Signos
Por Salvador Montenegro
Si tu poder de influencia es tal que puedes decidir y hacer ganar en tu favor -y en el de tu proyecto de vida y de país, naturalmente- a quien crees capaz de representar y defender ese proyecto mejor que nadie cuando tú ya no estés en aptitud de hacerlo con tu liderazgo personal directo; si esa es tu posición definitiva e inatacable, ¿renunciarías a imponer a ese sujeto y a permitir que alguien menos fiable, pero acaso más competitivo electoralmente -si tú no metes las manos, desde luego-, cambiara ese proyecto tuyo por uno propio?
¿Perderías, lo que más te ha valido construir en la vida, en aras de salvar el juego limpio de la democracia, o considerarías que la democracia y sus relatividades -y sobre todo en una sociedad tan incivil y percudida por los juegos sucios de sus protagonistas políticos- incluyen defender un objetivo mayor a costa del sacrificio de ciertos principios y valores morales siempre sostenidos por ti; es decir, a costa de traicionar un poco tu discurso, pero a sabiendas de que la demagogia es un instrumento retórico de todas las militancias y sus liderazgos, partidarios u opositores tuyos, porque sin ciertas dosis de demagogia mayores o menores el idealismo no se vende tal cual en el mercado de la propaganda y de la suma de adhesiones, y porque la virtud es un asunto de saldos y gradualidades siempre comparativas, como quién ha servido más y a quiénes, o quién ha mentido más o menos, o quién se ha enriquecido contando cuentos chinos y haciendo negocios de poder, etcétera?
De modo que en el fondo de tu alma y de los laberintos de sus luchas de intereses y prejuicios, y mucho más allá de los convenientes convencionalismos militantes de los ‘pisos parejos’, ¿usas o no usas todo el gran poder de legitimidad del que dispones para hacer que el piso más parejo para todos los contendientes en disputa a sucederte sea el de tus conveniencias reales, con su ideario público incluido, entendiendo que a final de cuentas los perdedores de allá, del otro lado de tus creencias y tus conveniencias, terminarán pensando que el piso de la competencia fuiste tú quien lo emparejaste a tu medida, y unos y otros y todos sabrán a ciencia cierta que no serías tan tonto para poner el peso de todo tu poder y tu astucia y liderazgo en contra tuya y en el mirador de sólo unos cuantos creyentes incautos que habrían de asumir a ciegas que la buena política es aquella que apuesta al juego limpio en la democracia de la pureza inmaculada y absoluta?
“Adán es mi hermano”, dice Andrés Manuel. Y pinta su perfil familiar y personal de gente honrada, incorruptible y competente, a quien conoce cual la palma de su mano y por quien es capaz de poner su corazón al fuego.
¿Por quién apuesta, entonces, el Presidente más popular y poderoso de la historia?
Lo dice a los cuatro vientos.
Y lo seguirá diciendo con cada vez mayor intensidad y donde más puedan saberlo quienes tengan la intención de votar en el mismo sentido de sus intenciones sucesorias y del emparejamiento necesario del piso de las transformaciones nacionales que más le importan.
‘Adán soy yo’, lo dice casi letra a letra. ‘Es lo que quiero en mi lugar más allá de mí mismo’, hace saber sin dejar lugar a dudas.
Y ahora a insistir en eso. Es el muy evidente e incuestionable y simple propósito de campaña de Andrés Manuel. Es la agenda en la que estará metido en cuerpo y alma como jamás nunca por nadie. Es su plan de vida o muerte.
Y ahora a confiar en que esa insistencia obre el poder de las preferencias de sus mayorías para convertir a un ser tan poco carismático -aunque probadamente sensible, apto, culto y visionario- en el líder capaz de sobreponerse, sin rupturas peligrosas, al ya identificado como el único rival a vencer y a quien no se tuvo más remedio que dejar crecer -sin poder regatearle sus servicios a la causa obradorista ni dejar de consignar, tampoco, que merced a ella es ahora un acreditado presidenciable-, es decir, al buen Marcelo Ebrard, contra quien no habrá más remedio ahora que enfilar las velas.
SM