Las enseñanzas de los libros y las lecciones de entonces…

Signos

Por Salvador Montenegro

Ah, el infante aquel llamado Narciso Mendoza y conocido como el heroico “Niño Artillero”, que habría de poner a temblar a los feroces “dragones” realistas de Calleja encendiendo la mecha de un solitario y conveniente cañón durante el pasaje del asedio contra los indómitos insurgentes de Morelos conocido como el “Sitio de Cuautla”…

Y “El Pípila” inmortal, faltaba más, que bajo una lluvia de proyectiles enemigos arrastrárase y protegiérase cargando en sus espaldas una tremenda losa concebible apenas para un gigante de leyenda del tamaño de Hércules o de Goliat y que con un simple mechero cual antorcha prometeica de las mismas dimensiones mitológicas prendiera fuego a las macisas y descomunales puertas de la guanajuatense Alóndiga de Granaditas para tomar por asalto el sitio en poder de los opresores y dar al eterno cura Hidalgo una de sus primeras y más épicas y epopéyicas y legendarias e increíbles victorias por la emancipación del pueblo avasallado por el despotismo colonial y cuyas fuerzas libertarias, armadas sin más nada que con piedras y con palos, guiaba aquel prócer de sotana y de la fe cristiana de la Nueva España empuñando el estandarte de la inmaculada Virgen de Guadalupe que un día doce de diciembre se le apareciera sin lugar a dudas a un indio bueno y noble de nombre Juan Diego -y trascendido entre los más creyentes como ‘Juan Dieguito- en las inmediaciones del Cerro del Tepeyac y se grabara imborrable en su santísima tilma como el milagro más irrefutable y la prueba más absoluta de que la patria mestiza era tan libre como la nueva idolatría de su devoción…

Y la certeza inmarcesible de que el nuevo mundo de los libertadores independentistas se forjaba sólo con el temple y el acero de su valor y sus ideales purísimos y el oscuro Virreinato de los peninsulares canallas se desmoronaba bajo el fuego invencible de tamaños insurrectos y nada tenía qué ver con ese apocalipsis, ¡claro que no!, que la Corona española se doblegara y cediera en su territorio europeo a la ocupación napoleónica y de ella no quedara sino la impotencia contra las Américas criollas en pie de guerra y las arrinconadas Cortes de Cádiz condenadas de modo inexorable a la claudicación, la derrota y la extinción de su presencia y su poder imperial en lo que fueran sus descubiertas y conquistadas Indias Occidentales…

Y envuelto en la bandera y rodando y desbarrancándose y matándose por la soberanía y la defensa de la patria entre los arbolados peñascos de la empinada ladera, el niño mártir de los “Niños Héroes” guardianes del Castillo de Chapultepec que era su amado Colegio Militar y abatidos (claro: los cinco restantes cadetes que no se lanzaron al vacío como su compañero embanderado ni se rindieron nunca ni dejaron de disparar) por la nutrida tropa estadounidense invasora comandada por el malvado Winfield Scott, el emisario del naciente y expansivo mal de la nueva conquista de México que alcanzaría por ese entonces las ensangrentadas aguas del Río Bravo que, del otro lado, llamaríase Río Grande de ahora en adelante…

Y también el inolvidable vate Bocanegra, del que nunca jamás se sabría de pieza poética distinta a aquella que habría inmortalizado el encierro al que lo condenó su enamorada novia, de cuyo nombre nadie sabría tampoco nada, en una alcoba de su casa y de la cual emanarían los versos más musicales y sublimes y patrióticos de la soberana identidad nacional entonces defendida por un patriarca presidencial veracruzano autonombrado Su Alteza Serenísima y acusado por la Historia de acobardarse ante los yanquis y firmarles, en calidad de prisionero de Sam Houston, la anexión de medio territorio mexicano a cambio de tres pesos y con el cual el territorio del pueblo anexionista y esclavista creció al doble, no obstante que la lírica del amoroso e inspirado letrista confinado por su novia y aplaudido por Su Alteza Serenísima arengara a la nación, mochada a la mitad por los yanquis y despoblada en la mayor parte de su aún muy vasto e ingobernable territorio apenas habitado por grupos humanos dispersos e inconexos y por los general analfabetos, que a esa incomparable patria un soldado en cada hijo le dio, e invocaba, asimismo, en sus estrofas y enaltecido su canto por la musicalidad, también inmortalizada del cubano Nunó, hacer la “guerra sin tregua al que intente, de la patria manchar sus blasones”, “Guerra, guerra”, cantaba, y “los patrios pendones, en las olas de sangre empapad”…

Y Juárez, con sus gloriosos defensores de la Reforma y la integridad nacional frente a todos los asedios imperiales, le ganó la guerra nada menos que al más poderoso de los Ejércitos del mundo y fue capaz de expulsar, sólo por sus razones universales de justicia y por la fuerza de las armas de la soberanía y pese a la inferioridad absoluta de sus tropas, a la mayor fuerza militar del mundo de entonces y al régimen de ocupación de la realeza bonapartista, sin que tuviera nada que ver que el Emperador heredero de Napoleón se preparase entonces para la contienda bélica contra los prusianos de Bismark -de medio millón de hombres sobre las armas- que, al cabo, lo destruirían, y debiera llevarse de México en la víspera, para enfrentarlos, a su Mariscal Bazaine y a sus soldados, que ya habían ganado a los juaristas en casi todos los frentes de batalla, y sin que contase, tampoco, en el abandono y la derrota de Maximiliano y la retirada francesa de suelo mexicano, la Guerra Civil en puerta de los yanquis y las amenazas de Washington a París de que, de no retirarse del territorio vecino tendría, además del problema con Prusia otro igual de grave con ellos, los violentos e implacables fundadores de la Unión Americana y el ‘Mundo libre’…

Y claro, tan próceres revolucionarios serían los dirigentes agraristas Villa y Zapata como los caudillos traidores que los asesinaron en cobardes emboscadas y se alzaron como los verdaderos autores y defensores de los beneficios sociales y de la justicia y el constitucionalismo igualitario y progresista emanado de la Revolución Mexicana y encarnado luego en los representantes del partido de esa Revolución Mexicana y sus derivaciones generacionales concentradoras de todos los sectores poblacionales y de todas sus representaciones agrupadas y corporativizadas y controladas como militancias defensoras de un Estado nacional indivisible donde no podía caber la inconformidad propiciatoria del divisionismo enemigo de la paz social y donde las bondades del cardenismo defensor de la escuela socialista y de los luchadores perseguidos por el fascismo de cualquier signo, del soviético Trotski a los republicanos españoles antifalangistas, serían defendidas como esa sólida expresión humanitaria de los revolucionarios triunfantes, del mismo modo que incontables masacres y atrocidades -como tantas manifestaciones pacifistas y reivindicatorias de legítimos derechos vulnerados, así los ferrocarrileros o los estudiantiles del 68- fueron defendidas y justificadas, y lo mismo usadas, unas, como efemérides ejemplares para la propaganda, que decoloradas, otras y devaluadas en lo posible para su objetivo conocimiento público y su necesario discernimiento histórico…

Y así: de mitos, falacias, quimeras, contradicciones, imprecisiones, subjetividades, intereses y nocivas verdades a medias y nociones al servicio de unas y otras coyunturas del poder político, mejores y más respetables o censurables unas que otras, están armados los libros escolares y los credos y los discursos de los bandos ganadores de la efímera verdad histórica y de la defensa o la instrumentación utilitaria del Estado nacional. 

SM

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *