No hay peor mal que la burocracia electoral

Signos (por Salvador Montenegro)

Con la experiencia de tanto ejemplar de la peor especie pasando por los cargos de elección popular desde que en México se celebra el advenimiento de la democracia y la vigilancia ‘independiente’ y ‘ciudadanizada’ de los comicios, son millones -por no decir casi todos- los electores que saben muy bien que los grandes fraudes electorales se cometen justo allí donde la muy masiva y costosa institucionalidad electoral menos asoma las narices: los desvíos encubiertos del erario para el financiamiento de los candidatos al servicio de los gobernantes, y cuyo compromiso esencial en el ejercicio del poder es la defensa de los intereses particulares de esos delincuentes.

Tampoco ese crimen se había considerado como ‘delito grave’, porque ha sido parte de los usos y costumbres de la corrupción democrática pluralista –inaugurada en todo México hace veinte años, en sustitución de la autoritaria y priista, con la alternancia del PAN en el Ejecutivo Federal-, y sus beneficiarios del poder no iban a legislar en contra de sí mismos (dentro del círculo vicioso de legisladores que lo han sido gracias al patrocinio ilegal de presidentes y gobernadores, y que luego han sido presidentes y gobernadores que han reproducido ese mismo modelo de parlamentarios, y donde también se han incubado miles de alcaldes que asimismo han sido, antes o después, candidatos a otros cargos, y cuyas muy democráticas campañas proselitistas de todos ellos han sido sostenidas con esos caudales de dinero líquido o destinado a obras e iniciativas de Gobierno con dicha finalidad electorera que solo en un mínimo número de casos ha sancionado la autoridad electoral y han producido, gracias a tan reiterada y ejemplar impunidad, enormes y cada vez más grandes huecos presupuestarios, y nunca jamás un solo criminal preso). De hecho, ese modelo de autonomías institucionales, como la del INE, el tribunal federal electoral y sus réplicas locales, y todas las instituciones para la transparencia y contra la corrupción, ha sido más retórico que servicial al interés público. Todas ellas han sido meras coartadas de legitimación democrática de la criminalidad institucional y representativa emanada de las urnas ganadas con dinero ilícito. Jamás han servido para encarcelar a los más nocivos truhanes del poder político, y con ellas se ha cometido un triple agravio contra el país: el de los criminales en el poder, el de los costos desmedidos de esas burocracias y sus jerarquías ejecutivas falsamente autónomas -nombradas por los legisladores y los poderes reales detrás de ellos- que en lugar de procesarlos los avalan, y el de la impunidad general que ha posibilitado las enormes quiebras fiscales con que ha contribuido tanto el financiamiento electoral ilegal como el financiamiento partidista legal, convertido en toda una industria de las cúpulas dirigentes, que ha incluido franquicias y negocios políticos igualmente perniciosos y enemigos del interés público. De modo que, además del mantenimiento partidista, el financiamiento de los ejércitos burocráticos y sus directivas de primer mundo destinados a la transparencia de los comicios y a vigilar el comportamiento de las que se supone son legítimas representaciones de los tres Poderes republicanos, solo ha significado un desperdicio enorme del gasto público en tanto jamás han servido para consignar delincuentes mayores ni para impedir que su ejemplo de impunidad los reproduzca y multiplique los daños descomunales al país entero.

Los desvíos electorales del erario, y la incompetencia y la complicidad de las instituciones organizadoras y custodias de los procesos de elección que han favorecido esos desfalcos -entre otras razones porque casi todos los gobernantes, y sobre todo los gobernadores en sus entidades, han impuesto a los miembros decisivos de tales órganos independientes y ciudadanizados, y porque la gran estafa electoral no se produce en la logística última y con más claras evidencias documentables de atraco de los comicios, sino en el ‘dinero negro’ gubernamental que representa las dos terceras partes del gasto real de las campañas y que empieza a usarse mucho antes de los calendarios oficiales para orientar con tiempo e inducir el sufragio, como lo han probado diversos estudios y especialistas del tema, entre ellos el expresidente del Instituto Federal Electoral, hoy INE, Luis Carlos Ugalde-, han obrado uno de los males mayores de la historia democrática de México y del cual proceden muchos otros, como el de la violencia del ‘narco’, que ha hecho más inseguro que nunca al país y lo ha convertido en uno de los más ingobernables del mundo desde los tiempos inaugurales de la democracia hace dos décadas, y cuando más ha operado la institucionalidad electoral vigilando el ejercicio del derecho ciudadano de elegir, y garantizando el triunfo y la autenticidad popular de sus productos representativos.

De esa democracia fallida e incorregible han emanado los mandatarios -de todos los niveles- más vinculados al ‘narco’, los que más le han entregado a sus fuerzas de seguridad, y los que han sido, en fin, los factores fundamentales de la debilidad del Estado, la vulnerabilidad y la indefensión de la gente, y el dominio y el régimen de terror impuestos por las mafias en casi todo el territorio nacional.

Nunca, mientras más la democracia se ha celebrado con tanto triunfalismo y tanto alarde y certidumbre sobre la validez y la inviolabilidad de las urnas, y más se ha gastado en partidos, instituciones electorales, candidatos y comicios, se han producido Gobiernos y representaciones populares tan espurios y tan legalizados por la norma constitucional. Nunca como desde entonces el país ha sido más víctima de la corrupción, el crimen y la inoperancia de las instituciones. Nunca como en la etapa más civilista, ciudadana y democrática el hampa ha sido más libre y el país más rehén de sus socios en el poder político. Nunca ha corrido más sangre que desde que las elecciones son tan limpias, y los partidos y los organismos de la transparencia y la anticorrupción son tantos y tan costosos. Nunca como desde entonces y mientras más caro cobraban los ministros y magistrados del Poder Judicial, y las burocracias autónomas y ciudadanizadas, este país ha sido tan desbaratado por sus personajes del poder.

¿Ha sido, pues, más necesaria toda esa institucionalidad emergente que si, como en tantos pueblos democráticos, no existiera como tal -como autónoma y ciudadanizada-, y los procesos electorales y de auditoría administrativa -de la gestión gubernamental, legislativa y judicial- se operaran desde los Poderes orgánicos del Estado y representativos de la diversidad social?

Porque todos esos aparatos nacieron del discurso demandante de la pluralidad, cuando la nación era básicamente monopartidista y de control autoritario y fáctico del poder presidencial y sus sucedáneos locales. Pero hoy día se entiende que hay una diversidad representativa y legítima que ha derogado esa autarquía, y se ha probado que todo ese ciudadanismo auditor es lo que siempre ha sido: una costosa tapadera legal de la ilegitimidad, una cobertura democrática de la simulación. Y en tal sentido será fundamental ahora que los Poderes orgánicos del Estado, los que son contrarios a las prácticas viciadas de los Gobiernos y a la ineficacia o la complicidad con ellos de los órganos electorales –y que han llegado al poder solo porque han vencido de manera abrumadora en las urnas y ya no ha habido modo de contenerlos, como tanto han intentado sus adversarios caídos y ahora más defensores que nunca de la institucionalidad que crearon a su imagen y semejanza-, vigilen muy bien el proceder de esos Gobiernos y esa institucionalidad electoral, sobre todo en lo que se refiere al uso tradicional de los erarios para el financiamiento de los candidatos de los gobernantes y sus grupos políticos y empresariales. Ya es muy justo hacer lo que esa institucionalidad electoral y anticorrupción, autónoma y ciudadanizada, no ha hecho nunca en los tiempos de la democracia: meter a los delincuentes electorales a la cárcel y evitar que las instituciones del país se sigan llenando de rufianes gracias al dinero público.

¿Ha sido la democracia en sí misma la que ha violentado al país, o el retorcimiento de la institucionalidad electoral y política que la ha administrado, ejercido y pervertido en el Estado nacional?

SM

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