¿Narcocivilismo o cretinismo?

Signos

Por Salvador Montenegro

Ni todas las bandas criminales del país juntas y armadas con los más modernos y sofisticados arsenales de guerra tendrían la menor oportunidad de éxito frente a los centenares de miles de efectivos de las Fuerzas Armadas, por mejor entrenados que estuviesen los sicarios y más dispuestos a no rendirse nunca, sádicos e insensibles y carniceros que son, como muy pocos otros bárbaros homicidas y torturadores en el mundo entero.

El secretario mexicano de Gobernación, Adán Augusto López Hernández, ha declarado con inequívoca certidumbre y basado en datos certificables e inobjetables de las autoridades federales responsables de la seguridad interior del país, dependientes de su jerarquía republicana -la segunda después del Presidente de la República-, que las corporaciones policiacas municipales y estatales (coludidas o enanizadas por sus jefaturas políticas, de todos los signos partidistas) están a años luz de servir de algo frente al devastador potencial del crimen y la violencia en sus ámbitos y demarcaciones regionales, y que serían incalculables el tiempo, las estrategias y los recursos para reformarlas y convertirlas en un factor decisivo de la seguridad pública necesaria.

Está documentado de sobra, por otra parte, que los niveles de impunidad y de inoperancia del Sistema de Justicia mexicano y su incapacidad de procesamiento penal efectivo de delincuentes son casi absolutos y muy cercanos -dos o tres puntos apenas- al cien por ciento, lo cual establece una pedagogía alarmante: la mayoría de los ejecutores del narcoterror tienen historiales individuales de decenas de víctimas, muchas de ellas inocentes y atormentadas y asesinadas de manera bestial, y es de una lógica contundente y siniestra que en su inmensa y masiva mayoría tales depredadores no han pagado ningún castigo por una sola de sus atrocidades, y que la Justicia que tanto los favorece seguirá ensañándose -por dolo o incompetencia, por acción o por omisión- contra la infinidad de inocentes abandonados por las instituciones que debieran protegerlos y representar sus derechos, y que son entonces doblemente maltratados: por los criminales y por el Estado (más defensor de las garantías de los victimarios, tanto por su insignificancia persecutoria contra ellos, como por el ejercicio, ese sí riguroso e implacable, del formalismo tramposo del ‘debido proceso’).

En tal entorno de libertinaje criminal y de ingobernabilidad perpetua e irremediable, los grupos y liderazgos más poderosos e influyentes de la industria del narcoterror van posicionándose cada vez más en sectores fundamentales de las decisiones públicas, ocupando espacios de influencia mediática, promoviendo candidaturas ganadoras en los territorios de la representación popular, y haciéndose -por la vía legal y en uso de una democracia tan pedestre como la escasa civilidad política, ciudadana, electoral, judicial y cultural existente- de Gobiernos y de territorios legislativos y jurisdiccionales cada vez más defensores y al servicio de sus crecientes e intocables feudos.

Las Fuerzas Armadas cuentan con todos los recursos del Estado nacional para perseguir, atrapar o exterminar (si los sicarios se resisten y enfrentan con la fuerza de las armas el poder constitucional de fuego de la tropa) a los delincuentes armados de la narcoviolencia y reducir sensiblemente los estándares de inseguridad en el país, si las autoridades civiles de todos los Poderes y niveles republicanos son incapaces de garantizar la paz social y los derechos esenciales vulnerados de manera tan abrumadora por el crimen. Cuentan, como se ha probado, con equipos de fuerzas especiales que disponen de la mejor preparación y la mayor confiabilidad logística y táctica para cazar, con el menor número posible de bajas colaterales, a los asesinos mejor pertrechados. Cuentan con sobrado personal de Inteligencia para ubicar objetivos de la mayor peligrosidad y detenerlos o someterlos o acabar con ellos donde y cuando mejor convenga.

¿Por qué tanta resistencia, entonces, a que las Fuerzas Armadas entren en acción, si fuera el caso y por todo el tiempo que se requiera, para combatir sicarios y terminar con ellos? ¿Se trata de otro tan mexicano prurito demagogo, falaz y politiquero como el de optar por la ortodoxia del civilismo constitucionalista, aunque el mismo lo único que garantiza es la impunidad mortífera de unos criminales -por eso mismo- más influyentes y poderosos?

Los militares han venido siendo muy eficaces en áreas de la administración pública federal que antes de ellos eran verdaderas cloacas controladas por la criminalidad política y gubernamental, como el sistema aduanero, y han desplegado sus competencias técnicas en los sectores aeroportuario y de salud, con una enorme disciplina profesional y de respeto al erario. Y sin ellos, el control de daños durante las catástrofes naturales sería inconcebible.

¿Es nocivo, entonces, ese tipo de militarización, en zonas de la institucionalidad civil podridas por el saqueo y el vicio descomunal de un servicio público convertido en ratonera por la genética y las tradiciones inmemoriales del atraco y el despojo?

¿Por qué negarse a enfrentar al poder militar contra el sangriento fuero del ‘narco’? ¿Es, de veras, por el exhibicionismo de una conciencia y una ética del constitucionalismo civilista?, ¿o es, más bien, porque hay acuerdos políticos cupulares conciliados con la industria de la narcoviolencia que escala por las cumbres del financiamiento político y electoral, y permea los intereses de sectores y cofradías partidistas, y cunde en los laberintos donde se negocian las tendencias más convenientes de la ‘voluntad popular’?

SM

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