La Policía del Norte de África dispara contra familias europeas de Vox infectadas por el coronavirus de China

El Bestiario

Se llevan esas representaciones de un futuro alienado y hostil que invitan a mirar el presente como un eslabón doloroso entre un pasado ficticio pleno de felicidad y el porvenir fatal. Esa reinvención de lo vivido, que se filtra en las formas narrativas, invade también la esfera política, donde la nostalgia se ha convertido en un reclamo para el voto de los infelices. Parecen decirle a la gente: nosotros hemos fabricado la máquina del tiempo y te vamos a devolver al lugar que te mereces. Y no, la madurez consiste ni más ni menos en la aceptación del tiempo que te toca vivir. Por eso la distopía solo es interesante si se maneja como un juego de espejos con la realidad, a favor de la decencia y en contra de ese mirar para otro lado en el que nos hemos dejado arrastrar. Es decir, aceptar que toda ciencia ficción, todo relato histórico, toda pieza de época, de lo que habla es del presente en el que fue llevado a cabo.

Imaginen que el contagio del coronavirus se extiende por Europa de manera incontrolada mientras que en el continente africano, por las condiciones climáticas, no tiene incidencia. Aterradas, las familias europeas escaparían de la enfermedad de manera histérica, camino de la frontera africana. Tratarían de cruzar el mar por el Estrecho, se lanzarían en embarcaciones precarias desde las islas griegas y la costa turca. Perseguidos por la sombra de una nueva peste mortal tratarían de ponerse a salvo, urgidos por la necesidad. Pero al llegar a la costa africana, las mismas vallas que ellos levantaron, los mismos controles violentos y las fronteras más inexpugnables invertirían el poder de freno. Las fuerzas del orden norteafricanas dispararían contra los occidentales sin piedad, les gritarían: vete a tu casa, déjanos en paz, no queremos tu enfermedad, tu miseria, tu necesidad. Si los guionistas quisieran extremar la crueldad, permitirían que algunos europeos, guiados por las mafias extorsionadoras, alcanzaran destinos africanos, y allí los encerrarían en cuarentenas inhóspitas, donde serían despojados de sus pertenencias, de sus afectos, de su dignidad.

A esto se le llama la tragedia revertida y consiste sencillamente en tratar de ponerte en los zapatos del otro, del que sufre, del que huye, de los que no tienen nada porque las guerras y la miseria les han arrebatado el suelo donde crecieron. Todo el mundo sabe que la crisis sanitaria europea no tiene relación directa con el drama migratorio, y sin embargo, el estado de ánimo de los europeos sí relaciona ambas cosas. Por ello, toleramos la mano dura y la degradación de los valores humanos en la crisis de refugiados de la frontera greco-turca. La privatización del control migratorio, consumada con la entrega de millones de euros para que Turquía ejerza de muro previo, se ha vuelto en nuestra contra. Somos rehenes de una mafia que nos pide más dinero y nos chantajea con enviarnos las masas hambrientas en plena crisis de contención y autocontrol de movimientos. De la misma manera, mientras se lucha de manera esforzada y coherente desde los servicios públicos de salud por frenar el contagio, la privatización de hospitales, laboratorios e higiene sanitaria evidencia el error de bulto en nuestros cálculos sobre lo que significa el concepto de salud pública. Por ahora, en vez de comprender la verdad de nuestros errores, empujamos la basura bajo la alfombra.

Santiago J. Santamaría Gurtubay

Tras su difusión en las redes, un vídeo de la directora de Salud de Santa Clara, California, lamiéndose el dedo para mejor pasar las páginas de su discurso, y en el que conminaba a no tocarse nariz ni boca a fin de no propagar el coronavirus, puede convertirse en icono de la improvisación y desorden reinantes en la lucha contra la potencial pandemia. Espero y deseo que los esfuerzos de las autoridades de medio mundo y el comportamiento cívico de las poblaciones consigan evitarla. Mientras lo hacen, pueden ya registrarse algunos efectos colaterales, perversos los más, aunque también otros potencialmente beneficiosos, pues ya se sabe que las crisis provocan siempre oportunidades. En general, la opinión pública parece consciente de los riesgos y acepta con resignación las restricciones de todo género a que están siendo sometidos los ciudadanos. Muy distintos son en cambio los comentarios privados, que basculan de la psicosis a la indiferencia, pasando por la convicción extendida de que gran parte de la alarma provocada se debe quizás a motivos ocultos y no a razones estrictamente sanitarias. La variedad de respuestas adoptadas por los diferentes Gobiernos; la inexistencia de un plan coordinado entre ellos; la abstinencia informativa en algunos casos frente a la exuberante verbosidad de otros, y las inevitables consecuencias políticas y económicas del proceso, ponen de relieve la ausencia de un poder global capaz de encarar una crisis planetaria. En nuestro caso, en México, las luchas partidarias entre el poder y la oposición y en el seno del poder mismo, en España, han generado ya unas cuantas anécdotas, como las críticas del Ministerio de Sanidad al comunicado hecho por el de Trabajo; las incoherencias entre las decisiones de algunos estados mexicanos y autonomías españolas,  y las del poder central; y la clamorosa ausencia del presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, en las comparecencias públicas. Estas siguen encomendadas a un simpático individuo capaz de sonreír y de hacer chistes mientras anuncia que un barrio entero ha sido declarado en cuarentena o que la decisión de ir o no a las manifestaciones depende de lo que cada cual quiera hacer y no de la evaluación del riesgo de los movimientos de masas.

China y los chinos, son los culpables, unos individuos tan primitivos que se dedican a comer serpientes y murciélagos

Mientras tanto, en La Rioja ya se ha movilizado a la Guardia Civil y la autoridad amenaza con multas millonarias a quien no obedezca. Quién va a pagar los platos rotos; quién indemnizará a las personas privadas de su libertad de movimientos y de su derecho a acudir al trabajo; quién a los empleados y propietarios de establecimientos públicos que se clausuren, son cuestiones que permanecen en el limbo, aunque haya sido eliminado de los catecismos de la Iglesia Católica. La rendición de cuentas por el éxito o fracaso de las gestiones emprendidas tendrá que ver en cualquier caso con el desarrollo de las elecciones venideras. La psicosis y el miedo que las sonrisas oficiales no logran despejar llevan a que muchos eviten la cercanía de los ciudadanos de origen chino; a no consumir manzanas italianas y a apartarse con miradas de espanto de cualquiera que carraspee un poco en el metro. Los nacionalistas a ultranza, orgullosos de su identidad, tuitean cosas como “¿no queríais globalización?, pues toma globalización”. Sueñan quizás con la fecha en que en nombre de la salud pública, además de restaurantes, hoteles y barrios, se puedan cerrar fronteras, cancelar rutas aéreas, discriminar etnias o comunidades religiosas. Ya pueden reencontrarse así con la cultura del enemigo y señalar a los culpables: China y los chinos, individuos tan primitivos que se dedican a comer serpientes y murciélagos, frente a quienes disfrutamos devorando sesos y testículos de cordero, tripas de bovinos, caracoles, lampreas o percebes, como corresponde a la civilización occidental.

Las críticas al Gobierno chino pueden estar justificadas por su tardanza en reconocer la existencia del virus y la inicial falta de transparencia. Pero lo que se está jugando ahora, cualquiera que sea el desenlace de la epidemia, es el futuro de las relaciones internacionales. La tendencia a recrear un mundo bipolar, patente tanto en la Casa Blanca como en determinados representantes del mandarinato comunista, es con todo mucho más matizada en Pekín que en Washington. El multilateralismo que algunos pregonan solo puede echar raíces si se desarrolla en un marco de relaciones regionales, en el que el continente asiático, con China a la cabeza, ocupará inevitablemente el liderazgo económico, poblacional y tecnológico, pese a los esfuerzos americanos por impedir sus avances en este último terreno. Si se prolonga la crisis del coronavirus, Occidente comenzará a sufrir dificultades de aprovisionamiento y verá seriamente afectada su capacidad para producir los medicamentos necesarios. La industria farmacéutica china es la mayor del mundo, algunos ingredientes activos de numerosas medicinas y determinados antibióticos solo se producen en aquel país, que manufactura también una ingente cantidad de maquinaria y tecnología médica y hospitalaria. Su gigantesco mercado interior y la decisión de las autoridades de expandir al máximo el servicio nacional de salud han hecho además que otros colosos occidentales del sector estén allí presentes. Puede decirse que no hay respuesta válida a esta pandemia que no pase por la colaboración activa del Gobierno chino, responsable quizá en cierta medida del problema, pero del todo indispensable en su solución.

La terrible amenaza de esta pandemia puede provocar un consenso en educación y salud, entre Estados Unidos y China

La guerra comercial desatada por Donald Trumpy los problemas que atañen a la falta de respeto a los derechos humanos en aquel país no pueden aplazar la necesidad urgente de una reforma en el sistema internacional que permita ser más eficaces y rápidos en el manejo de las crisis globales. Las actuales instituciones internacionales, incluidos el Fondo Monetario y el Banco Mundial, no funcionan adecuadamente para resolver los problemas de nuestro tiempo. Son consecuencia del mundo emergente de la II Guerra Mundial, cuyos parámetros han quedado definitivamente obsoletos. En todos los sectores, el financiero, el tecnológico, el comercial y el de la seguridad, China está llamada a desempeñar un papel esencial con vistas al inmediato futuro. Solo una política inclusiva y de cooperación con su Gobierno podrá además favorecer una evolución positiva de los derechos humanos en un país cuya cultura e historia nada tienen que ver con los principios en que se basa la democracia occidental.

“En el marco de las actividades del Instituto Berggruen -recalca el periodista español y uno de los fundadores del EL PAÍS, Juan Luis Cebrián- he tenido repetidas veces ocasión de conversar con Zhen Bijian, que fue colaborador directo de Den Xiaoping y presidió durante años la Academia del Partido Comunista Chino. Respetado como uno de los intelectuales más influyentes e importantes del régimen, insiste desde hace tiempo en la necesidad de que China contribuya al liderazgo de un nuevo orden en el que la convergencia de intereses debe llevar a la cooperación y coordinación entre las principales naciones. Una visión completamente opuesta a la de la administración de Trump, que eligió desde el primer momento el camino de la confrontación”. Entre los efectos posiblemente beneficiosos de la terrible amenaza de esta pandemia quizás contemos en un futuro con la recuperación del diálogo y el consenso respecto a los bienes y servicios públicos que las dos superpotencias pueden y deben garantizar, singularmente en educación y salud. De manera menos ambiciosa y más concreta es probable que los ensayos masivos de teletrabajo que algunas empresas vienen efectuando con el objetivo de evitar el contagio entre sus empleados acaben por consolidar una nueva estructura de relaciones laborales. La enseñanza a distancia y la telemedicina, también utilizadas de forma profusa por culpa del virus, van a descubrir a partir de esta experiencia nuevos campos de actuación. Pero nada de eso será suficiente si las instituciones políticas, enfrentadas a la paradoja de proclamar absoluta tranquilidad al tiempo que alertan a sus electores de peligros letales, no se esfuerzan en edificar un nuevo sistema de gobernanza global.

La gripe española de 1918, que nació en Kansas, mató entre 40 y 100 millones de personas,  entre ellas al pintor Gustav Klimt

“Mientras escribo esto -advierte la española  Rosa Montero a la vez que recuerda una vez más que este artículo tarda dos semanas en imprimirse-, nos encontramos todos a la espera de la llegada del coronavirus, igual que los senadores romanos aguardaban, sentados en sus sillas de marfil, la llegada de los bárbaros. En mi mundo temporal la enfermedad acaba de estallar en Italia, y, como las pandemias son tan volátiles como los incendios, ignoro si dentro de 15 días, es decir, en vuestro mundo, estaremos todos encerrados en nuestras casas con mascarillas puestas hasta en los codos, o bien tan campantes y despotricando contra la epidemia de pánico que estamos viviendo, que, como ya se ha dicho, es mucho más contagiosa que el Covid-19. Con los datos que hoy tengo no se entiende bien lo que sucede: los confinamientos de Italia, de China, de Corea parecen sacados de una novela de ciencia-ficción. Lo mudable e incomprensible de la situación forma parte del miedo que produce. A lo anterior se suma, estoy segura, una memoria genética del riesgo, de los apocalipsis bacterianos o víricos que ya hemos vivido. El más espantoso, la peste bubónica de 1348, que exterminó en un año a la mitad de la población europea (imaginen una mortandad de 23 millones de personas en España, por ejemplo). Y el más reciente, la llamada gripe española de 1918, que mató entre 40 y 100 millones de personas en todo el ­planeta (la cifra, como se ve, es bastante incierta: el mundo estaba en guerra y la muerte reinaba), entre ellas víctimas tan famosas como el pintor Gustav Klimt, el poeta Guillaume Apollinaire o Edmond Rostand, autor de Cyrano de Bergerac. Por cierto que, pese al nombre, la gripe no empezó en España, sino en Kansas (EE UU). Pero, como nuestro país no participaba en la guerra, fue el primero que habló abiertamente de la enfermedad en la prensa, al no estar sometido el tema a la censura bélica. Y aquí estamos aguantando aún el sambenito, lo cual es una buena muestra de la extrema facilidad con que puede manipularse la información en crisis como estas…”.

Desde luego una pandemia fatal siempre es posible: Stephen Hawking decía que la humanidad no va a desaparecer por el impacto de un asteroide, sino por un virus. Pero si nos atenemos a la información que poseemos, resulta difícil no sospechar que el temor al contagio ha sido avivado por los ingentes intereses económicos que el asunto conlleva. Sucedió algo parecido en 2009 con la gripe A. Sin contar el pastizal que los países se gastaron en retrovirales, las vacunas fueron un negocio colosal. España compró 13 millones de dosis, de los que sólo usó 3 (los otros 10 se destruyeron), con un coste de 270 millones de euros. Alemania, con 80 millones de habitantes, adquirió 50 millones de dosis y sólo usó 6. Pero el caso más aparatoso fue Francia, que, teniendo una población de 60 millones de habitantes, compró 94 millones de vacunas, al parecer con la fulgurante idea de revender el sobrante a otros países y ganar con eso un dinerillo. Sólo se vacunaron 7 millones de franceses, lo cual convertiría al responsable de ese cuento de la lechera gripal en el más tonto de Europa.

“Las vacunas son un descubrimiento maravilloso -destaca Rosa Montero- que ha mejorado de manera radical la salud de la humanidad. Las inoculaciones contra el sarampión, la difteria, la poliomelitis y el tétanos, entre otras, siguen siendo esenciales (y no vacunar a tu hijo pone en riesgo a todos). Pero estos parches antivíricos hechos a toda prisa en mitad de una tormenta de miedo y vendidos a precios de oro me dejan bastante perpleja. Sé que, si de pronto el Covid-19 mudara a un virus muy mortal (ahora no lo es) y no hubiera vacunas, aunque fueran de dudosa eficacia, le prenderíamos fuego al Ministerio de Sanidad, así que comprendo que son crisis de muy difícil gestión. Pero, por favor, intentemos no sucumbir al pavor irracional, tan contagioso. Recordemos que la gripe estacional mata a medio millón de personas en el mundo cada año (en España, en el invierno 2018-2019, a 6,300) y, sin embargo, no nos asusta nada. Y permitidme que os dé una noticia: aunque os cueste creerlo, todos vamos a morir algún día. Esta fragilidad, este vértigo, esta indefensión, es ni más ni menos lo que llamamos vida”.

Lo más contagioso es el miedo, el bombardeo de imágenes de personas con máscaras, envueltas incluso en plástico, desata temores

A estas alturas, prácticamente todo el mundo ha oído hablar del coronavirus. Incluso aunque el germen no haya llegado a su país o a su imaginación, ya se ha convertido en una especie de lienzo en blanco sobre el cual se puede proyectar cualquier cosa, desde nuestros más profundos temores hasta los prejuicios y los estereotipos sobre Oriente. Parece como si todo lo que estaba reprimido volviese con un virus que ya está modelando la imaginación popular -y hasta apocalíptica- del año 2020. Pero precisamente cuando se nos bombardea con imágenes distópicas de ciudades, aeropuertos y cruceros en cuarentena, y el pánico y la paranoia cunden rápidamente, es cuando tenemos que pararnos y reflexionar. El brote de un virus suele ser el mejor indicador universal del funcionamiento de nuestras sociedades. Si los sueños son, en palabras de Sigmund Freud, la “vía regia hacia al inconsciente”, un fenómeno global como la aparición de un patógeno es la vía regia hacia el inconsciente mundial. A la vista de la fantasía popular sobre el coronavirus, vale la pena hacer una relectura crítica de ‘’La muerte en Venecia, la novela de Thomas Mann publicada originalmente en 1912 en la que una misteriosa enfermedad contagiosa (que más adelante se revela que es cólera) se propaga por el “paraíso” turístico. Aschenbach, protagonista de la historia, se entera al final de que ese “horror de la diversidad” (la caracterización prejuiciosa hacia Oriente la hace el propio Thomas Mann) surgió en la India y se propagó por Asia hasta alcanzar el Mediterráneo y Venecia. La novela también insinúa que en las islas de Brioni (actualmente Croacia) y en Venecia se estaba sometiendo a cuarentena a los infectados.

Efectivamente, Venecia fue una de las primeras ciudades en perfeccionar un sistema de aislamiento marítimo, e Italia tiene una larga historia de confinamientos sanitarios, utilizados en principio para acordonar a las personas que pudiesen ser portadoras de una enfermedad, pero pronto convertidos en un sistema para evitar que los extranjeros, los grupos minoritarios, los judíos y los árabes entrasen en las ciudades. Lo que empezó por miedo a la enfermedad acabó no solo estigmatizando, sino también segregando, a determinados grupos de personas. Por ejemplo, en 1836, Nápoles puso fin a la libre circulación de prostitutas y mendigos, a los que se consideraba de manera automática portadores de infecciones.

“Nos vamos a infectar todos”, gritó una mujer al ver a un adolescente chino. “Señora, en toda mi vida solo he visto China en Google Maps”

Actualmente salta a la vista que les ha tocado a los chinos. No es de extrañar que el vicepresidente del Senado italiano, Ignazio La Russa, miembro del partido neofascista Hermanos de Italia, recomendase últimamente utilizar el saludo fascista como remedio “antivírico y antimicrobiano” para evitar contagiarse del coronavirus. Al fin y al cabo, ¿qué es el fascismo sino tratar a los demás como si fuesen virus contagiosos? El miedo se parece a un virus: es invisible, pero cuando se pone bajo un microscopio puede aumentar millones de veces de tamaño. Eso fue lo que pasó en un tren en Italia, como explicaba el profesor del Imperial College de Londres Tommaso Valletti. Cuando un adolescente chino subió al convoy, una mujer comentó en voz alta: “Ya estamos. Nos vamos a infectar todos”, a lo que el chico respondió en perfecto italiano con acento romano: “Señora, en toda mi vida solo he visto China en Google Maps”. Al mismo tiempo, en Francia, un periódico local publicaba el siguiente titular: “Alerte jaune” (alerta amarilla), seguido de “Le péril jaune?” (¿el peligro amarillo?), y mostraba una imagen de una mujer china con una mascarilla. El periódico se disculpó rápidamente, pero, como en la época de ‘La muerte en Venecia’, los “horrores de la diversidad” ya habían empezado a ocupar la imaginación europea. En respuesta, los ciudadanos franceses de origen asiático se han apresurado a publicar en las redes sociales fotos de ellos mismos sosteniendo carteles en los que se puede leer “je ne suis pas un virus” (no soy un virus).

Evidentemente, el continente más oscuro no es China, la India o Congo, como en las fantasías estereotípicas sobre Oriente ahora reactivadas, sino el inconsciente humano. De momento, las reacciones al coronavirus han revelado menos sobre el microorganismo que sobre nosotros mismos. Un virus nunca es solo un agente biológico que se reproduce en las células vivas de un organismo, sino que invariablemente forma parte de una ideología que construye al “otro” como enfermedad. Pensemos, por ejemplo, en la reciente serie ‘Cordon’ (2014), coproducida por Bélgica y Holanda. La historia empieza con la llegada de un emigrante afgano ilegal a la ciudad belga de Amberes dentro de un contenedor. Poco después se produce un brote de un virus mortal. Aunque más adelante se descubre que el responsable ha sido el Gobierno, los “horrores de la diversidad” vuelven a estar presentes. Recordemos también la versión estadounidense de la serie, titulada ‘Containment’, del año 2015. En ella resulta que un sirio es portador de un virus altamente contagioso. Siempre es el “otro”: primero afgano, luego sirio y ahora chino. La ciencia ficción se está volviendo real: no ha habido que esperar mucho para que el célebre estratega populista Steve Bannon se diera cuenta de que el coronavirus es una herramienta perfecta para entrometerse de nuevo en las elecciones estadounidenses, llamándolo un “Chernóbil biológico”.

En tres días, tras la cuarentena de Wuhan. El 23 de enero, 13,000 entradas en Twitter, Facebook y Reddit difundían teorías conspirativas

No obstante, sería un error creer que la extrema derecha europea y estadounidense son las únicas que están usando el coronavirus para “demostrar” que tenían razón al insistir en cerrar las fronteras e implantar un estado de excepción permanente. Incluso los medios de comunicación convencionales de Occidente son cómplices de tratar a “China como una enfermedad”, como ilustran las recientes portadas de Der Spiegel y The Economist. La revista alemana presentaba a una persona vestida con un mono rojo de protección y una máscara de gas, con un iPhone en la mano y el titular ‘Made in China’. Por su parte, el encabezamiento de The Economist preguntaba: “¿Hasta qué punto va a empeorar?”, junto a una imagen de la Tierra con una mascarilla con la bandera china. Si la enfermedad, como nos enseñó Susan Sontag en su trascendental ensayo “La enfermedad y sus metáforas” (1978), tiene que ser entendida como una metáfora que hay que deconstruir, ¿de qué son metáfora estas portadas? Aunque se haya originado en China, el coronavirus, en todo caso, no es made in China, sino un producto del capitalismo global. Del mismo modo que, bajo los regímenes coloniales, las epidemias se extendían a través de las redes de caminos, ferrocarriles y canales de los imperios mundiales, el virus mortal no se está propagando por culpa de China (no es “chino”), sino porque nuestro mundo no ha estado nunca tan conectado como actualmente y porque todo se puede interrumpir, incluida la libre circulación de personas, excepto la circulación del capital.

Puesto que los fascistas ya están haciendo un llamamiento a que se cierren las fronteras y que el capitalismo global puede pararlo todo menos la libre circulación de mercancías, tenemos que tomar conciencia de que la pandemia del miedo es más peligrosa que el propio virus, porque ya está siendo usada por quienes no están dispuestos a desperdiciar una buena oportunidad, aunque sea un agente patógeno. Las falsedades se transmiten a mayor velocidad que la verdad, según un estudio de referencia publicado en Science. La epidemia del coronavirus Covid-19 ha puesto de manifiesto que el ámbito sanitario es particularmente sensible a esa peligrosa capacidad de proliferación. Solo durante los tres días que siguieron a la puesta en cuarentena de la ciudad de Wuhan, el 23 de enero, más de 13,000 entradas publicadas en Twitter, Facebook y Reddit difundían teorías conspirativas sobre el origen del virus, según datos de Storyful, una firma que analiza contenidos de redes sociales, recogidos en la web Axios.

El balance supera los 100,000 casos en todo el mundo y los 3,500 muertos, despertando miedos atávicos y recordándonos que somos mortales

El mundo miraba a otro lado. Eran los últimos días de 2019 y los primeros de 2020 y los motivos de inquietud abundaban. Eran reales, pero no los correctos. Al ordenar la ejecución del general Qasem Soleimani, hombre fuerte del régimen iraní, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, avivó los temores a un nuevo incendio en Oriente Próximo, incluso a un conflicto global. Los incendios en Australia lanzaban una alerta de otro tipo: la urgencia del cambio climático. Las grandes economías ofrecían signos de debilidad. En Europa, los preparativos del Brexit, sumados a la fortaleza de los movimientos nacionalistas, el miedo a la inmigración y el descontento con las élites gobernantes reflejaban una crisis más profunda de un sistema bajo tensión. Pero la crisis que hace temblar a parte de la humanidad en este inicio de década venía de otro lugar y era otra cosa. Finalmente el big one -la gran crisis, el gran terremoto, la amenaza agazapada que podría cambiarlo todo-  no apareció bajo forma de atentado masivo, guerra ni recesión económica. No tenía el rostro de Vladímir Putin ni de un oscuro terrorista del moribundo Estado Islámico. Era algo distinto: un agente minúsculo -unos 125 nanometros, es decir, 0.000125 milímetros- localizado quizá en un mercado de una populosa ciudad en China, aunque el origen exacto sigue envuelto en una nebulosa.

Y este virus, técnicamente SARS-Cov-2, causante de la enfermedad Covid-19, ha puesto en jaque a Gobiernos que se consideraban invulnerables y poderosos; ha gripado la máquina que hace funcionar la globalización -el comercio, los viajes, la industria-; ha colocado la economía en el momento más crítico desde la crisis financiera de 2008; ha despertado en muchos ciudadanos miedos atávicos y les ha recordado que son mortales, y empieza a alterar nuestras costumbres, posiblemente de forma duradera. El balance supera los 100,000 casos en todo el mundo y los 3,500 muertos. Y deja a poblaciones enteras en zonas acomodadas de países desarrollados, sin memoria reciente de situaciones similares más que por alusiones literarias o fílmicas, en un estado de semiexcepción. La noticia de que el Gobierno italiano se prepara para sellar la región de Lombardía y 11 provincias en las regiones de Piamonte, Emilia Romaña y Véneto es una evidencia tanto de la preocupación que la plaga suscita en las autoridades como de su carácter excepcional. Si se aplican las medidas, unos 16 millones de personas verán restringidos sus movimientos hasta el 3 de abril. El ‘blindaje’ afecta a toda Italia. En España y otros países de la Unión Europea se anuncian medidas excepcionales, no lejanas a las dictadas por el Gobierno de Roma.

Los virus llamados zoonóticos, trasmisibles de animales a humanos, causan las enfermedades más destructivas de las décadas recientes

Observar cómo la irrupción del coronavirus ha ocurrido en un periodo tan breve -un abrir y cerrar de ojos en la escala del tiempo acelerado de la información 24 horas y el flujo turbio de las redes- y cómo ha trastocado desde las agendas globales a las personales, tiene una doble utilidad. Primero, es como si se extendiese un producto revelador sobre el planeta: muestra -y amplifica- sus debilidades y sus fallas. Y segundo, posee la capacidad de acelerar procesos en curso: desde el frenazo en la globalización a la tendencia a levantar fronteras en las democracias occidentales. Todo comienza en diciembre en China, en un mercado -hasta donde se ha podido saber- y el origen del virus se encuentra probablemente en un murciélago desde el que se contagió, acaso por medio de otro animal, al ser humano. He aquí, de entrada, dos elementos determinantes. Uno, bien visible, rotundo, colosal: China. Otro, invisible, microscópico: los virus llamados zoonóticos, es decir, trasmisibles de animales a humanos, que causan algunas de las enfermedades más destructivas de las décadas recientes.

China representa el 17% de la economía mundial; el 11% del comercio, el 9% del turismo, el 40% de la demanda de algunas materias primas. Es el país más poblado: 1,400 millones. Es la fábrica del planeta, un experimento de turbocapitalismo gobernado por un régimen autoritario, la potencia que ya no es solo económica y disputa a EE UU la hegemonía mundial, el gran triunfador de la última etapa de globalización de los bienes y servicios iniciada hace una treintena de años. El segundo elemento son los virus que pasan de animales a seres humanos. Las enfermedades causadas por ellos incluyen desde la gripe de 1918, que mató a 50 millones de personas según algunas estimaciones, al sida, del que han muerto 32 millones de personas, pero también el ébola, el SARS, la gripe aviar y la Covid-19. Siempre han existido, pero, como explica David Quammen, autor de “Spillover. Animal infections and the next human pandemic” (Desbordamiento. Infecciones animales y la próxima pandemia humana), vivimos “una era de enfermedades zoonóticas emergentes”.

Críticas tras la muerte, el 7 de febrero, del doctor Li Wenliang, por dar la alarma en diciembre y primer mártir de la pandemia

“Hay muchos virus viviendo en animales, plantas y bacterias en los ecosistemas. Probablemente millones. Algunos pueden infectar a los humanos, además de las criaturas en las que estén. ¿Por qué algunos virus se desbordan e infectan a los humanos?”, dice Quammen en Montana. “Es porque estamos entrando en contacto con estos animales, plantas y criaturas. Perturbamos ecosistemas diversos. Destruimos la selva tropical. Construimos pueblos y minas en estos lugares. Talamos árboles. Nos comemos los animales que viven en estos bosques. Capturamos animales salvajes y los enviamos a mercados en China. Con estas acciones nos exponemos a estos virus”. Es un enigma cuándo el SARS-Cov-2 empezó a circular y cuándo supieron de los primeros casos. La única fecha segura, por ahora, es la del 31 de diciembre. Ese día, el Gobierno chino confirmó los primeros casos de una neumonía de origen desconocido. Todo fue rápido desde entonces. El 7 de enero, investigadores chinos identificaron el nuevo virus. Cuatro días más tarde, se declaró el primer muerto: un hombre de 61 años, cliente del mercado de Wuhan, ciudad de 11 millones de habitantes en el centro de China. Y 10 más tarde se declararon los primeros casos en Japón, Corea del Sur y Tailandia y las autoridades chinas impusieron el aislamiento de Wuhan. La crisis ya no era china: se transformó en asiática. El 30 de enero, la Organización Mundial de la Salud decretó la “emergencia sanitaria global”.

Muchos de los dilemas que surgirían en las semanas siguientes, cuando los recuentos diarios de enfermos hubiesen dejado de ser un asunto lejano fuera de Asia, ya estaban allí. ¿Es posible aislar el mal y derrotarlo? ¿O hay que conformarse con gestionarlo lo mejor que se pueda para atenuar su impacto? ¿Sirven las cuarentenas? Y otra pregunta fundamental: para gestionar una epidemia como esta e imponer medidas drásticas a la población, ¿están mejor equipados los Estados autoritarios o los democráticos? El Gobierno chino fue criticado al principio por su opacidad, y el descontento se reflejó en las críticas tras la muerte, el 7 de febrero, del doctor Li Wenliang, reprendido por dar la alarma en diciembre y primer mártir de la pandemia. Después, sus medidas de choque para frenar la enfermedad recabaron el aplauso de las autoridades sanitarias internacionales. “La pregunta es: ¿quiénes están mejor protegidas? ¿Las dictaduras o las democracias?”, dice la profesora Anne-Marie Moulin, médica y filósofa en el Centro Nacional de Investigaciones Científicas francés. “Está claro que un país autoritario, con poblaciones acostumbradas a medidas absolutas, puede parecer más favorable a la defensa contra las epidemias. Pero una democracia en la que la información circula y en la que los ciudadanos se sienten solidarios, también puede ser un país más vigilante y que está mejor organizado, y en el que llamar para avisar de que hay un caso no parezca una denuncia. ¿Sabe lo que habría que hacer? Tomar dos países con la misma epidemia: uno autoritario y que no respete las libertades y otro que las respete, y ver qué ocurre. Es una experiencia que nunca ha ocurrido, así que debemos conformarnos con las especulaciones”.

En Miami, un hombre va a un centro médico para hacerse la prueba del coronavirus y sale con una factura de 3,270 dólares

Si los dos modelos fueran claros y diáfanos como en la Guerra Fría, quizá sería más simple. Hoy el virus circula por un planeta gobernado por Xi Jinping y Donald Trump, “dos grandes rivales que parecen debilitados por la epidemia”, comenta Dominique Moïsi, consejero especial del laboratorio de ideas Institut Montaigne, con sede en París, y autor de libros como “La geopolítica de las emociones”. En EE UU, “la crisis, al principio, estuvo también bastante mal gestionada por Trump, quien la despreció e hizo declaraciones improvisadas”, explica Moïsi. “En China, se ha visto que quienes lamentaban la centralización excesiva del poder, el retorno a un modo imperial de gestión, usaban la crisis para criticar al poder”, añade. “¿Acabará Xi Jinping debilitado? ¿O podrá decir que fue sorprendido al principio, que el gusto por el secreto ralentizó la capacidad para afrontar la crisis pero, a fin de cuentas, la centralización de un régimen autoritario permitió contenerla?”. El 2 de febrero se registró el primer muerto fuera de China, en Filipinas, y dos semanas después, el primero fuera de Asia, un turista chino de 80 años en París. Hoy son más de 400 los muertos fuera de China, con dos focos críticos, Irán e Italia, y una onda expansiva que pone patas arriba lo que hace cuatro días parecía sólido.

Se anulan competiciones deportivas y congresos internacionales -suena fuera de lugar hoy el escepticismo con el que muchos reaccionaron ante la decisión de suspender el Mobile World Congress en Barcelona- y se cierran escuelas hasta dejar a 290 millones de alumnos en casa. En Francia, el Gobierno recomienda dejar de saludarse con un apretón de manos y, peor, renunciar a la bise -los dos besos preceptivos cada vez que se saludan-, un rasgo cultural que, si desaparece, supondrá un cambio considerable para el art de vivre francés. En Miami, un hombre va a un centro médico para hacerse la prueba del coronavirus y, como publicó el diario Miami Herald, sale con una factura de 3,270 dólares: el SARS-Cov-2 revela los riesgos de un sistema sanitario predominantemente privado. Arabia Saudí cierra la entrada a los peregrinos que van a La Meca y el santuario de Lourdes cierra los baños con agua de la gruta milagrosa. Marcas estadounidenses como McDonald’s y Starbucks clausuran comercios en China, las líneas aéreas suspenden temporalmente los vuelos a este país y el tráfico de contenedores en el puerto de Los Ángeles -punto de entrada principal de los productos chinos a EE UU y nodo de la globalización- cae en un 25%. La caída de entre un 15% y un 40% de la producción en algunos sectores industriales clave de este país ha reducido en un cuarto las emisiones de gases de efecto invernadero, según datos del Centro de Investigación sobre la Energía y el Aire Limpio, una organización finlandesa.

La OCDE contempla una rebaja del crecimiento mundial en 2020 del 2.9% al 2.4%, el más bajo desde la crisis financiera de 2008

El dilema es que, cuanto más drásticas sean las medidas y cuanto mayor el miedo, peor será el impacto tanto en la oferta -las fábricas y oficinas paran, las tiendas se vacían-como en la demanda. En el escenario más optimista, la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos)​ contempla una rebaja del crecimiento mundial en 2020 del 2.9% al 2.4%. Sería el nivel más bajo desde la crisis financiera de 2008. En el peor escenario, la economía global crecería un 1.5%. Impulsado por la globalización, que abre fronteras a la circulación de mercancías, personas y también virus, el SARS-Cov-2 amenaza con matarla, como si 2020 fuese a cerrar definitivamente el ciclo abierto en 1989 al caer el Muro de Berlín. “La epidemia interviene en un momento en el que ya poníamos en causa la mundialización”, resume el veterano politólogo Moïsi. “Y acelera y confirma potencialmente la idea según la cual la mundialización feliz era una ilusión temporal que iba a durar unos pocos años, mientras que afrontamos la mundialización infeliz”.

En la hora del nacionalismo y el populismo, los mensajes de recelo del extranjero, como las teorías de la conspiración, encuentran nuevas cámaras de eco. Es la tentación del repliegue: desde quedarse en casa para teletrabajar a cerrar las fronteras a los refugiados de Siria. Y todo esto, bañado en la sensación de irrealidad sobre la gravedad real de algo que no vemos y que asusta más por lo que podría ser que por lo que todavía es. “La crisis del coronavirus acelera y profundiza una cultura del miedo que ya estaba presente”, observa Moïsi. Y, con una nota de humor, lo compara con una comida: “Es como si nos guardásemos lo peor para el final”.

El secretario general de Vox, el partido de la ultraderecha en España, Javier Ortega Smith, infectado por el coronavirus de la comunista China

Vox, el partido de la ultraderecha en España ha confirmado esta semana que su secretario general, Javier Ortega Smith, ha dado positivo en la prueba de coronavirus y ha pedido perdón por el acto que celebró el pasado domingo, 8 de marzo, en la plaza de Vistalegre, en Madrid, al que acudieron unas 9.000 personas. Los herederos del más rancio franquismo no explican cuál puede ser el origen del contagio de su secretario general, que es miembro del Congreso y concejal del Ayuntamiento de Madrid, pero adelanta que sus 52 diputados trabajarán desde sus casas y no acudirán al palacio de las Cortes, y pide que “se suspendan las sesiones parlamentarias hasta que las autoridades sanitarias afirmen que se ha recuperado el control”. Los diputados y asesores de la formación en la Asamblea de Madrid se han puesto en “cuarentena voluntaria”. Vox asegura que se planteó suspender el mitin del pasado domingo en Vistalegre, en el que Santiago Abascal intervino por primera vez en público tras ser proclamado presidente del partido por otros cuatro años, pero alega que no lo hizo porque “habría sido irresponsable generar alarma suspendiendo un acto público mientras el resto del país seguía funcionando con normalidad”. Aunque recomendó a quienes formaran parte de grupos de riesgo que no asistieran al mitin, reconoce: “Fue un error por el que pedimos perdón”. Pese a ello, el partido ultra aprovecha para cargar contra el Gobierno, al asegurar que este permitió que se celebraran manifestaciones en toda España (en alusión a las marchas feministas del 8-M), partidos de fútbol o ceremonias religiosas, y añadiendo que, por su parte, fue un acto de “candidez creer que [el Ejecutivo] antepondría la salud de los españoles antes de su agenda propagandística”. Por ello reclama el “cese inmediato” de la vicepresidenta Carmen Calvo. Ortega no solo participó en el mitin del domingo, donde estrechó la mano a numerosos simpatizantes de Vox, sino que fue el protagonista de la asamblea general celebrada el sábado por el partido ultra en el mismo escenario, a la que acudieron sus más de 600 cargos públicos (parlamentarios europeos, nacionales y autonómicos y concejales) y orgánicos. El lunes se especuló con la posibilidad de que Santiago Abascal pudiera haberse contagiado tras reunirse en Estados Unidos con el senador republicano Ted Cruz, en cuarentena voluntaria por el coronavirus, pero el número tres de Vox, Jorge Buxadé, aseguró que su líder estaba “como un toro”.

Las verdaderas pandemias mortales de este planeta son el hambre, la violencia, las guerras, la emigración masiva, la fosa del Mediterráneo y las enfermedades confinadas al Tercer Mundo, pero estos males endémicos no causan miedo ni pánico porque no se transmiten a través del aliento y la saliva de los otros. En la historia de este planeta ha habido sucesivas extinciones de especies a causa de meteoritos gigantes, de volcanes y terremotos devastadores, pero la humanidad sigue bailando sobre las deslizantes placas tectónicas porque acepta que son fuerzas telúricas fuera de su alcance. Las epidemias bíblicas como la lepra y la peste bubónica se atribuían a un castigo de Dios, y para aplacar su ira se montaban procesiones de disciplinantes y se quemaba en la hoguera a brujas y herejes. En el Apocalipsis se dice que al abrirse el Séptimo Sello se hará un silencio en el cielo y siete ángeles tocarán sus trompetas de plata para anunciar el fin del mundo. No se necesita un lujo semejante. Hoy se sabe que la vida es un episodio contingente, una aventura bioquímica sin sentido en la historia de este planeta, que anteayer no existía y pasado mañana, cuando desaparezca, en la Tierra se instalará un silencio de piedra pómez y no habrá sido necesario que ningún ángel tocara la trompeta, bastó con un virus en forma de muñeco diabólico que la humanidad se fue pasando de unos a otros hasta quedar por completo exterminada. El infierno son los otros, dijo Jean Paul Sartre. Se refería a la mirada de los demás que nos penetra y nos delata. En este caso, la mirada será un virus y el terror vendrá porque quien te mate será quien más te quiera, quien te bese, quien te abrace, quien te dé la mano, quien te ceda el asiento en el metro, quien te ayude a cruzar la calle. El miedo al otro, en eso consiste el infierno que se acaba de instalar como un avance entre nosotros.

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