La ley es la ley, y la justicia quién sabe (redundancias sobre ese lugar común)

Signos

Por Salvador Montenegro

Una ley, bien o mal legislada, es una ley, como bien sabe Perogrullo. (Y en el autoritarismo no es más que un grotesco maquillaje de las decisiones fácticas del poder absoluto.)

A menudo -como en el caso, entre muchos otros, de los manoseos de las cúpulas partidistas para poner el sistema electoral, o el judicial, ‘a modo’- han cabido en ella los intereses negociados en la víspera de un ‘mayoriteo’ parlamentario que ha sido remedo y suplantación del derecho general, y que hasta tiempos no muy lejanos respondía más que nada a la voluntad del mandamás en el Poder Ejecutivo Federal que lo pagaba, en efectivo, con recursos contantes y sonantes del erario, o con muy lucrativas concesiones del Estado nacional.

Y así la misma Carta Magna ha sido tocada y retocada y mancillada con cuantiosas reformas y contrarreformas y adiciones y supresiones y deformaciones y mutilaciones directas que tienen consecuencias en el entramado constitucional de Estados y Municipios, y que han supuesto, asimismo, en los tres ámbitos republicanos, adecuaciones, normas y reglamentaciones secundarias, y de mero interés político y cupular en infinidad de casos, es decir: lesiones ya incorregibles y estructurales de origen contra el derecho de todos. (Claro: sólo los turbios y pétreos mandatos constitucionales que rigen el INE, el Tribunal Electoral y el Poder Judicial, no deben tocarse, dicen los beneficiarios maniqueos de su deseable perpetuidad.)

Luego la ley se mueve entre las manos de fiscales y defensores competentes o incompetentes, de buena o de mala fe, amedrentados o cooptados en múltiples y peligrosos casos.

Porque en la hora de la hora de su aplicación, no pocas veces pesa la amenaza del poder político o gatillero sobre justos jueces indefensos, o el soborno sobre los inescrupulosos que hacen de su oficio superior de la imparcialidad un buen negocio, o los que en lugar del albedrío de la objetividad y el buen juicio interpretativo usan el de la subjetividad de sus particulares preferencias, que hacen de la legalidad un veredicto traicionero en favor de condenables implicados convertidos en inocentes o en inocentes condenados como culpables.

Pero ‘la ley es la ley’, blasfeman los defensores desde su particular posición política o de beneficio de cualquier tipo.

Se trata de consignaciones y sentencias judiciales con o sin ‘malicia efectiva’. Y pueden ser sobre casos que incluyan o no también esa denominada ‘malicia efectiva’, según lo observen especialistas del derecho, personajes políticos, actores involucrados, militantes partidistas, oficiantes mediáticos y ciudadanos diversos, de un lado o del otro de sus alternativas y versiones de la verdad y la justicia.

De modo que sí: la ley es la ley, qué duda cabe, según sus asegunes históricos.

Y lo dicho es tan lugar común, como el formalismo de la constitucionalidad y la relatividad -más o menos viciada o no- de su uso para hacer o no hacer justicia con cargo a los postulados de su letra escrita.

Pues en el contexto de ese lugar común y de un clima de polarizaciones partidistas y retóricas, y de campañas políticas en curso y vísperas de otras donde las confrontaciones entre los protagonistas en vilo de uno y otro bando, y las cargas mediáticas comunes y las acusaciones mutuas son el pan de cada día; en ese ámbito ruidoso y nebuloso de estridencias y multitudinarias baratijas legaloides y parloteos estériles, el Presidente, protagonista esencial de cuanto ocurre, hace alusiones, en sus diarias conferencias de prensa matutinas, a sus opositores y a algunos candidatos en particular del grupo oligárquico que lo atacan, asimismo, y enfocan su propaganda y su activismo sólo en su persona, su régimen y la causa histórica que dice defender y la cual es respaldada por una gran mayoría de ciudadanos y electores.

Ataca, lo atacan, y en el fuego cruzado abundan, por supuesto, y en distinta medida, los infundios y los argumentos fundamentados, y los oportunismos mezquinos y las proclamas propagandistas envueltas en demandas jurisdiccionales y sentencias categóricas desde lo más alto de la cúpula electoral y del Poder Judicial, donde el también mayoriteo decisivo de los Ministros del Tribunal Constitucional contrarios a la causa presidencial, imponen la sentencia de que, en algunas de sus declaraciones, incurre, en efecto, el Presidente, en actos injuriosos y rentables para sí, o en “manifestaciones de ‘malicia efectiva'”, en contra de la principal representante política del grupo opositor, quienes hacen, a su vez -grupo oligárquico y precandidata presidencial favorita-, de las satanizaciones antipresidenciales, los activos únicos de crecimiento de su causa propia por el relevo en el poder de su tan maldecido y popular adversario.

Y claro, sectores de opinión mayoritarios y minoritarios, según la popularidad de sus preferencias militantes, se pronuncian al respecto. Y, por tanto, las minorías se pronuncian en favor del veredicto victimista, y las mayorías en contra y en favor del derecho personal y presidencial del jefe del Estado a defender sus derechos y sus iniciativas y posiciones políticas.

Por supuesto que el segundo, como es obvio, capitaliza los recursos públicos de comunicación de que dispone. Pero no es menos cierto que el sector adversario se ha beneficiado de la corrupción institucional para construir, durante décadas, uno de los poderes mediáticos privados más arbitrarios y desregulados e influyentes y perniciosos en pueblo alguno del mundo entero, y que ha usado y sigue usando esos medios de propaganda en contra del ahora líder del país, y que su victimización, en la persona de su mejor representante al relevo presidencial, no carece de rentabilidad o de ‘malicia efectiva’ en contra del Presidente.

En fin: hay verdades y demagogias. Hay retóricas más y menos justas en el universo de la libre expresión. Hay recursos en un sentido y en otro más burdos o más elaborados, más explícitos o más subliminales, más enconados y agresivos o mejor retocados y refinados en sus manifestaciones y apariencias.

Y entonces las particularidades semánticas, los giros metafóricos, los particulares sintagmas y los paradigmas, las formas y los contenidos… Las mil y una maneras de la palabra y sus intenciones se tornan un conflicto de interpretaciones constitucionales respecto del bien y el mal y de los laudos respectivos en los tribunales, plagados además de todas las intenciones, de las más aviesas e inteligentes, a las más sobrias y sensatas y documentadas de la buena voluntad.

¿Y por qué mejor no salvar, en favor de la mayor probabilidad de justicia, que en las querellas de la palabra entre adversarios políticos y ante las calamidades legislativas y las imprecisiones e impertinencias del reformismo jurisdiccional, los enemigos se defiendan y se maten solos con sus recursos narrativos propios, y sólo se dejen a la resolución de los tribunales los casos de evidencias y pruebas y constancias cotejables que identifiquen con relativa objetividad testimonial los cargos y los recursos de defensa?

Porque las artificiosas invenciones y confusiones de la ‘justicia de género’, por ejemplo, atentan más contra el derecho humano primario de la libertad de expresión que lo que sirven como defensa legal de las causas justas y sus reclamos de claridad y de inclusión real.

¿El Presidente y sus adversarios acusan delitos de hecho?, que se abra, entonces, la causa judicial procedente con las evidencias concretas y las comprobaciones del caso. ¿El Presidente y sus adversarios insultan y ofenden de palabra?, pues que se les insulte y se le ofenda de palabra en recíproca consecuencia y los altercados ofensivos denunciados vayan a las ventanillas del fuero común.

¿”Malicia efectiva”?… Sí, señor: siempre. La política es casi sólo intencionalidad de eso. ¿Deliberarlo en tribunales sólo a propósito de las posibles intenciones oratorias y las presunciones semánticas? Bueno, hay excesos y espirales de incongruencia y de ridícula utopía si la incivilidad es grande en el lugar donde se vive.

Y así, cuando la ley y su ejercicio son un escándalo de despropósitos, claro que se pueden cometer delitos infamantes cada vez que se abre la boca desde el poder o en contra suya. Todo puede convertirse en consigna o cargo justiciable. Si la ley, y la autoridad que la hace o la despliega, están viciadas, la libertad de expresión puede ser un catálogo de actos censurables y castigables. Es un problema de cultura y de conciencia crítica del derecho. Si este se pervierte, todo es acusable o defendible o condenable desde el observatorio de los ganadores o los perdedores. Todo es dictadura. O todo es democracia. La justicia es del color del cristal con que se mira. Nada nuevo. Lo mismo con lo mismo. El lugar común de la lógica del poder desde el origen de los tiempos.

¿Hay que saber de leyes? Entre los profesionales de las mismas, pues claro está. Muy bien. Pero, en principio, hay que tener sentido común sobre la lógica del poder y la justicia, y sobre las vocaciones y grados de preferencia real por la ética, la objetividad y la equidad genérica (o sin excepciones ni clasificaciones de sexo, raza, credo, grupo social, etcétera) de los procesos institucionales que definen la calidad de la vida y el respeto al derecho ajeno, así entre los individuos como entre las naciones, de la paz juarista.

La justicia de ‘la ley es la ley’, es la que ha permitido que los sicarios sean sicarios y que abunden e impongan su propia e inapelable ley, y la del desorden y la opacidad definitoria de las manifestaciones con ‘malicia efectiva’ por cuestiones de género y de violencia política de orientación sexual.

Se puede reducir todo al debate de la técnica jurídica y del dominio conceptual y de la instrumentación procesal, y al de la abstracción de la independencia absoluta e intocable del islote judicial como principio superior de la neutralidad. Se hace, pese a lo sesgado y tonto que es.

Pero por ese camino del formalismo constitucional, hasta el ‘debido proceso’ sigue siendo un idealismo surrealista y hasta un mecanismo legal más al servicio de la delincuencia más poderosa y sus industrializadas defensorías, que de la justicia real, merced a las incontables deficiencias e irregularidades policiales, ministeriales y jurisdiccionales.

Por ese camino y por un abuso propio de la corrupción y de la incompetencia, que son la generalidad institucional en el país, fue posible que una secuestradora y torturadora francesa del más alto perfil criminal, como Florence Cassez, quedara en absoluta libertad bajo las presiones diplomáticas de su país y la pusilanimidad del Estado mexicano. Y las acusaciones ciertas de sus sanguinarios y abominables actos, conocidos y condenados por todas las instancias previas a la Suprema Corte, fueron desestimados frente a un par de procedimientos erróneos durante su aprehensión y su consignación penal, mediante el voto decisivo de dos Ministros, defensores, por cierto, del obradorismo y que ahora son, uno exPresidente del máximo tribunal que sigue siendo Ministro, y otra que es Senadora morenista y exSecretaria de Gobernación.

Se deja de lado lo sustantivo del crimen y de la ética necesaria para sancionarlo y hacer justicia, y se defiende la frivolidad que sirve al interés político y al inamovible estatus quo, lo que alimenta el caos, la impunidad y la ingobernabilidad que estimulan la inseguridad y la normalidad de una infelicidad social apenas sobrellevada como el umbral del Estado de derecho que es imposible superar.

Y por eso el país es uno de los más corruptos, violentos e impunes del mundo entero.

SM

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