El Bestiario
China es el país con más casos confirmados de Covid-19, pero tiene su brote contenido. Lo peor de la pandemia ocurre ahora en otros lugares: Italia, Estados Unidos y España son los países con más casos confirmados, están entre los que registran más muertos y donde la epidemia crece a un ritmo más rápido. En Italia y en España se han tomado medidas como el cierre de los principales comercios (9 de marzo en Italia, 14 en España) y están a la espera de que el brote desacelere. En Estados Unidos, que ha actuado más tarde, con cierres parciales, y ha ido por detrás en detección, los casos están multiplicándose cada dos días. Las regiones que sufren los peores brotes: Madrid y Cataluña, que concentran el 70% de todas las muertes de España; Lombardía y Emilia Romaña en Italia (77% de las muertes); Nueva York y Washington en Estados Unidos (más del 50% de las muertes). Los datos de casos y muertes indican que todos los brotes están en fase creciente. Madrid y Cataluña: a la espera. Madrid detectó sus primeros casos de coronavirus a finales de febrero. En Italia mejora el principal foco. Italia fue el primer país en el que un brote se expandió de forma comunitaria fuera de Asia. Durante semanas los números de casos y fallecimientos han aumentado de forma exponencial hasta convertirse en el país con más fallecidos. Dos regiones han sufrido allí con mayor intensidad este brote: Lombardía y Emilia Romaña. Máxima alerta en Nueva York. Es la región con la tendencia más preocupante: los casos se están doblando cada dos días. En parte, esto puede deberse a que en Estados Unidos se han empezado a detectar casos más tarde, y que solo ahora se están haciendo pruebas de forma masiva: esto puede multiplicar los casos detectados muy deprisa y exagerar el ritmo de los contagios. Pero las cifras de muertes son igualmente preocupantes: desde hace una semana se duplican cada dos días o menos. Peor que Lombardía en su peor momento y tan mal como Madrid en los primeros días.
Estar en una de las ciudades más vibrantes del mundo y no poder salir de casa. Es la ironía que viven, oficialmente desde este lunes, 25 de marzo, en torno a 8.5 millones de neoyorquinos, 20 si se tienen en cuenta los habitantes del Estado de Nueva York a los que se extienden las restricciones. En el primer día de vigencia de la orden de confinamiento por la crisis del coronavirus, tras los cierres progresivos de centros culturales, colegios y establecimientos de ocio, se han multiplicado las llamativas imágenes de icónicas localizaciones como Times Square casi desiertas, en contraste con su constante bullicio habitual. De manera paralela, el número de afectados se mantiene al alza acelerada, en parte por el incremento de las pruebas, y ya supera los 20,000, lo que supone más del 63% de los casos en Estados Unidos (31.573) y el 6% del total mundial (332.935). De esos 20.875 casos contabilizados en el Estado de Nueva York, 2.635 (13%) están hospitalizados y 621 necesitan cuidados intensivos (24% de los hospitalizados), lo que el gobernador Andrew Cuomo ha considerado relativamente bueno. En total, el Estado ha registrado 157 fallecimientos vinculados al Covid-19, de las cuales 99 corresponden a la ciudad de Nueva York, con 12,305 positivos en coronavirus en total. Por su parte, la coordinadora de respuesta al coronavirus de la Casa Blanca, Deborah Birx, ha expresado su preocupación por el “índice de ataque” del coronavirus en el área de Nueva York, donde una de cada mil personas tiene el virus, una tasa cinco veces superior a otras áreas, lo que a su juicio demuestra que el virus lleva circulando “semanas”. Según Birx, el 28% de los tests en esta zona están resultando positivos, frente al 8% en otras áreas del país, por lo que ha insistido en la urgencia de aplicar el distanciamiento social y el auto aislamiento.
La lluvia ha contribuido en las primeras horas de la semana pasada a ralentizar más notablemente el ritmo de Nueva York, a diferencia de lo ocurrido durante el fin de semana, cuando aún muchos ciudadanos, a pesar de la recomendación existente de quedarse en casa en lo posible, salieron en masa a las calles y especialmente a los parques, aprovechando el buen tiempo. Incluso el gobernador del Estado, Andrew Cuomo, ha lamentado esta actitud, tildándola de “insensible” y “arrogante”, y ha reclamado a la ciudad un plan para controlar la densidad en estos espacios públicos. El alcalde Bill de Blasio, por su parte, ha afirmado posteriormente que la policía y el personal de los parques comenzarán a educar y advertir a los ciudadanos para que mantengan la obligatoria distancia de seis pies (1.8 metros), con excepción de “quienes vivan bajo el mismo techo”. La orden estatal decreta la obligación de mantener esta distancia social y recomienda restricciones especialmente estrictas a los mayores de 70 años y con problemas de salud. Cuomo ha reconocido la dureza de esta situación, pero ha abogado por estar “socialmente distanciado, pero espiritualmente conectados”. Como nuevas medidas por parte de su administración, ha ordenado el incremento del 50% de la capacidad de los hospitales (recomendando aumentarla al 100%, de ser posible), y ha anunciado la creación de cuatro temporales, uno de ellos en un centro de convenciones de Manhattan, así como la llegada de material sanitario y la aplicación de tratamientos experimentales para enfermos.
Santiago J. Santamaría Gurtubay
El alcalde de Nueva Yok, Bill de Blasio, ha vuelto a alertar, en una entrevista con CNN, sobre la falta de equipamiento médico y ha asegurado que actualmente solo puede garantizar que dure “una semana”. El alcalde, que ha dicho que habló con el presidente Donald Trump y el vicepresidente Mike Pence, ha reclamado acciones y ha solicitado el despliegue por parte del Gobierno federal de personal sanitario del Ejército y de otras partes del país. A las imágenes históricas que esta crisis está dejando en la Gran Manzana, se ha sumado la del cierre del parqué de la Bolsa de Nueva York, que por primera vez en sus 228 años de historia ha funcionado exclusivamente de manera electrónica, aunque ya cada vez había menos operadores en persona. En un fantasmagórico distrito financiero ha trabajado Ron Davis, neoyorquino “nacido y criado en Harlem”, muy concienciado sobre la dimensión de esta crisis: “Creo que en escala es mayor que el 11-S, porque entonces fue afectada Nueva York y Estados Unidos, pero esto es en todo el mundo”. Por su parte, Cuomo ha insistido: “Yo la veo como una ola, que romperá en algún punto. Y la cuestión es cuál es el punto de ruptura, y si cuando la ola rompe colapsa el sistema sanitario”. Muchos hablan del ‘Día D’, como si estuviéramos en un ‘remake’ de la Segunda Guerra Mundial -sería la Tercera Guerra Mundial, pero sin armas convencionales, nucleares o ultrasecretas- cuando se registró el Desembarco en Normandía que supuso el inicio de la derrota de la Alemania de Adolf Hitler y su nazismo. Y, como no, del ‘Día después’. “El confinamiento de los ciudadanos termina siendo un precedente preocupante en el futuro de las relaciones entre el Estado y la sociedad”, según escribe el mexicano Jorge Zepeda Patterson, en su columna periodística semanal, que se publica en el periódico español El País.
“Algo me dice que la lucha contra la pandemia del Coronavirus -recalca el autor de la novela ‘Milena o el fémur más bello del mundo’- dejará secuelas irreversibles en la manera en que vivimos. Han pasado casi 20 años de la destrucción de las Torres de Nueva York, pero aún seguimos pagando las consecuencias. Entre otras cosas porque viajar por avión nunca volvió a ser igual; quizá esa sea la consecuencia más frívola de la lucha contra el terrorismo, pero también la más tangible para el ciudadano que pierde algo en el control del aeropuerto (una crema que excede los mililitros permitidos, un juguete para el hijo que el reglamento consideró una arma letal). Algo se rompió para siempre en la confianza entre unos y otros, o entre autoridades y ciudadanos, ese 11 de septiembre del 2001 y nos convirtió a todos en sospechosos momentáneos en proceso de demostrar su inocencia cada vez que se cruza un control de seguridad. Pero me parece que el Covid-19 dejará peores secuelas aun que Bin Laden. Y no solo las económicas, desde luego, aunque no serán menores. El parón en seco al que se ha sometido a la actividad productiva en todo el orbe tendrá implicaciones severas durante mucho tiempo. The Economist predice que el daño no solo será mayúsculo sino, en algunos casos, irreversible. Algunas compañías áreas y hoteleras, determinas firmas financieras y ciertas industrias no alcanzarán a sobrevivir el período de vacas flacas a pesar de los pretendidos rescates. Desde luego que vendrán arcoíris y primaveras, pero será demasiado tarde para algunas fábricas, para sus empleados o para los pueblos en los que se encuentran: la vida para ellos no volverá a ser la misma…”.
Los Gobiernos autoritarios de China, Corea, Singapore o Taiwan, más eficaces que los democráticos de Europa y Estados Unidos
Triste como es, sin embargo, eso no es lo más trascendente para el conjunto porque, como es sabido, lo que algunos pierden otros terminan ganándolo. Algunas parejas acabarán por separarse luego del encierro forzado, otras quizás reencuentren en los rescoldos fuegos que creían perdidos. Habrá que ver en diciembre y enero las cifras de los bebés prohijados por el confinamiento. Pero esa es la micro historia. La que me preocupa es la otra, porque se avizoran cambios que nos afectarán a todos. En su ensayo ‘La emergencia viral y el mundo de mañana’, el filósofo surcoreano, Byung-Chul Han, plantea una tesis que quita el sueño. El combate en contra de la pandemia deja en claro, afirma categórico, que los Gobiernos autoritarios y la vigilancia cibernética de los Estados sobre los ciudadanos, tan propios de Asia, probaron ser mucho más eficaces que los golpes de palo que han dado Europa y Estados Unidos. Si alguna moraleja quedará tras la pandemia es que China, Corea, Singapore o Taiwan tuvieron éxito allá donde las democracias fracasaron rotundamente.
Corea y Taiwan ni siquiera tuvieron que recurrir al confinamiento de las personas. La capacidad de sus Gobiernos para monitorear a sus ciudadanos permitió aislar los contagios y detener la epidemia sin trastocar brutalmente a la economía o enclaustrar a las personas. Cuando alguien sale de la estación de Pekín es captado automáticamente por una cámara que mide su temperatura corporal. Si la temperatura es preocupante todas las personas que iban sentadas en el mismo vagón reciben una notificación en sus teléfonos móviles, señala el autor. Quien se aproxima en Corea a un edificio en el que ha estado un infectado recibe a través de la “Corona-app” una señal de alarma. Todos los lugares donde ha habido infectados están registrados en la aplicación. No se tiene muy en cuenta la protección de datos ni la esfera privada. Mientras que los chinos eran capaces de construir un hospital en diez días para no contaminar al sistema hospitalario en su conjunto, las autoridades sanitarias europeas pasaban semanas discutiendo la estrategia y los políticos evaluando las consecuencias electorales.
Espero que entre los lamentables efectos residuales del Covid-19 no queden sacrificados los abrazos y los besos entre los seres humanos
No me agrada del todo que en el balance final el “modelo chino” resulte el más adecuado en la peor crisis que se ha presentado en lo que llevamos del siglo XXI. Una perspectiva que parecería sugerir que en los retos futuros en relación al clima, la escasez de agua y energía o pandemias por venir, las sociedades verticales y los ciudadanos vigilados tendrán más oportunidades. Aunque tampoco es que “la solución europea” sea tranquilizante. El confinamiento forzado de sus ciudadanos termina siendo un precedente preocupante en el futuro de las relaciones entre el Estado y la sociedad. Hoy por hoy, los franceses viven un estado de sitio impuesto unilateralmente por sus autoridades. Salir a la esquina incluso para adquirir víveres requiere de un permiso firmado e impreso que solo sirve para cada ocasión, la violación de esta norma amerita una multa y eventualmente cárcel.
El miedo es el mayor sepulturero de las libertades, está claro. Sea en Europa o en China la gente prefiere sentirse segura aunque para ello tenga que ceder derechos que en otras condiciones parecían irrenunciables. Y el temor tampoco es el mejor de los lubricantes para la solidaridad. El confinamiento individual o familiar desarticula cualquier impulso a la respuesta colectiva. En Alemania está prohibida toda reunión mayor de dos personas, por ejemplo. La respuesta a la crisis es en última instancia la del Estado y una miríada de individuos aislados. Es decir, una sociedad fragmentada y sometida por el miedo. Solo espero que entre los lamentables efectos residuales del Covid-19 no queden sacrificados los abrazos y los besos entre los seres humanos. Si el 9/11 nos convirtió a todos en sospechosos de ser terroristas, sería lamentable que el Covid-19 nos dejara la percepción de que todo ser humano es portador de una enfermedad innombrable. Se me dirá que no es momento de pensar en el día siguiente cuando todavía no libramos el peligro de hoy. Pero América Latina no es Europa ni es China, una oportunidad aún de pensar en la sociedad que queremos ser pasado mañana.
Otro ‘11-S’ sume a Nueva York en la impotencia, la catástrofe no es ajena a la historia de la ciudad, pero nunca se vaciaron sus calles pletóricas
El primer caso se detectó a principios de marzo, en un suburbio al norte de la ciudad. Tres semanas después, Nueva York contabilizaba la mitad de los casos de coronavirus de Estados Unidos y cerca del 5% del total a escala global. Se tardó en tomar la decisión, pero por fin, a mediados de la semana pasada, el gobernador del Estado, Andrew Cuomo, decretó el confinamiento de la población, efectivo a partir del domingo al anochecer. Nueva York se adentraba así en territorio desconocido. El confinamiento al que desde entonces está sometida la ciudad no es distinto del que se ha impuesto en otras partes del mundo, pero lo que hace de Nueva York un caso especial es que muchos sienten la ciudad como un lugar que trasciende sus límites, como si lo que ocurre allí nos afectara de algún modo a todos. Los sentimientos dominantes son los mismos que en otros lugares: impotencia, pánico y la sensación de que cuando esto pase, las cosas habrán cambiado para siempre. A escala nacional, frustración ante la falta de visión y liderazgo demostrados por la Casa Blanca y las autoridades federales.
La palabra más adecuada para designar lo que sucede es catástrofe, término que en modo alguno es ajeno a la historia de la ciudad, jalonada de desastres de gran envergadura: accidentes aéreos, incendios que arrasaron barrios enteros, apagones de proporciones míticas, huracanes que causaron una devastación indecible. De todas estas catástrofes, la que dejó una huella más profunda fue el ataque terrorista perpetrado contra el World Trade Center el 11 de septiembre de 2001. Millones de personas de todos los rincones del planeta contemplaron en directo la tragedia por televisión, sintiendo en carne propia la vulnerabilidad de la ciudad herida. De aquel nódulo de extraño dolor surgieron sentimientos que persisten hoy. Lo que ocurrió entonces es muy distinto de lo que está empezando a suceder ahora, salvo en la manera de interiorizar la tragedia. Cuando cayeron las Torres Gemelas, el sur de Manhattan recordaba la devastación de una zona de guerra. La herida se extendió a los cinco condados, que parecían escapar así de las coordenadas normales del espacio y del tiempo. Entonces la ciudad se paralizó, pero lo hizo de una manera muy distinta a como lo ha hecho ahora. Al día siguiente del atentado, nadie fue a trabajar, pero todo el mundo salió a la calle. Lo que ocurrió el domingo fue exactamente lo contrario: las calles, parques y avenidas de Manhattan, Brooklyn, el Bronx, Queens y Staten Island se vaciaron como por ensalmo. Pocas cosas más difíciles de imaginar que una ciudad tan pletórica de vida como Nueva York vacía, pero así es, independientemente de la zona del mapa que escojamos señalar. Central Park, Times Square, Madison Avenue, los callejones del Village o Chinatown, los teatros de Broadway o los escaparates de la Quinta Avenida son lugares que todos conocemos, hayamos puesto o no el pie en ellos. Pocas veces a lo largo de su historia Wall Street experimentó paradas cardiacas como las que ha padecido ahora.
The New York Times, en la calle 41, tiene sus oficinas todas desocupadas, el equipo de reporteros y columnistas trabajan desde sus casas
La rabiosa independencia de carácter de los neoyorquinos impide hacer generalizaciones. Cada barrio reacciona conforme a su peculiar idiosincrasia, y lo mismo ocurre con los distintos estamentos sociales. ¿Cómo confinar al ejército de homeless que tiene como residencia fija la calle? ¿O a quienes dependen de su dosis diaria de heroína? Los millonarios, que en esta ciudad tienen un enorme peso específico, se han refugiado en sus propiedades lejos de Manhattan. Por supuesto, lo que cuenta por encima de todo es la inmensa mayoría de trabajadores y profesionales: actores, camareros, abogados, artistas, agentes inmobiliarios… personal sanitario. Toda crisis tiene su centro de gravedad que cabe fijar en un lugar físico, en el caso de Nueva York, un rascacielos. En esta ocasión, el centro de gravedad moral de la ciudad es el rascacielos que alberga la redacción de The New York Times, en la calle 41, aunque sus oficinas estén todas desocupadas. Depositario de la conciencia ciudadana, estos días nadie ha sabido tomar el pulso a la ciudad mejor que el formidable equipo de reporteros y columnistas del periódico, obligados ahora a trabajar desde sus casas. Centinela de la verdad en la era de las fake-news, la bitácora de noticias de última hora del diario neoyorquino es la mejor manera, la única tal vez, que tienen los ciudadanos para orientarse en el caos.
En medio de la vorágine, sobrepasadas por la magnitud de los acontecimientos dos voces se han hecho oír con distinto nivel de eficacia: la de Andrew Cuomo, gobernador del Estado, y la de Bill de Blasio, alcalde de la ciudad. Sus opiniones, con frecuencia encontradas, han logrado converger, aunque no ha sido fácil. Irónicamente, el poder del gobernador se superpone al del alcalde, lo cual está en proporción inversa al peso de sus dominios respectivos. Ante la gravedad de la situación ambos coinciden en señalar la ineficacia de la gestión del Gobierno federal y la insuficiencia de la ayuda recibida. Tal vez las cosas cambien en las próximas horas, pero frente a una catástrofe cuyo alcance resulta imposible precisar, seguramente ya sea tarde. Como en el resto del planeta, se trabaja a ritmos forzados, sin horario, haciendo preparativos como transformar el gigantesco complejo de convenciones que es el Jacob K. Javits Center en un lugar de atención hospitalaria. El caos alcanza a todas las esferas de la vida ciudadana: el número de camas, unidades de cuidados intensivos y equipos médicos es escandalosamente insuficiente, las universidades están cerradas, y sus alumnos, llegados de los más remotos puntos del país y del planeta, han sido intempestivamente desalojados de sus residencias. Los laboratorios de investigación científica, algunos de ellos entre los más prestigiosos del mundo, se han visto obligados a cerrar.
“No lo puedo decir de manera más clara: si el presidente no se decide a actuar habrá muertes que se hubieran podido evitar”, declara el alcalde
En el momento de escribir estas líneas, De Blasio calcula que la situación estallará dentro de diez días: “A escala doméstica esta va a ser la mayor crisis que hemos tenido desde la Gran Depresión”, afirmó. Poco antes había hecho una advertencia aún más ominosa: “No lo puedo decir de manera más clara: si el presidente no se decide a actuar habrá muertes que se hubieran podido evitar”. A las ocho, en casa. O, al menos, en teoría. Ante la amenaza del coronavirus, los bares neoyorquinos debían cerrar a partir de las ocho de la tarde, casi sin margen para la previa de San Patricio (el 17 de marzo), la tradicional fiesta en la que cientos de miles de personas se concentran tradicionalmente en los bares de Nueva York, como en otras muchas ciudades de Estados Unidos, para celebrar al patrón irlandés. Ya se había anunciado la cancelación del histórico desfile, que no había fallado desde 1762. Y a ella se han ido encadenando el cierre espacios culturales, incluidos los icónicos escenarios de Broadway, en los que se estiman posibles pérdidas de 100 millones de dólares (unos 90 millones de euros). El impacto económico total en una ciudad con 25,000 restaurantes y 120,000 habitaciones de hotel se prevé devastador. Pero también preocupa enormemente la capacidad del sistema sanitario estadounidense para absorber la elevada presión que provoca el virus. El alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, ha anunciado el refuerzo con casi 10,000 camas.
Sin embargo, en el Bailey’s Corner Pub, en Manhattan, se han resistido al toque de queda. Grandes carteles en sus ventanas presentaban el local como “sede oficial del Día de San Patricio”. “Llevo 22 años trabajando aquí, así que estuve aquí en el 11-S, el apagón [2003], el huracán Sandy [2012], y nunca he visto nada como esto. Nunca cerramos por ninguno de esos eventos”, asegura el dueño, Sean Cushing, “nacido y criado en Nueva York, a tres manzanas de aquí”. “Estoy increíblemente preocupado, porque mis empleados no podrán ganar dinero. No tengo efectivo suficiente para seguirles pagando y tenemos facturas. Los políticos nos obligan a cerrar, pero no hay discusión, ni ninguna amnistía fiscal”, afirma Cushing. Y recuerda que San Patricio es tradicionalmente “su mejor día del año”, con hasta 10 veces más beneficios que un día normal. En el interior del pub, una docena de personas, algunas con gorros de San Patricio, desafiaban junto con el tabernero el toque de queda. La de Cushing es una visión compartida en el gremio, según admite Daniel Labrado, camarero del bar Boat, en Brooklyn, que ya ha permanecido cerrado todo el día. Labrado, sin embargo, apoya la medida: “Es absolutamente necesario. Muchos compañeros están enojados, pero la vida de la gente de esta ciudad es más importante”, afirma este mexicano de nacimiento, que ya acumula dos tercios de sus 30 años en EE UU. Labrado planea solicitar la ayuda al desempleo, aunque no está seguro de si se la concederán, y centrarse en su labor como escritor freelance.
Según un informe sobre la Vida Nocturna de Nueva York de 2018, la ciudad cuenta con 25,000 establecimientos vinculados a este sector, de los que 2,100 serían bares (más centrados en la dispensación de bebidas alcohólicas) y 19,400 establecimientos de comida. Otras fuentes elevan la cifra hasta unos 10,000, dependiendo de las condiciones del concepto “bar”. En cualquier caso, el estudio sobre la vida nocturna promovido por la alcaldía revela que esta industria generó en 2016 casi 300,000 empleos y más de 35,100 millones de dólares (31,400 millones de euros). Ahora, las primeras estimaciones apuntan que solo las pérdidas vinculadas al turismo pueden rozar los 1,000 millones de dólares (895 millones de euros). Entre la preocupación y el descrédito, la cosmopolita ciudad de 8.4 millones de habitantes, se ha vestido de domingo este lunes, el primero también del cierre de los 1,600 colegios públicos de la ciudad (el distrito escolar más grande de EE UU). La jornada ha dejado las primeras llamativas estampas, como la de la escasa afluencia de viandantes en Times Square, normalmente uno de los puntos más concurridos a cualquier hora del día y de la noche, y enclaves icónicos, como la Estatua de la Libertad y el Empire State, clausurados. La sede de las Naciones Unidas cerró al público y limitó la presencia de personal extendiendo el teletrabajo a todos los empleados que puedan desarrollarlo, durante tres semanas.
Las recomendaciones oficiales tanto a nivel local como estatal ya piden quedarse en casa en la medida de lo posible. En el Bayley’s Corner de Manhattan, Cushing aún no está convencido. “Por supuesto, tenemos la responsabilidad de limpiar todo bien”, reconoce. “Pero parece que es un problema que afecta más a gente mayor”. Y aunque son más de las ocho de la tarde, asegura que está “en proceso de cerrar” y recuerda que el alcalde (que decretó el cierre a partir del martes) y el gobernador (que lo anticipó a la tarde de este lunes) no se habían puesto de acuerdo sobre la fecha.
Los últimos días de Barneys, y el fin de los extraños y fascinantes escaparates que comenzaron con Andy Warhol
Otro icono cultural de Manhattan acaba de cerrar sus puertas para siempre. Barneys, los grandes almacenes símbolo de la sofisticación neoyorquina, morían engullidos por las ventas por internet y la subida de los precios de los alquileres, tras declararse en quiebra el pasado mes de agosto. No solo desaparece uno de los primeros templos del consumo de masas. Su clausura supone el fin de la era de los escaparates que pusieron el arte contemporáneo ante los ojos de los transeúntes antes de que entrara en los museos. “Todo debe irse”, anunciaban unos estridentes carteles en negro, rojo y amarillo, que nada tenían que ver con el legado de distinción de Barneys. Los últimos días del buque insignia del 660 de la Avenida Madison de Nueva York fueron una ceremonia de decadencia. La escena recordaba al vaciado de las mansiones de las grandes fortunas neoyorquinas arruinadas por el crack bursátil del 29. “Esto es un espectáculo increíble, he comprado aquí toda mi vida, mis padres ya eran clientes, esto ya es historia”, se lamentaba una vecina del Upper East Side, mientras hacía punto sentada en un sofá de la primera planta. A su alrededor, los empleados retiraban las alfombras marroquíes que junto a los abrigos de piel y las joyas fueron los últimos productos que quedaron a disposición de los cazadores de gangas. Solo tres dependientas vestidas con sus mejores galas mantenían la dignidad mientras se llevaba a cabo el desmantelamiento.
La pequeña tienda de ropa masculina fundada en 1923 por Barney Pressman, tras empeñar el anillo de compromiso de su esposa, se convirtió con los años en la meca de todo aquel que era o quería ser alguien. Su hijo varón, Fred Pressman, heredó el negocio en los años cincuenta e introdujo por primera vez en Estados Unidos a diseñadores como Hubert de Givenchy, Pierre Cardin y Giorgio Armani. El tercero en la línea sucesoria, Gen Pressman, transformó en los setenta y los ochenta el primer establecimiento de Chelsea en una especie de ‘Studio 54’ de las compras donde clientes como la cantante Cher o el pintor Jean-Michele Basquiat subían y bajaban las escaleras diseñadas por Andrée Putman en busca de modelos de Azzedine Alaïa o Jean Paul Gaultier. La verdadera revolución cultural de Barneys comenzó entonces en sus escaparates de la mano de Andy Warhol y de su director de publicidad, Glenn O’Brien, máximo impulsor de la burguesía punk e irreverente del downtown neoyorquino. En 1975, Warhol lanzó uno de sus famosos vaticinios: “Todos los grandes almacenes se convertirán en museos y todos los museos en grandes almacenes”. Sucedió antes lo primero, que lo segundo. El gran exponente del Pop Art forjó la alianza de provecho mutuo entre el arte y el comercio en un momento en el que los creadores se convirtieron en celebrities y sus obras, moneda de cambio para los inversores. La casualidad hizo que el cierre de Barneys coincidiera con el 33 aniversario de su muerte.
Antes de que sus obras entraran en los museos, Warhol expuso en las ventanas de la joyería Tiffanys y del desaparecido Bonwit Teller, ambos en la Quinta Avenida, junto a artistas como John Rauschenberg o James Rosenquist. Los llevó allí el pionero del diseño de escaparates y vicepresidente de la joyería de ‘Desayuno con diamantes’, Gene Moore, fallecido en 1998. Su influencia fue definitiva para convertir los escaparates de Nueva York en un espectáculo imperdible. “A las cuatro de la madrugada algunas de esas vitrinas se convierten en un extraño reino de hadas, de diosas larguiruchas paralizadas todas en el momento de apurarse a la fiesta, de zambullirse en la piscina, de deslizarse hacia el cielo en un ondulante negligé azul”, describió el legendario periodista de 88 años Gay Talese. Replicaron la idea instituciones comerciales como Peck & Peck, Saks o Bergdorf Goodman. Pero fue Barneys la que pasará a la historia gracias a su carismático director creativo y hoy estrella de la televisión Simon Doonan. En 1986 y con 34 años, este diseñador inglés aterrizó en los almacenes procedente del Instituto de Vestuario del Museo Metropolitano, donde trabajaba para la icónica editora de Vogue Diana Vreeland. “Ser bueno en los negocios es el más fascinante tipo de arte”, escribió en sus memorias ‘Confesiones de un escaparatista’, publicadas en 2001, influido sin duda por el pensamiento de Warhol, quien en ‘La filosofía de Andy Warhol’ (1975), escribía: “Hacer dinero es arte, y el trabajo es arte, y un buen negocio es el mejor arte”.
Los escaparates de Barneys se convirtieron en un mundo fantástico donde la moda se mezclaba con la política, la música y la crítica social
La imaginación de Doonan -más aguda en la creación artística que en la escritura-convirtió los escaparates de Barneys en un mundo fantástico donde la moda se mezclaba con la política, la música y la crítica social. Los maniquíes fueron su arma para poner en las ventanas a toda clase de famosos, quienes estaban encantados de verse en ellos y en numerosas ocasiones colaboraron con él. Metió a Margaret Thatcher en un calabozo vestida de dominatrix, Nancy Reagan protagonizó el escaparate de Navidad de 1989 tras dejar la Casa Blanca, Madonna apareció recostada en un diván rodeada de oro, Magic Johnson apareció en 1991 tras anunciar que era VIH positivo, e incluso capturó el momento en que Anna Wintour consiguió su trabajo en Vogue en 1988. “Se sentía como si estuviéramos creando teatro, porque en aquellos días la moda era líder, influía en la música, en las películas, en el arte, era el impulso de todo”, recordaba Pressman en una entrevista para la revista WWD. Tras el éxito de las vitrinas de Chelsea, Barneys llevó el concepto a su flagship de la Avenida Madison cuando la inauguró en 1993, pagando el alquiler más caro de la ciudad. Tres años después, se declaró en bancarrota, lo que provocó la retirada progresiva de la familia fundadora. Fue la primera señal de que las costumbres de los consumidores estaban cambiando, pero los almacenes superaron el bache.
Uno de los últimos actos de rebeldía de Doonan fue dedicar una de sus ventanas al excéntrico mundo del parque de atracciones de Coney Island, cuando el minimalismo de los noventa empezaba a transformar las tiendas en espacios blancos y asépticos. Poco a poco, las ventanas de Barneys fueron adaptándose a la sobriedad del siglo XXI hasta su marcha en 2010. Su sustituto, Dennis Freedman, también vicepresidente ejecutivo de la compañía, lideró la transición a una imagen más depurada durante los siguientes seis años. Su labor fue más parecida a la de un comisario de arte que a la de un escaparatista. Mezcló esculturas de Louise Bourgeois con piezas de ropa del archivo de Rei Kawakubo, fundadora de Comme des Garçons. Y se asoció con artistas como Alex Katz, David Hockney, Rob Pruitt o el fotógrafo Steven Meisel. En el episodio de celebrities musicales, contó con las colaboraciones de Nick Cave, Lady Gaga y Jay Z, entre otros. A su marcha en febrero de 2017, la imagen de Barneys pasó a manos de su director de Diseño Matt Mazzuca con el objetivo de sumergirse en el mundo digital. Así llegaron los escaparates llenos de experiencias inmersivas como el vídeo de 360 grados, grabado por Samsung en colaboración con los bailarines de la compañía de Martha Graham. La última campaña realizada por la revista High Snobiety y la agencia de publicidad Wieden + Kennedy cubrió la fachada con un premonitorio cartel: “Barneys hasta que me muera”.
Su fantasma se quedará a vivir en una esquina de su antiguo rival de la Quinta Avenida, Saks, que ha adquirido su nombre para dedicarle una sección. El último día de Barneys, frente a los escaparates vacíos, Talese se había parado ante un carro de comida ambulante. Impecable, vestido con un abrigo marrón de piel, zapatos lustrosos, su clásico sombrero y una bufanda roja sobre los hombros. “¿Ha venido a ver el cierre de Barneys?”. “¡Ah!, pero ¿qué hoy cierra Barneys?”, contesta sin darle mucha importancia para luego añadir: “¿Quieres un perrito?”.
Sábado triste en Broadway, ‘Saturday Night Live’ satirizaba la crisis del coronavirus, con un Donald Trump errático en año electoral
El gobernador del Estado de Nueva York, Andrew Cuomo, confirmó este miércoles que algunas calles de la Gran Manzana, epicentro del brote en Estados Unidos, quedarán cortadas al tráfico para facilitar la distancia entre individuos. Una de las medidas más básicas de prevención para frenar los contagios del coronavirus, dejar dos metros de espacio con el resto de personas, resulta todo un desafío en una ciudad de tanta densidad poblacional como Nueva York, donde 8.6 millones comparte cada día el metro, los ascensores, las altas torres oficinas. “Nuestra cercanía nos hace vulnerables, pero nuestra mayor debilidad es también nuestra mayor fortaleza, y eso es lo que nos hace quienes somos. Eso es Nueva York”, dijo Cuomo. Una gran carpa hace de morgue temporal junto al histórico Hospital Bellevue, en Manhattan, como la utilizada en previos sucesos masivamente fatales, como el ‘11-S’, debido al repunte de muertes. Los hospitales neoyorquinos ya comienzan a afrontar los colapsos registrados previamente en China, Italia y España. El diario The New York Times recoge la muerte de 13 personas en un hospital de Queens en 24 horas, tildando la situación de “apocalíptica”, y advierte que un informe prevé que la mayoría de las 1,800 unidades de cuidados intensivos de la ciudad se llenen en los próximos días. El alcalde advirtió de que abril y mayo “serán duros”, pero que luego empezarán a salir adelante.
En el último capítulo de Saturday Night Live hasta nuevo aviso, el actor Daniel Craig y los cómicos del programa hicieron un delirante sketch sobre cómo sería un culebrón de la tele si los actores no pudieran acercarse más de un metro, como mandan los tiempos. Era patético: amagaban con tocarse pero no, usaban falsos brazos en un palo, se besaban dos figuritas sostenidas por manos con guantes. Se emitió el 7 de marzo, poco antes de que Nueva York se confinara, Broadway echara el telón y el veterano teatrillo de la NBC (en Movistar+), con 45 temporadas en la mochila, quedara suspendido por primera vez desde el ‘11-S. También se parodiaba ahí una tertulia de la ultraconservadora Fox en que recopilaban “cosas que deberían preocuparnos más que el coronavirus”, un mal que el trumpismo tachaba al principio de noticia falsa, como todo lo que no le gusta. El penúltimo episodio de SNL satirizaba al vicepresidente Mike Pence, un fundamentalista religioso, cuyo imitador nos contaba que Trump le había encargado la gestión de la crisis sanitaria a pesar de que no cree en la ciencia. “Esto es una prueba para mi fe, como los huesos de dinosaurio”.
Se llama ‘Cisne Negro’ al evento inesperado que lo cambia todo. Parecía que las presidenciales de noviembre iban a ser un paseo para Trump, con la economía viento en popa y los demócratas divididos. La errática política del presidente, primero negacionista de la pandemia y que aún dice que teme más la recesión que la enfermedad, resucita las opciones de Joe Biden. El electorado empieza a mirar de otra manera a quien desprecia a los científicos y quería desmontar el sistema sanitario que legó Obama. Hay ‘Cisne Negro’ para rato. Para seguir estas presidenciales nos hace falta Saturday Night Live.
Andrew Cuomo, el gobernador de la América del coronavirus ha conectado con el país y se ha convertido en la voz de los demócratas
En Nueva York todo adquiere un simbolismo especial. Las celebraciones, las catástrofes, los héroes, los villanos. Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, de las cenizas de las Torres Gemelas emergió un alcalde, Rudy Giuliani, que supo conectar con una ciudad desolada y aterrada. Fue -quién lo diría hoy- el alcalde de América. En medio de la crisis del coronavirus, cuando la ciudad se ha convertido en uno de los epicentros de la pandemia, es el gobernador del Estado, el demócrata Andrew Cuomo, 62 años, de origen italiano como aquel, el líder que está hablando al corazón y las entrañas de la ciudad y, por extensión, del país. Su comparecencia diaria ante los periodistas, a media mañana, se ha convertido en un producto televisivo de primera necesidad allende las fronteras de su Estado. Las cadenas de noticias nacionales conectan en directo para escuchar su balance de la situación. Hasta el presidente Trump ha tenido que programar sus ruedas de prensa por la tarde para no competir en audiencia con Cuomo. Se conocen desde hace muchos años, los dos se criaron en Queens, ambos siguieron los pasos profesionales de sus respectivos padres. La relación de amor-odio entre el presidente republicano y el gobernador demócrata sería oro puro en manos, según los gustos, de Aaron Sorkin o de David Simon.
En medio del alarde general de sofisticadas gráficas animadas, hay algo entrañable y reconfortante en las humildes presentaciones de Power Point que acompañan las intervenciones de Cuomo. Algunas de esas diapositivas, inevitablemente, se han convertido en virales. Como aquella, dirigida a los jóvenes que seguían saliendo a la calle desafiando el confinamiento, que contenía un sucinto y rotundo texto en mayúsculas sobre fondo azul: “ESTÁIS EQUIVOCADOS”. Ajeno al rubor, otras veces le da por reproducir en la pantalla extensas citas de su padre, Mario Cuomo, que ocupó su mismo cargo de gobernador de Nueva York entre 1983 y 1994. Como una en la que el padre hablaba de “la idea de familia” que debe subyacer a “todo buen gobierno”, y que dio pie a su hijo a soltar este miércoles una de las reflexiones más bellas que se han escuchado sobre Nueva York y esta pandemia. Sobre por qué la desdicha de la ciudad bebe de la misma fuente de la que manará su salvación: “Eso es Nueva York”, dijo Andrew Cuomo. “Esa cercanía, ese concepto de familia, de comunidad, eso es lo que hace que Nueva York sea Nueva York. Y es lo que nos hizo vulnerables. Pero esa cercanía será también nuestra mayor fortaleza y será por lo que venceremos al final del día. Os lo prometo. Veo cómo Nueva York responde, cómo los neoyorquinos nos ayudamos unos a otros. Eso es Nueva York. Y eso, amigos, es invencible. Me alegro de que seamos los primeros, porque venceremos y enseñaremos el camino a las otras comunidades. Y estaremos ahí para los otros, como siempre hemos estado”.
“Lo más importante en la vida es saber lo que no sabes, y yo no sé de medicina, así que le doy la palabra al doctor”, manifestó Andrew Cuomo
Luego está el atuendo, no menos reconfortante que el componente gráfico en este show de Cuomo que embelesa al país en estos días de zozobra espiritual. Desde Obama hasta Pete Buttigieg, todos los últimos prohombres demócratas parecen necesitar remangarse literalmente la camisa para transmitir el mensaje simbólico de que se están remangando. No es el caso de Cuomo, cuyos aparatosos puños de camisa amarrados con gemelos no restan un ápice de credibilidad a las palabras de “me vuelvo a trabajar” con las que se despide cada mediodía. No piensen, claro, en los trajes ceñidos à la Jared Kushner, modernos patrones incompatibles con las fornidas formas del gobernador. Lo suyo son los trajes de la vieja escuela, holgados de tela, solapas generosas, esos cortes que primero el diseñador Hedi Slimane y luego el presidente Donald Trump tanto han hecho por desprestigiar.
Otros días elige Cuomo estilismos más de batalla. Cazadoras, polos y gorra de beisbol, todo ello tocado con una interesante marca personal: un escudo enormemente revelador. Hombre de gustos estéticos sencillos, a quien sus hijas eligen esas corbatas anchas y lisas, el gobernador tuvo en primavera de 2011 un arrebato de inspiración creativa. “Poseo un lado artístico y me gusta estar en contacto con él de vez en cuando”, admitió entonces en The New York Times, y soltó una carcajada. Deseoso de devolver el orgullo al Gobierno del Estado de Nueva York, cuando se puso a su frente decidió diseñar él mismo un blasón que deberían portar en la solapa todos los miembros de su equipo. Alrededor del escudo del Estado, Cuomo colocó un texto. Arriba, los tres principios que habrían de guiar su administración: “Desempeño”, “integridad” y “orgullo”. Abajo, el mensaje que no se cansa de repetir: “Yo trabajo para el pueblo”. He ahí su éxito. En medio de la tragedia, como prometió a su llegada al poder, Cuomo trabaja para el pueblo. Transmite esa seguridad tan americana del hombre que, ante las dificultades, se remanga y rema. Es el organizador en jefe. No sabe nada de virología, pero sabe qué hace falta, dónde está y cómo conseguirlo. “¿Qué voy a hacer con 400 respiradores cuando necesito 30,000?”, preguntó Cuomo al Gobierno federal. “Elegid vosotros las personas que van a morir porque solo habéis mandado 400 respiradores”. Horas después, el vicepresidente anunció el envío de miles de respiradores a Nueva York. A diferencia de Trump, que alardea de un supuesto don natural para la ciencia, Cuomo reconoce sus limitaciones. ”Lo más importante en la vida es saber lo que no sabes, y yo no sé de medicina, así que le doy la palabra al doctor”, decía el miércoles, ante una pregunta técnica. Es una de las autoridades públicas que más han criticado la respuesta federal a la crisis, por lenta e inadecuada, pero reconoce también los aciertos y ha logrado que Trump y su Administración le respeten y, lo que es más importante, le escuchen.
El ya claro favorito en las primarias demócratas, Joe Biden, de 77 años, ha tomado la recomendación de confinamiento con un rigor ejemplar
La crisis del coronavirus ha borrado del mapa a los demócratas. Cuesta creer que, hace apenas unas semanas, la actualidad política estuviera copada por una docena de candidatos variopintos que luchaban por enfrentarse a Donald Trump en noviembre. Hoy, el ya claro favorito en las primarias del partido, Joe Biden, de 77 años, parece haberse tomado la recomendación de confinamiento con un rigor ejemplar, y en una de sus escasas apariciones se refirió a las comparecencias de Cuomo sobre el coronavirus como “lecciones de liderazgo”. Bernie Sanders, de 78, el otro aspirante aún en liza y a quien ya casi no le salen los números, resiste agazapado por lo que pudiera pasar. Nancy Pelosi, la más alta autoridad demócrata, está demasiado ocupada en el Capitolio tramitando el colosal rescate a la economía. Así que es Andrew Cuomo quien, inesperadamente, se ha convertido en la voz de los demócratas en la crisis más grave de la historia reciente del país.
Un político que circulaba por los márgenes hasta hace muy poco. Demasiado moderado para el sector izquierdista de su partido, demasiado brusco en general. Pero ese mismo pragmatismo y ese carácter directo se han convertido en sus virtudes para liderar en medio de la crisis. Su respuesta no ha estado exenta de críticas. Reaccionó tarde, lo que le enfrentó al alcalde Bill de Blasio, con quien comparte partido y una histórica enemistad, y a quien ha eclipsado totalmente. Ha dudado, ha cambiado de parecer de un día para otro. Pero, al contrario que el presidente, Cuomo admite sus errores y se apoya siempre en los hechos y en los expertos. Esta crisis ha puesto de relieve la naturaleza federal de Estados Unidos, a menudo oculta bajo el ruido de Washington y de un presidente ubicuo. Trump habla al país cada día, pero son los gobernadores de los Estados los que deciden si cierran los bares, decretan los confinamientos o levantan hospitales de campaña. Y cuando el foco ha apuntado a los gobernadores, Andrew Cuomo lo ha acaparado. “Acepto toda la responsabilidad”, dijo tras ordenar el cierre de los negocios no esenciales. “Si alguien está descontento, si alguien quiere culpar a alguien, que me culpe a mí”.
En la historia surgen retos decisivos, la pandemia demostrará si Andrés Manuel López Obrador o Pedro Sánchez tienen o no madera de líder
Manuel Vicent, periodista español, ha escrito,en ‘tiempos del coronavirus’ una magnífica columna, titulada ‘Dar la talla’… “Un día esto también pasará y cuando esta peste sea un recuerdo se verá si los políticos de este Gobierno de España y de México y los de la oposición dieron la talla. Será el momento de juzgarlos. En pleno temporal las reglas de la navegación imponen unir todas las fuerzas en torno al patrón del barco. Discutir su mando bajo el huracán es propio de tripulantes inexpertos o malajes. En la historia de la democracia española ha habido momentos de gran zozobra. Ante el golpe de Estado del 23-F, el atentado yihadista del 11-M, la crisis económica de 2008 y el desafío independentista catalán del 1-O, cada líder se enfrentó a un reto decisivo. Puede que Adolfo Suárez fuera un político aventurero, pero frente al golpista Tejero dio pruebas de gran coraje. Puede que José María Aznar mostrara dotes para unir a la derecha, pero en el atentado de Atocha se hizo un lio con el timón y demostró que no sabía pilotar el barco. Puede que José Luis Rodríguez Zapatero impulsara leyes progresistas, pero ni siquiera olió la gravedad de la crisis económica que le cayó encima. Puede que Mariano Rajoy salvara a España del rescate, pero en pleno temporal de la independencia catalana, se fumó un puro. A aquellas profundas borrascas se ha sumado esta grave emergencia sanitaria y económica de la pandemia del coronavirus. Pedro Sánchez ha salido vencedor en duras y sucias batallas dentro del partido. Se ha hecho con el Gobierno con el envite de la moción de censura. Eso no es nada frente al reto que le ha impuesto la pandemia para demostrar si tiene o no madera de líder. Pronto se verá si es capaz de pilotar el barco por este estrecho de Escila y Caribdis donde más dañinos que el coronavirus serán los escollos que le pongan sus adversarios políticos. Después de oír a los expertos, saber mandar, no dudar ante un dilema, transmitir confianza en medio de la adversidad, en eso consiste dar la talla…”. Es un mensaje amable de Manuel Vicent también para nuestro AMLO en México.
Esta Primavera de 2020, que acaba de empezar, habrá que tomarla como una nueva arma de combate. Confinados en casa, con la angustia del encierro, cada uno puede purificar la mente y recuperar la moral imaginando el milagro que sucederá ahí fuera en plena naturaleza. La eclosión de las flores va a coincidir con la curva más alta de la pandemia. El polen trasportado por el viento, por los pájaros y los insectos se cruzará con el aciago coronavirus en el espacio. Frente a cualquier catástrofe a la que nos conduzca la peste, el polen y las semillas sembradas esta primavera al final ganarán la batalla como siempre. El trigal que ahora se ondula sobre las colinas será el pan de mañana; entre los surcos abrirán las verduras su corazón de nieve; toda clase de frutas llenará en verano los mercados callejeros y las cepas del viñedo que están despertando producirán en otoño ese vino, que será necesario para brindar por el mal recuerdo de la tragedia. Las golondrinas han vuelto a sus nidos de antaño, los pájaros chillan y se persiguen frenéticamente para copular en los tejados.
Puede que al final nos salve de esta catástrofe humanitaria un poco de sol en la ventana y ese geranio que florece en el balcón desde donde cada noche se aplaude en España el honor de sus héroes sanitarios. Todos los días hablo varias veces con mi familia y amigos de Eibar, Durango, San Sebastián, Bilbao…, en el País Vasco, en el norte de España, en la Unión Europea…: María Lourdes, Leyre, Joseba, Andoni, Irantzu, Amaia, Telmo, Begoña, Félix… “Espera unos minutos -me interrumpen para dirigirse a los balcones de sus apartamentos para gritar y dar vivas a sus médicos, enfermeros, personal sanitario…- perdona, pero todos los días, a la noche, rendimos este homenaje a nuestra ‘infantería’ en la guerra que libra el mundo contra un enemigo al que no le vemos, que sabemos está ahí y nos puede matar a cualquiera…”. Los vivas y goras, en euskera, vasco, se resisten a callar. Es agradecimiento solidario, lucha en retaguardia contra otro distópico y alucinante ‘Silencio de los Corderos’. Stephen Hawking predijo que la vida humana podría llegar a su fin en los próximos 600 años debido a la sobreexplotación de los recursos naturales. El calentamiento global jugaría un papel importante. El astrofísico inglés señaló que la humanidad también podría llegar a su fin por una gran pandemia. No dudó en vaticinar que Donald Trump, presidente de Estados Unidos, presentaba un peligro para la humanidad ya que podría desatar una guerra nuclear. Stephen Hawking recomendaba antes de morir, un 14 de marzo del 2018, a los 76 años, que ante los peligros inminentes a los que se enfrentará la humanidad hay que buscar una opción de vida en el espacio. Sería una alternativa para sobrevivir…
Ahora, al despertar cada mañana en Bahía Azul, en Cancún, en nuestro Quintana Roo del Caribe Mexicano, comienza esta pesadilla que nos obliga a vivir como una realidad angustiosa la ficción de aquellos relatos de pestes medievales, de ciudades sitiadas y de naufragios que leíamos en los largos veranos de la adolescencia, tumbados en la hamaca, sin imaginar que un día seríamos protagonistas valientes o cobardes en una aventura semejante. En el barco de la isla del tesoro al tripulante que sembraba el desánimo en medio de la tempestad se le arrojaba al agua. Si el optimismo es un arma de combate, también merece un aplauso la Primavera.
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