajo fuego. El gobierno responsabilizó de este último ataque al ELN, última guerrilla reconocida en el país, pero señaló que también pueden estar involucradas disidencias que se marginaron del pacto de paz firmado en 2016 con las FARC. Duque ha acusado en reiteradas ocasiones al presidente venezolano, Nicolás Maduro, de refugiar en su territorio a disidentes y guerrilleros. Las tensiones son habituales entre Bogotá y Caracas, que rompieron relaciones poco después de la llegada de Duque al poder en agosto de 2018. Desde que Duque asumió el poder, el país enfrenta el peor rebrote de violencia desde la firma de la paz con las FARC. El mandatario responsabiliza a los grupos que se financian del narcotráfico por la oleada de masacres que golpea a las regiones apartadas donde se cultiva la hoja de coca.

Santiago J. Santamaría Gurtubay

Para los que caminamos en la realidad y en la ficción, y recorrimos la Colombia profunda y mágica del escritor de ‘Cien años de soledad’, Gabriel García Márquez, y el líder narco de Medellín, Pablo Escobar, con cientos de horas de su vida y asesinatos recreados en eternas ‘miniseries’ de Netflix, el espacio siempre fue infinito. Nadie clasificaría de país, a una amalgama de territorios, donde las relaciones sociales y cotidianas pueden ser tan diversa, como sus paisajes. La magia es territorio y acompaña a quien la busca… ‘Colombia, equilibrio múltiple’, título de una columna del escritor Jorge Galindo, es un interesante recorrido por La Guajira de Colombia, publicado en Jot Down Cultural Magazine, revista editada en Madrid, España. La Guajira es un departamento colombiano en el mar Caribe, que limita con Venezuela y abarca la mayor parte de la península de La Guajira. Se distingue por sus paisajes desérticos, las dunas de arena gigantes y las haciendas y las villas pesqueras remotas del pueblo indígena wayuu. La ciudad capital, Riohacha, tiene una costa bordeada de palmeras, playas y puestos de artesanía, y sirve como vía de acceso para el turismo aventura en la región… “No hay caminos en el norte de la Guajira. Al menos no para el forastero. Pero en realidad sí están allí, las rutas, invisibles a quien no tiene los ojos y la mente adecuadamente entrenados. Más allá del cabo de la Vela el asfalto desaparece, y la única manera de llegar a Punta Gallinas, el extremo más al norte de Sudamérica, es de la mano de alguien que sepa cómo orientarse entre polvo, arbustos, rancherías separadas por kilómetros y ruedas de otros 4×4 que pasaron hace horas, semanas o meses por el mismo lugar. Antes de dejar la penúltima pista claramente visible para cualquier ser humano, nuestro guía se encargó de adquirir lo fundamental para sobrevivir en la bella hostilidad del desierto guajiro. Se paró a la salida de Uribía, polvorienta capital indígena, atajó al grito de ‘¡sobri, sobri!’ a un chaval montado en una pequeña motocicleta, y le compró varios CD piratas de vallenato. Todos ellos grabados por los grandes del género, cantantes y acordeonistas, de manera improvisada, en mitad de borracheras épicas que les llevan a tocar durante días enteros. Pura jam colombiana. Así, Diomedes Díaz nos acompañó hasta el fin de la placa continental, siguiendo instituciones cuya presencia intuíamos, pero que éramos incapaces de ver”

“A Giambattista Vico – abogado y filósofo de la historia napolitano, notable por su concepto de verdad como resultado del hacer-  le gustaba la complejidad tanto como la búsqueda de la esencia metafísica de la vida. Quizás por eso fue de los primeros en usar un concepto tan confuso y, al mismo tiempo, tan fundamental como ‘instituciones’. Desconfiaba un poco de las aproximaciones cartesianas a la realidad, basadas en la necesidad de simplificar y dividir el mundo en parcelas para poder entenderlo. Vico tenía un punto de vista más holístico. Negándose al reduccionismo, se atrevía a definir el origen de las instituciones como la consecuencia de la inmediatez de la percepción, de la sensación, de la curiosidad, del miedo. Las reacciones se encadenan para conformar un tejido social hecho de la imitación, y de recalibrar el entorno a la medida humana. Como para todos los filósofos que se ocupaban de lo político, el foco de atención de Giambattista Vico se encontraba en la institución por antonomasia: el Estado. Aunque, dado su talante, prefería explorar la idea de nación. Y lo hacía como una consecuencia de un embrión poético con una verdad metafísica inalienable. En definitiva: Dios. Del cual emanaba la poesía, que provocaba la curiosidad, que a su vez se reflejaba en la interacción, que finalmente diseñaba una institución compartida por todos los miembros de cada nación sobre la faz del planeta. La verdad, no parece que los invisibles y enrevesados caminos de La Guajira hayan sido puestos ahí por Dios”. Casi doscientos años después de Giambattista Vico, el atípico sociólogo Thorstein Veblen fundaba lo que se dio en llamar la escuela institucionalista americana. Veblen nació en Wisconsin hablando noruego, su lengua materna, y murió en Palo Alto hablando inglés. En ese idioma dio la hasta entonces definición más concisa del concepto de institución: “settled habits of thought common to the generality of men”. Esto ya se parece más a lo que (no) se ve en el norte de La Guajira. Un camino es una convención. Quienes lo recorren saben por dónde pisar y por dónde no. Cuándo se salen del mismo y cuándo deben girar para mantenerse en ruta. Un camino es, se supone, la manera más eficiente, o segura, de llegar de un punto A a un punto B. Cada uno tenemos una serie de ideas en nuestra cabeza que nos ayudan a identificar un camino cuando lo vemos. Estas ideas son hábitos de pensamiento asentados entre el común de las personas. Pero muchas de ellas, la mayoría, son compartidas solamente por una parte de nosotros. En el norte de La Guajira los caminos no se parecen a las ideas preconcebidas de la mayoría. Porque quien los puso ahí no fue la máxima institución: no fue el Estado, sino que fueron los propios guajiros, a fuerza de desplazarse por su tierra, quienes llegaron a una convención que, por no estandarizada, es incomprensible a los ojos de quien viene de fuera.

En sus inicios el paramilitarismo fue, de hecho, una renuncia del propio Estado, una admisión de su derrota parcial

En Colombia el Estado no es completo. Lo cual quiere decir para muchos que no es Estado, o que no es (del todo) institución. Volvamos un momento a principios del siglo XX. Max Weber fue, seguramente, el sociólogo más brillante de entre los contemporáneos. Dijo e hizo muchas cosas. También nos legó una elegante idea para entender cómo funciona el Estado: se trata de una organización con la capacidad de ejercer el monopolio de la violencia sobre un territorio determinado. Esa “capacidad” es, por necesidad, una institución. Necesitamos una idea un poco más elaborada, pero que al mismo tiempo sea lo suficientemente sencilla como para que resulte generalizable. Los institucionalistas de hoy día son una especie un tanto extraña, al mismo tiempo austera y ornamentada. Su trabajo es el de llamar al orden a quienes naufragan en la complejidad, exigiéndoles parsimonia: que todo está relacionado con todo (que todo es endógeno) ya lo sabemos: lo difícil es discernir. La frase anterior, o una variante de la misma, se atribuye a Adam Przeworski, un gigante de la ciencia política apasionado de la evolución de las instituciones en Latinoamérica. Polaco-estadounidense, de aspecto serio y al mismo tiempo jovial, es más divertido si se le imagina enunciando la frase con el elegante acento chileno que le sale cuando habla en español. Pero, al mismo tiempo que luchan por la simplificación, se enfrentan al exceso de la misma, demasiado común entre quienes pretenden explicar toda la realidad social a partir de la mera acción individual. Un camino no tiene sentido si no es una experiencia compartida. Un camino de uno no es un camino: es una persona andando. Un Estado de uno no es un Estado: no es absolutamente nada.

Randall Calvert enunció una definición envidiable de “instituciones”: sistemas perdurables de restricción social sobre el comportamiento humano. Pero estos límites, se apresuraba siempre a aclarar, no son meramente negativos. Un camino dice por dónde no ir tanto como ayuda a llegar al destino. Un Estado impide que sus miembros se maten entre ellos, pero también les proporciona un entorno con la seguridad suficiente para desarrollar sus vidas. Ambos expanden las oportunidades de quienes identifican y aceptan su existencia. Ahora sí, podemos volver a Colombia, donde ni los caminos ni el Estado son completos. “El Estado es una institución con la ventaja comparativa de la violencia, capaz de definir los derechos de propiedad en un territorio determinado, practicando la exclusión del mismo”. El economista Douglass North, institucionalista por antonomasia, hilvana así las ideas de Weber y Calvert. Pero Colombia no ha tenido esa ventaja comparativa siempre, ni en toda su extensión. La Guajira, por ejemplo, fue hasta hace bien poco zona con significativa presencia paramilitar. Los paramilitares no surgieron de la nada, claro está. Fueron la respuesta de la élite terrateniente a lo que veían como incapacidad estatal ante el triunfo de las guerrillas (FARC, pero también otras) en disputarle el control territorial al ejército colombiano. En sus inicios el paramilitarismo fue, de hecho, una renuncia del propio Estado, una admisión de su derrota parcial. En la legislación y en la acción ejecutiva gubernamental de los años setenta se incluía el derecho y la necesidad de armar a los civiles para que se defendiesen de la guerrilla. La degeneración de esta renuncia a ser una institución total fue inevitable, y en los noventa las Autodefensas Unidas de Colombia constituían una poderosísima organización paramilitar que se financiaba gracias al narcotráfico, a la extorsión y al secuestro. De hecho, las AUC se habían convertido en una institución, al igual que lo eran las FARC en otras áreas, que actuaban como un Estado incompleto pero incipiente. Eran semi-Estados predatorios, que proporcionaban una cierta protección a cambio de la extracción sistemática de rentas a la población, o a quien pasaba por allí descuidado.

Ni que decir tiene que la figura de Pablo Escobar, idolatrada en las zonas más desfavorecidas de la Medellín de los noventa

“Las instituciones forman la estructura de incentivos de una sociedad”, nos dice North. En un lugar donde domina una plataforma militarizada ligada al narco, se llame guerrilla o paras, las oportunidades que se le ofrecen a quien decide emprender una vida independiente están bastante claras. No tanto para quien viene de fuera, que, como quien busca caminos en el desierto guajiro sin verlo, se preguntará por qué tantos chavales se meten en el mundo de la guerrilla, o de la droga, o de la delincuencia organizada cuando hay tantas cosas que hacer ahí afuera. A Calvert le preocupaba particularmente explicar a sus estudiantes (ingenuos e ignorantes, que son los atributos, no necesariamente peyorativos, que definen a cualquiera que viene al mundo a aprender) por qué las instituciones se mantenían a lo largo del tiempo. Por qué constituían equilibrios. La respuesta, en este caso, es que el esfuerzo social necesario para cambiar las instituciones establecidas es descomunal, y no puede ser emprendido por una sola persona. Prima un entorno donde el recurso a la delincuencia es el camino más corto hacia el éxito. Ni que decir tiene que la figura de Pablo Escobar, idolatrada en las zonas más desfavorecidas de la Medellín de los noventa, es el paradigma…

Dibujar una Colombia institucionalmente fracasada y a continuación dejar el lápiz es tan tentador como profundamente erróneo. Muchas veces, el país aparece justamente como ejemplo de Estado exitoso por antonomasia en Sudamérica. La democracia, en su expresión mínima de elecciones que se repiten periódicamente en las cuales el perdedor deja paso al ganador sin levantarse en armas, es la institución más inaudita que existe. Pensémoslo por un momento: consiste en renunciar a ejercer el monopolio de la violencia para obtener los intereses de tu propia facción. “Yo puedo utilizar el ejército que ahora está bajo mi mando y gobernar este país como mejor me parezca, pero no lo haré”. Es una acción extraordinaria. Y, a pesar del enorme esfuerzo de estudiosos como el propio Adam Przeworski, no entendemos del todo bien por qué tiene éxito en algunos lugares y no en otros. Curiosamente, Colombia tiene la democracia más estable y longeva de su continente. Protagonizada históricamente por una lucha bipartidista entre conservadores y liberales, no exenta de guerras civiles entre ambos bandos hasta entrado el siglo XX, con una izquierda parlamentaria marginal, pero democracia al fin.

Un ambiente internacional, sobre todo en Bogotá, con inmigrantes de alto poder adquisitivo y ganas de disfrutar de un país excepcional

Quien se mueve en el Bogotá, en el Medellín o en la Cartagena se encontrará caminos bien distintos a los de La Guajira. Clubs privados. Restaurantes de nivel excepcional. Una intensa vida cultural y musical. Librerías de todo tipo y sabor. Universidades de calidad, públicas y privadas. Debate público de nivel, con medios variados y servidores públicos bien preparados, concienciados incluso con la labor de mantener altos estándares en su trabajo y en el mantenimiento de la vida democrática. Y un ambiente internacional, sobre todo en Bogotá, trufado de inmigrantes de alto poder adquisitivo con ganas de disfrutar de un país excepcional. Claro, que estas son rutas restringidas. La desigualdad institucional, además de la meramente económica, no es patrimonio de la división entre campo y urbe. Así, es raro que se aventure en ciertos barrios una persona acomodada, votante activo e informado, con estudios en el extranjero y una vivienda en una zona de estrato seis (sí, las áreas habitacionales en Colombia se dividen por estratos: del uno al seis; el Estado ajusta así tasas y costes de servicios de manera progresiva, pero la división por estratos supone una nueva institución, y bastante pesada, sobre los hombros de los colombianos). Esos “ciertos barrios” ocupan más, mucho más, de la mitad de la superficie urbana del país. Y aunque aquí el Estado no está ausente, las otras instituciones tampoco, y ofrecen sus estructuras alternativas de incentivos a quien quiera aceptarlas. O, más probablemente, a quien no tenga más remedio que hacerlo. En Colombia, los equilibrios institucionales son tan diferentes entre sí como cercanos en su convivencia.

En 2003 se desmovilizaron las AUC en un proceso lleno de claroscuros. La Guajira y otras zonas del país quedaron entonces en un limbo institucional. Por aquel entonces se calcula que había unos cuarenta mil individuos entre los cuadros paramilitares. En junio de 2016 el Gobierno del liberal Juan Manuel Santos firmó el principio de los acuerdos de paz con la guerrilla de las FARC, a la que se le estiman unos quince mil setecientos miembros, casi siete mil armados. Eso significa que nueve mil personas sirven de red de apoyo directo sin necesidad de tocar una pistola siquiera. Es, seguro, de los mayores empleadores del país. Así, si se consolida la anhelada paz tras medio siglo de guerra, es posible que otras áreas queden en un limbo similar. Fue con la desmovilización de las AUC que las llamadas Bandas Criminales (Bacrim) ganaron presencia territorial, recogiendo el testigo en actividades delictivas dejado por los paramilitares. El temor de muchos es que suceda algo similar si las FARC acaban por disolverse. La razón es sencilla: la estructura de incentivos para muchos cargos medios y “rasos” de estas organizaciones no cambia de un día para otro porque se firme un papel, en Bogotá o en La Habana. La firma solo es el principio de la construcción institucional, y no el final.

Se sorteó el populismo, aunque no una guerrilla cuyo origen histórico son los excluidos, es la consolidación de instituciones regionales

Es lógico preguntarse si Colombia es una democracia tan exitosa precisamente porque el manejo del Estado ha pertenecido sobre todo a las élites, que han sido capaces de dejar fuera del espacio político legal a quien podía desafiar su estatus dominante. Resulta más difícil ir un paso más allá, y afirmar que se forzaba así a la búsqueda de alternativas heterodoxas a una parte de la población. Comenzando por los argumentos que podrían servir para apoyar esta tesis, en una entrevista de 2008 Przeworski afirmaba que los fenómenos del populismo en Latinoamérica hay que observarlos “desde el punto de vista de la gente pobre”. “Desde su perspectiva, las instituciones liberales democráticas no funcionaron bien en los aspectos económicos de sus vidas. Funcionaron hasta cierto punto para garantizar la paz social, con una relativa libertad política y dentro de un sistema legal que funcionaba más o menos, tolerando cierto grado de corrupción. Pero desde el punto de vista económico esas instituciones no hicieron nada por los pobres”. Colombia sorteó el populismo, aunque no una guerrilla cuyo origen histórico (algunos dirían “excusa”) son los excluidos, pero cuyo resultado final es la consolidación de instituciones regionales basadas en la extracción de rentas vía acciones delictivas.

Pero, al mismo tiempo, resulta profundamente ingenuo pensar que las guerrillas, por no hablar de los paramilitares primero y las Bacrim después, son fenómenos ajenos a la élite. En el caso de los segundos es obvio, pues quién los favoreció sino una parte de los poderosos preocupada por la incapacidad del Estado a la hora de proteger sus bienes. Pero ¿qué puede decirse de una organización que controla un alto porcentaje de movimiento de drogas en la región, que dispone incluso de inversiones en otros sectores de la economía legal? ¿Son menos élite, acaso, si cuentan con el mismo acceso al poder? Por último, ni siquiera merece la pena gastar dos líneas más en preguntarse si los narcos, sus entornos y sus familias, son élite o no lo son. Przeworski afirmaba en la misma entrevista que “la democracia fuerza a la gente a discutir cosas, mientras las élites gobernantes y las élites económicas intentan hacer lo contrario”. Las elecciones, si son limpias, siempre tienen un componente de apertura en la toma de decisiones. Y en Colombia no han faltado políticos que pongan en cuestión al establishment. De muchas maneras distintas: desde la originalidad del matemático Antanas Mockus hasta el desafío cuasi populista de Jorge Eliécer Gaitán, cuyo asesinato desencadenó la mayor crisis de la democracia colombiana, pasando por el desafío a los narcos de Luis Carlos Galán (asesinado también) o la impresionante denuncia pública contra el narco de Rodrigo Lara Bonilla, ministro de Justicia en los ochenta (de nuevo, asesinado), hasta la reciente elección de Gustavo Petro como alcalde de Bogotá. Pese a la enorme diferencia entre estos fenómenos, todos tuvieron consecuencias ineludibles y apuntan en una misma dirección: el sistema colombiano no está completamente cerrado. La periodista mexicana Verónica Calderón respondía hace poco a las acusaciones de la “colombianización” de México ante la ola de violencia que vive el país con una suerte de “no, pero ojalá”. “Colombia tuvo valentía. En México no tenemos verdad. Ni historia”, se atrevía a decir Calderón.

Instituciones compartidas, ‘cohabitaciones’ apropiadas en la tierra del realismo mágico: para que la poesía dé lugar a una nueva nación

En cierta medida, la democracia colombiana ha existido a pesar de las élites, así, en plural, pues nunca es una ni está perfectamente coordinada en una conspiración por la dominación total. Sin ir más lejos, Escobar, siendo una de las personas más ricas del mundo, emprendió su propia campaña de secuestros de miembros de la ‘intelligentsia’ bogotana. Las élites, cada una a su manera, han podido sortear o domesticar a la democracia, pero solo hasta cierto punto. En el proceso de paz actual, estas mismas (el presidente Santos viene de una familia de poderosos editores) se han visto obligadas a someter los acuerdos a un referéndum popular. Más aún: el proceso incluye una dimensión entera destinada a definir los límites, pero también los caminos, de la integración política, económica y social de quien hasta ahora se encontraba sometido a semi-Estados alternativos basados en la violencia. La dimensión refrendaria, unida a la presencia de la guerrilla en la mesa de negociación, supone una oportunidad prácticamente única. ¿Para qué? Para construir instituciones compartidas, también para embridar a las élites. Se puede incluso decir curiosamente apropiados en la tierra del realismo mágico: para que la poesía dé lugar a una nueva nación.

En junio de 2013, en caminos invisibles, secuestraron a dos asturianos: Ángel Sánchez y Conchi Marlaska. Fue un caso más bien aislado, que por fortuna terminó con la liberación de ambos. “¿Qué locura era esa de andar secuestrando, que a los turistas había que tratarlos bien, que éramos el futuro de la región…”, comentaban la gente del Turismo… Nuevas oportunidades se abren, los incentivos cambian, y con todo ello un nuevo equilibrio emerge. Ya no es solo un individuo quien se atreve a desafiar el orden dominante, porque ese orden ya no es tal y está cambiando. No para todos, no al mismo tiempo: en esta misma región se destapó hace bien poco un escándalo terrible, en el que una fundación privada se embolsaba fondos públicos dedicados a alimentar a niños de escasos recursos. Pero las rutas se multiplican poco a poco. Mientras departíamos sobre las posibilidades de La Guajira como destino, llegábamos a las dunas de Taroa. Nos plantamos ante una montaña de arena fina de una treintena de metros de altura, con un solo árbol agostado contra el viento. Cuando uno la escala y mira hacia abajo, el aliento se le corta al sentirse en una playa de Marte. El Atlántico se estrella contra rocas imposibles hasta donde alcanza la vista. El silencio es absoluto, salvo por las olas del mar, y es imposible preguntarse genuinamente si hay otro lugar tan hermoso en todo el continente.

Los ciudadanos añoran desde hace más de medio siglo con la utópica paz y se les está acabando la noche para soñar

El proyectil de un fusil de asalto convertido en bolígrafo. Con esta simbólica herramienta se firmó el acuerdo entre los mandatarios de las FARC y el Gobierno de la República de Colombia. Un gesto cargado de mensaje en un país que desde hace más de cincuenta años sueña con no ver más balas, con no oírlas y, sobre todo, con no llorarlas. Un país que ya ha visto ese sueño desvanecerse en más de una ocasión y al que se le está acabando la noche para soñar. El presidente Juan Manuel Santos, antiguo colega del Partido Liberal de Álvaro Uribe —quien, hoy virado hacia la derecha, es la oposición más fuerte al proceso de paz— venía preparando el terreno desde que se reuniera en La Habana entre febrero y agosto de 2012, en una mesa de diálogo entre los representantes de las FARC-EP y el Gobierno colombiano. El acto, que contó con la participación del Gobierno de la República de Cuba y del Gobierno de Noruega como garantes, y con el apoyo del Gobierno de la República Bolivariana de Venezuela como facilitador de logística y acompañante, posibilitó el acuerdo. Un pacto no exento de controversia, como cualquier proceso de cambio, y por el que los colombianos y las colombianas votaron en referendum.

¿Cómo empieza un conflicto que hoy cumple más de medio siglo de vigencia? Pues la guerra empieza con ‘La Violencia’. De esta manera se denomina en Colombia a la época transcurrida entre finales de los años cuarenta hasta los sesenta en la que tuvo lugar una guerra civil que, aunque nunca fue declarada oficialmente, dejó unos trescientos mil muertos y al país de la democracia más vieja de América Latina con casi un cuarto menos de su población. El historiador antioqueño Álvaro Vélez Betancur, docente en la Universidad de Antioquia, cuenta que ‘La Violencia’ surge en la segunda mitad de la década de 1940, en principio, como una forma de venganza, de parte del Partido Conservador hacia los liberales, quienes habían tenido el poder durante dieciséis años (1930-1946, la Republica Liberal). Con la muerte del líder liberal Jorge Eliecer Gaitán la violencia bipartidista se recrudece hasta llegar a su final durante la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957) quien, por no representar ninguno de los dos partidos en el conflicto, se convierte en “neutral” y a la postre en el “pacificador” del conflicto. Sin embargo, recalca Álvaro Vélez, “los procesos de paz y la pacificación que se dieron durante la dictadura de Rojas Pinilla fueron tan mal ejecutados que de la violencia bipartidista se pasó a un conflicto armado con lo que luego se denominarían Guerrillas Liberales o de los Llanos (o Repúblicas Liberales) que, años después (mediados de la década de 1960) serían en germen de algunos de los grupos armados de la actualidad: FARC-EP y ELN”.

Muchos colombianos fueron acusados de lo que se conoce como ‘falso positivo’, guerrillero, en tiempos de Álvaro Uribe y su guerra

A partir de ese momento, Colombia entra en una vorágine de idas y venidas, casi siempre manchadas de sangre, entre el Estado, las guerrillas, los paramilitares, el narcotráfico, la presión externa y el pueblo colombiano que por desgracia duran hasta nuestros días. Los dos últimos intentos fallidos que podemos encontrar desde la entrada al siglo XXI para el desarme de las FARC son, por un lado, el del presidente Andrés Pastrana (1998-2002) del que la guerrilla salió más fuerte y los ataques entre guerrilleros, paramilitares y fuerzas del Estado se hicieron más cruentos. Y por otro lado el de Álvaro Uribe, quien años más tarde dispuso terminar la guerrilla con fuerza militar armada. La violencia del Estado generó más violencia y abusos de poder por todos los frentes, las desapariciones forzadas aumentaron como en épocas dictatoriales y muchos colombianos fueron acusados de lo que se conoce como “falso positivo”, una víctima de las fuerzas del Estado a la que se acusa de guerrillero sin haber sido comprobada la veracidad de dicha acusación. Los llamados ‘Grupos de Autodefensa’ o paramilitares —fuerzas creadas en un principio como respuesta urbana a la guerrilla y que acabaron sembrando otro germen de corrupción y violencia para añadir a este peligroso caldo de cultivo— se hicieron más violentos y se abrió la brecha que separaba la realidad del pueblo colombiano de una situación de normalidad.

Ahora la bella Colombia se encuentra en un punto de no retorno. Deben votar si quieren que tome comienzo un proceso de paz que se considera mejor estructurado de la historia del país, pero que, por otro lado, no está libre de controversia. ¿Se imaginan que la decisión más importante de la historia contemporánea de todo un país quepa en una papeleta en la que ponga sí o no? El pueblo colombiano está en catarsis y existen muchas voces alzadas para el no, aunque las voces que gritan sí cada vez se oyen más fuerte. ¿Qué razones pueden llevar a un pueblo sumido en la guerra civil desde hace más de cincuenta años para votar no al proceso de paz? Ninguna decisión política está exenta de intenciones ocultas y papeles bajo la mesa, ni de detractores y recelos. Por lo que la existencia de una parte de la población que ve con malos ojos los acuerdos del proceso de paz no debe sorprender a nadie. Las principales razones son, por un lado, el miedo a que los acuerdos de paz terminen concediendo a los exguerrilleros una impunidad que sería injusta para las víctimas, sobre todo en los casos de crímenes de lesa humanidad. Por otro, existe —y esto parece ser un mantra en la política actual— el miedo a que si las FARC-EP se constituyen en un partido político dentro de la legalidad, se llegue a una situación que el frente liderado por Álvaro Uribe denomina castrochavista, una especie de eje del mal, un experimento entre Cuba y Venezuela.

“La paz es mucho más difícil que la guerra, pues en la guerra hay que matar al otro y en la paz tienes que ponerte de acuerdo con él”

El historiador Álvaro Vélez Betancur da una clave para entender la oposición uribista al acuerdo de paz en Colombia: “Ellos —los uribistas— sustentan el no en las urnas con un asunto más de fondo: el no reconocimiento de una guerra en Colombia. Ese fue uno de los pilares, durante los dos periodos de gobierno de Álvaro Uribe Vélez, para justificar un enfrentamiento dentro de los lineamientos internacionales de su época, la llamada ‘guerra contra el terrorismo’. Para el Partido Centro Democrático y los uribistas no existe una guerra —o por lo menos no declarada— sino un enfrentamiento del Estado contra el terrorismo, eso deja a las FARC-EP sin estatus político y sin ‘piernas’ para negociar un acuerdo”. Es fácil. No se trata de una guerra, por lo que no hay que llegar a un acuerdo de paz. Se trata de una lucha contra el terrorismo. Lo preocupante de todo esto es que tales discursos son viejos conocidos que nunca llevaron a buen puerto. Impresiona ver cómo el lenguaje es capaz de convertir una guerra civil de más de cincuenta años en la que ha muerto una gran parte de la población de ambos bandos en un deber del Estado colombiano. Sin culpa. Sin debate. Sin acuerdos. Sin paz.

Iván Duque Márquez (Bogotá, 1 de agosto de 1976) es un abogado, escritor y político. Ejerció como senador de la República de Colombia desde el 20 de julio de 2014 hasta el 10 de abril de 2018. Trabajó como representante de Colombia ante el Banco Interamericano de Desarrollo (BID). El 7 de agosto de 2018 asumió el cargo de presidente de Colombia en la plaza de Bolívar de Bogotá. Abogado de la Universidad Sergio Arboleda, comenzó su vida política como asesor del entonces Ministro de Hacienda Juan Manuel Santos quien lo nombró como representante de Colombia ante el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) entre 2001 hasta 2013 donde estuvo encargado de la División de Cultura.​ Posteriormente, rompió con el Gobierno de Santos tras la apertura de diálogos de paz y se postuló como Senador de la República por el Centro Democrático,​ resultando electo para el periodo 2014-2018. Finalizado su primer periodo como senador, se postuló a la presidencia liderando una coalición uribista,2 ganando las elecciones presidenciales de 2018 a sus 42 años, convirtiéndose en el presidente más joven de la historia reciente de Colombia.​ Durante su gobierno se ha dado continuidad a la implementación de los Acuerdos de paz con las FARC-EP, firmados por el gobierno antecesor. La Misión de Verificación de la ONU, así como el Consejo de Seguridad del mismo organismo, han reiterado su apoyo y acompañamiento a la implementación de los mismos;​ si bien numerosos grupos de la sociedad civil, analistas y opositores políticos, objetan la falta de compromiso del Ejecutivo en ejercicio en cumplir a cabalidad con los acuerdos. También ha continuado el asesinato de exguerrilleros de las FARC-EP reinsertados a la vida civil, que se venía dando desde la firma misma de los acuerdos en 2016. Su postura frente a la continuación de los diálogos con el ELN se ha caracterizado por condicionarlos a la liberación de todos los secuestrados de esta guerrilla, así como al cese de sus actividades criminales. Los diálogos con esta guerrilla se romperían completamente, tras el Atentado contra la escuela de policía General Santander. Ha sido criticado por el uso del Ejército para espiar a más de 130 figuras públicas entre los cuales se encontraban jueces, periodistas y figuras de oposición​; la muerte de 18 niños en un bombardeo militar; sus posturas cambiantes frente al fracking; por el manejo del Gobierno del Paro Nacional Colombiano 2019-2020 y de las protestas de 2021; y sus desavenencias con los defensores de los Derechos Humanos de Naciones Unidas de Colombia.

Insiste Álvaro Vélez en que tengamos en cuenta que “Colombia no es ajena a los procesos de paz con grupos armados al margen de la ley y mucho menos con los consecuentes procesos de desmovilización, como en el caso de los guerrilleros del M19, a partir de 1989, y de los miembros de los grupos paramilitares, a partir de 2006 (tan solo por mencionar dos casos)”. La pregunta que queda es obvia. ¿Cómo vuelve una persona tras vivir escondido, armado hasta los dientes, a un lugar donde el resentimiento es palpable? Muchos de los diecisiete mil quinientos combatientes de las FARC, (siete mil quinientos guerrilleros y diez mil milicianos colaboradores, según las estimaciones oficiales más altas) partieron a la selva desde edades muy tempranas, tras ver —en muchos de los casos— cómo las fuerzas del Gobierno o los paramilitares asesinaban a sus familias o quemaban sus tierras. Por otro lado, los pueblos y ciudades a las que regresarán los guerrilleros desarmados han descreído a las FARC-EP por la muerte de personas inocentes y seguirán mirando con recelo a todo aquél que venga de la selva. Este es quizá el punto que más preocupa a los analistas y negociadores, pues tienen muy presente el fracaso a largo plazo de la reinserción de los guerrilleros en otros países vecinos como Guatemala y El Salvador. Por otro lado están las víctimas. El rencor, el odio, las ganas de venganza y la sensación de impunidad ante los crímenes de la guerrilla hacen que en amplios sectores de la sociedad colombiana los acuerdos sean vistos de forma suspicaz. La respuesta de Alvaro Vélez a pregunta a de los periodistas de los principales mass media internacionales es convincente: “Los acuerdos de paz con las FARC-EP garantizan un nivel de justicia, pero no todo el ‘peso de la ley’, porque se trata justamente de eso, de acuerdos. Hay que acordar hasta qué punto, y para quienes, en qué sentido y cómo, llega esa justicia. Si esos tópicos se resuelven de la mejor manera se puede decir que la justicia ha actuado dentro de los marcos del acuerdo de paz y podríamos tener un escollo salvado”. Quedan muchos flecos colgando y nadie sabe lo que va a pasar. Se trata de un proceso duro, en el que tanto el equipo negociador como los propios guerrilleros y los ciudadanos de Colombia van a tener que poner de su parte, pues imaginan la magnitud histórica que este proceso conlleva. Son heridas profundas, que aún huelen a sangre fresca y que siguen ensuciando los campos y ciudades del país, pero esto se irá curando con nuevas generaciones que nazcan en tiempos de paz, sin rencor. Como escribió la periodista colombiana Diana Uribe —firme precursora del sí al acuerdo en las urnas— a propósito del proceso de desarme, “cuando la venganza deja de ser el proyecto y el odio no se hereda, es posible comenzar un proceso de paz”.

Dijo Gerry Adams, presidente del Sinn Fein (bloque nacionalista irlandés) durante el proceso de paz de 1972 en Irlanda del Norte que “la paz es mucho más difícil que la guerra, pues en la guerra simplemente hay que matar al otro. En la paz tienes que escucharlo y ponerte de acuerdo con él”.

@SantiGurtubay

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