
Signos
Qué bueno que se ha movido la tapa mediática de la cloaca política en que se fermenta el crimen organizado. Siempre la mantuvo sellada el bizarro soberanismo obradorista con una doble divisa falaz: la pobreza es la culpable del mercado de trabajo de la muerte y de la impiedad en él de los sicarios, y son preferibles las carnicerías del narcoterror en una patria independiente antes que el intervencionismo imperialista y el vasallaje tan propio de los espíritus neoliberales y tan iguales a los conservadores nostálgicos de la Colonia.
Se ha abierto la cloaca bajo la presión estadounidense y la de la inevitable verdad de que esa defensa patriotera de la dignidad nacional y el discurso de la autodeterminación del pueblo de México -en medio del incendio de la violencia y el caos de la ingobernabilidad y de la corrupción de todos los Poderes públicos- no era sino la justificación de la complicidad presidencial con una criminalidad tan poderosa y dominante que era mejor no tocar que combatir, porque no había fuerza jurisdiccional en el Estado para hacerlo, y porque la opción de abrir fuego en su contra con la tropa sería repetir la experiencia de la mortandad calderonista y enfrentar a la nutrida comunidad de defensores de los derechos humanos y pagar la cuenta de una pérdida masiva de fieles seguidores de la causa, lo que impediría la continuidad en un poder presidencial ganado de manera por demás ardua y azarosa.
Se ha destapado la cloaca y ha emergido la certeza de que el gran poder del crimen organizado no podía sino depender de la criminalidad política. Porque si cualquier vecino de cualquier pueblo de una y otra entidad consumida por la violencia y por la inseguridad conocía los negocios de los grupos criminales y la impunidad y la libertad con la que podían operarlos y matar y escarmentar a quien se opusiera a ellos, no había que complicarse mucho para entender que si ese estado de cosas tenía lugar era porque la autoridad responsable de impedirlo sabía del mismo, lo toleraba, o estaba coludido con su autoría y con su rentabilidad y por tanto lo autorizaba o lo patrocinaba.
Queda claro que el crimen organizado es, entonces y por eso mismo, un crimen de Estado.
Es claro que Andrés Manuel ha sido parte suya como lo fueron sus predecesores por lo menos desde los días presidenciales de Miguel de la Madrid, cuando el columnista Manuel Buendía fuera informado de que altos colaboradores del Presidente, como el propio Secretario de la Defensa, Juan Arévalo Gardoqui, formaban parte fundadora de la narcopolítica mexicana, información que le costaría la vida (en el grupo del general entendieron que la publicaría, con nombres y apellidos, y lo mandaron matar), según lo revelara, desde una fuente a quien De la Madrid le encargara informarlo de la investigación del crimen (Samuel Ignacio del Villar, después Procurador de Justicia en el primer Gobierno de izquierda de la Ciudad de México), Miguel Ángel Granados Chapa, otro de los grandes periodistas del país y amigo y admirador de Buendía. Y es claro que bajo la presión estadounidense y del régimen intransigente de Donald Trump, Claudia sólo puede contribuir en la persecución de la delincuencia política marcada por Washington -colaboración que justificaría su distanciamiento respecto de la política de tolerancia y complicidad de Andrés Manuel con ese crimen político, pero que favorecería su relación con Estados Unidos y fortalecería su propio liderazgo nacional- o sostenerse en el discurso del necio soberanismo obradorista, aunque el mismo es ya inservible como propaganda ideológica y como escudo simulador de la impotencia frente a la fuerza de un crimen organizado dependiente, a su vez, de esa criminalidad política puesta al descubierto hoy día, con pelos y señales, con nombres y apellidos (ordenados en sus militancias y en sus encargos representativos, la mayoría ganados en las urnas con enormes diferencias de sufragios derivados de la popularidad de Andrés Manuel), por las manos ‘americanas’ anticrimen de Donald Trump.
SM