Mejor los llamados a misa que las restricciones absurdas

Es evidente que cerrar calles a la circulación vehicular no hará que los automovilistas no salgan de sus casas, ni que restringir los horarios de los comercios hará que los consumidores hagan lo mismo.

Lo que no se sabe es por qué las autoridades con tales fueros institucionales–en Chetumal la Policía Estatal y el Ayuntamiento de Othón P. Blanco- creen que hacer eso es mejor para alguien, y que si no tienen más que ocurrencias y despropósitos ante una crisis que las obliga a formar parte de las soluciones de la comunidad a la que representan –si es que su representación es legítima y auténtica, en cuyo caso esa población tendrá que verse en el espejo de sus decisiones democráticas y en el de los próximos comicios,y saber si eso es la medida de lo que es y de lo que se merece- no se les ocurre evitar, en todo caso, por lo menos la improvisación de disparates, si es que ni siquiera son capaces de abrevar en el caudal de la sabiduría popular –aunque cada vez más agotado por la masividad de la simpleza y la falta de originalidad hasta para esas cosas de la vida diaria- y rescatar la enseñanza del adagio según el cual ‘mucho ayuda el que no estorba’.

Si se cancelan unas vías, se congestionarán otras; si se impiden unos horarios, habrá más aglomeración en otros. Lo sabe cualquiera, pero serían los menos -y los más consecuentes con el sentido común- los que como autoridad optarían por las disposiciones en curso, y las minorías no hacen rebaño –no es su naturaleza, por eso son minorías- para brincarse las trancas.

De modo que es otra la lógica que se impone: la de la incivilidad de unos y otros o la del cuento chino de las disposiciones que todos saben que no sirven para más nada que para que la autoridad pretenda justificar su presencia como tal con medidas que ella es la primera en saber que son absurdas, pero que, como son tal cosa, tampoco la censura ciudadana caerá sobre ellas y sobre la imagen de la autoridad que las impone, porque la mayoría que se burla de dichas órdenes –y de la oficialidad que las emite- tiene la misma cualidad que la de sus autores.

Se trata de una tontería circular con la que solo no comulgan los menos y tampoco cambia el curso de los acontecimientos.

Todo el mundo sabe que una autoridad como esa que impone aberraciones desde una impostura que acusan con sinceridad justiciera apenas unos cuantos, es tan responsable como la mayoría que atiende su oficiosa demagogia con menos seriedad que un sordo en un concierto de cacerolas.

Esa sería una democracia fallida pero de plena justeza fáctica, si todos se hicieran tontos en acuerdo general y se mofaran sin exclusiones de la norma escrita. Pero donde los derechos de las minorías son aplastados de manera tan flagrante, se trata solo de una cultura de la ilegalidad y la incivilidad incorregible.

Acá la autoridad sabe dos cosas: sus mandatos para la observancia urbana ante la crisis, por una parte (hablamos de los bloqueos viales, los horarios comerciales restringidos, y otros igual de desatinados), son tan imprudentes como inobservables (porque si los ciudadanos asumieran de manera educada y por su propio bien –o cuando se entiende que el ordenamiento y la regulación de las libertades y los derechos de todos son en favor de los de cada cual- las justas disposiciones institucionales, este tipo de imposiciones no tendrían razón de ser y serían entendidas más bien como atropellos de una jerarquía intolerante y autoritaria); y, por otra parte y por derivación, la crisis y sus afectaciones generales no son algo que a esa autoridad le importen, en tanto sabe que sus medidas son de un formalismo tan estéril, como visible es la dimensión de la autoridad misma, que establece ocurrencias en lugar de directivas de servicio general, y que al tiempo que pierde el tiempo en esas distracciones, la delincuencia –que del mismo modo que la gente de bien advierte las ocupaciones sin ton ni son de quienes deben contenerla- aprovecha para incrementar los saldos de la impunidad que la socorre, en perjuicio de un derecho al bienestar y a la seguridad pública ya de por sí violentado por la pandemia.

De modo que si la civilidad ciudadana no existe o no ocurren sus gestos de atención tras los llamados para el convencimiento desde los liderazgos del Gobierno, la incivilidad de las autoridades que establecen disposiciones emergentes de poder a sabiendas de su infertilidad y del conocimiento social objetivo de su naturaleza falaz sólo va a contribuir a que el mal del desinterés en la comunidad y en las instituciones se torne más refractario a la defensa del derecho de todos o al ejercicio del Estado de Derecho.

Mejor sería, por tanto, que sólo quedaran las convocatorias de autoridad al espíritu solidario, humanitario y cívico de todos, y los llamados oficiales a respetar las condiciones sanitarias establecidas para atenuar el vigor de la pandemia, y el cumplimiento más estricto posible del orden legal de parte de las autoridades responsables para garantizar por lo menos mejores condiciones de vigilancia y de seguridad pública.

Y si los llamados al convencimiento a ser mejores y más humanitarios ciudadanos es igual que los llamados misa, por lo menos no se pierde el presupuesto en extravagancias de autoridades que no han de servir ni para contener el virus microscópico, ni el de la delincuencia.

SM

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