Signos
Alguien celebra, casi emocionado, que el delincuente -que lo es, más allá de que una Justicia lerda y falaz pueda o no probarlo o encerrarlo- no vaya a la cárcel ahora mismo o acaso nunca, y que no denuncie -o no de manera suficiente y cabalmente condenatoria- sus complicidades con las que fueron las más altas jerarquías del poder y de las que fue un servidor fiel, eficaz y discreto.
Alguien celebra eso por anticipado y como un hecho (¡y difunde, asimismo, arrobado, las noticias al respecto prodigadas, a su modo, por sus héroes mediáticos de siempre, los que han sido del estatus quo!). Y lo hace, claro, sin ser un beneficiario, ni siquiera remoto, de las glorias y los saldos del criminal enjuiciado, el que, acaso, es cierto, nunca sea tocado por castigo alguno (¡no se sabe: es un delator y un traidor -se les llama “testigos colaboradores” y acreedores al llamado “criterio de oportunidad”- contra sus socios del hampa!).
Pero tal celebración de los fans del delincuente y de su causa -en las vísperas mismas de todo y, convirtiendo, en sus esperanzadas precipitaciones y ensoñaciones de victoria, los presumibles indicios de ventaja en ya grandes éxitos definitivos del procesado y derrotas de la autoridad que lo consigna-; ese jolgorio de las vísperas ¿no hace, a sus coros de aplaudidores, un grupo de indeseables tan o más indecorosos que el propio delincuente juzgado, y el que, por lo menos, de salvar las turbias impotencias de la ley, tendría por delante, lo mismo que sus poderosos compinches -potencialmente intocados-, los millones y los placeres de sus hurtos y sus agravios de Estado, mientras la galería de pobres diablos seguiría siendo no más que esa misma vociferante galería de pobres diablos?
SM