Que una cosa es la campaña y otra cosa es el poder

Signos


Sí: no es lo mismo hacer una campaña popular y exitosa que ser jefe de Estado.

Para la primera cosa, y en tiempos de la democracia mexicana sobre una calidad educativa de las peores del mundo, sólo se necesita atrevimiento, carisma, lenguaje de pueblo y contagio masivo.

Para la segunda se necesitan ideas más o menos innovadoras, agenda de reformas estratégicas, y un discurso de convencimiento del mandato que convoque a los sectores críticos -más objetivos y antidogmáticos- con los que deba ser capaz de dialogar, y que puedan ser factores potenciales de verdadero conocimiento y suma de las mayorías en torno del proyecto histórico de nación.



En la primera cosa es permisible casi todo. La masividad electora, unificada por la exasperante continuidad de una era de regímenes depredadores, suele conformarse con idealismos compartidos y enfáticos protagonismos de cambio radical de todo aquello que incentiva el malestar mayoritario, y tiende a liderazgos con soluciones tan simplistas como imposibles (en escenarios democráticos; en otros, se atiza el fanatismo milagrero y la complicidad con la autarquía militante).



En la segunda, tarde o temprano llega el momento de las definiciones y las cuentas claras. Las iniciativas precisan tesis y acciones vindicativas. Las acusaciones se tornan excusas y pierden la adherencia de los sectores informados y neutrales -que concedieron en campaña el beneficio de la duda-, y el contexto internacional se desencanta con la imagen de la impericia y con la noción de que el maniqueísmo retórico de campaña no era una táctica temporal de lucha (hablar de manera ingeniosa como el pueblo pero con criterios de gestión y conceptos de dirección muy por encima del promedio) sino el modo de ser del liderazgo que al cabo no tendría la dimensión de un jefe de Estado sobresaliente.

Vicente Fox llegó al poder presidencial desde la oposición de derecha como un ranchero envalentonado que le cantaba sus verdades a una corrupta dictadura partidista que él se encargaría de tirar a la basura del olvido, para fundar una nueva nación con geniales gerentes sectoriales que promoverían su máximo potencial, y donde no habría más el tráfico de influencias ni el dispendio y el saqueo de todos los tiempos del viejo régimen echado del poder. 

Así de fácil. Y así de falso. 

Y Fox se fue también al pozo de la historia como el dirigente de Estado más deslenguado e iletrado de todos los tiempos, y en cuyo entorno familiar al frente del Estado mexicano tuvieron lugar todos los negocios sucios del influyentismo que él prometió desterrar, mientras sus ‘head hunters’ no podían administrar al país como un corporativo con ganancias porque ni el servicio público podía pagarse con fondos bursátiles ni era para hacer negocios y operaciones utilitarias. El interés empresarial, regido por los beneficios privados, estaba en la antípoda del interés de Estado, regido por el bienestar social.

Fox fue el ejemplo por excelencia de que el simplismo populachero de campaña daba luz sobre sus incapacidades ejecutivas y discursivas reales como un jefe de Gobierno y de Estado. 

En la víspera podía ‘enganchar’ con el pueblo. Pero no tenía ideas ni discurso ni proyecto de trascendencia nacional. 

El disparate de campaña que fue, fue el mismo despropósito en el supremo poder político del Estado mexicano. 

No pudo haber un ejemplo más representativo del gran fracaso con que llegaba la democracia inaugural en el tránsito del milenio. 

Fue uno de los peores mandatarios de la historia, y acaso el más rupestre de todos. 

Con él quedaba claro que si la educación no se traducía en el pilar de la civilidad y la superación política y ciudadana, la democracia, igual y peor que la ‘dictadura perfecta’, seguiría produciendo mamarrachos a la medida de la ignorancia masiva y de la misma corrupción partidista de todos los tiempos.

Y la democracia mexicana sigue siendo una democracia silvestre, incivil, porque no ha habido la revolución educativa que precisa un Estado democrático naciente para civilizarse, universalizarse y superar la cualidad representativa de sus liderazgos. 

Y en esa condición, el simplismo proselitista y carismático seguirá prometiendo ilusiones de transformación histórica que acabarán en las mismas arenas movedizas de una realidad no vislumbrada porque la medida del voto iletrado son sus liderazgos espontáneos y aventureros.

Pese a su pasado y sus herencias priistas (aunque en el PRI y en sus Gobiernos, y no obstante sus tradiciones de sobrada inmoralidad pública, que hicieron de la corrupción una idiosincrasia del éxito, hubo mucha gente honorable y virtuosa, desde sus orígenes posrevolucionarios -pasando por sus demoledores sexenios populistas- y hasta su decadencia neoliberal, la que acabó con sus últimos programas sociales y con su diplomacia de vanguardia), López Obrador tiene una trayectoria más bien decorosa y un sano interés en combatir la corrupción.

Al respecto, ha conseguido avances en algunas áreas importantes de la gestión institucional. Pero el ahorro de recursos que eso ha significado sigue sin reflejarse en solvencia fiscal, en obra y presupuestos públicos crecientes, en competitividad productiva y en rentabilidad social segura.

Sus proyectos insignia de bienestar popular, educación superior alternativa y becas para la ocupación juvenil en el mercado de trabajo, por ejemplo, más parecen subsidios dispendiosos y electoreros que financiamientos con indicadores de prosperidad.

Siguen sin advertirse las oportunidades del desarrollo regional que promovería la descentralización administrativa del Gobierno federal hacia las entidades.

(Y mejor hubiesen sido el anuncio y la iniciativa de traslado de las principales oficinas de todos los Poderes federales hacia una nueva sede; un desplazamiento progresivo y debidamente planificado de la capital de la República hacia un espacio urbano menos atrofiado y caótico, que al mismo tiempo liberase a la Ciudad de México de esa carga burocrática y todo lo que adhiere -y con lo que ya no puede ni debiera tampoco, por ello, seguir creciendo-, y significase, en cambio, oportunidades de fomento económico en otro lugar.)

Y la violencia y la inseguridad no paran de incrementarse y de enseñar que las instituciones y la autoridad del Estado siguen a merced del crimen. 

Echó abajo la reforma educativa de su predecesor. Pero la nueva reforma sólo ha consolidado el control de los monopolios gremiales que han destruido la calidad de la enseñanza escolar. 

Y por ese camino no hay nada bueno en el horizonte de la democracia nacional. 

El combate a la corrupción durará lo que dure la gestión federal en curso pero no tendrá consistencia estructural ni manifestaciones económicas rentables. 

Y, sin utilidad social, tarde o temprano la pontificación popular del liderazgo republicano cederá.

Sucedió con Fox.

Las transformaciones del idealismo de campaña deben llegar, con evidencias concretas, en los primeros tiempos de la toma del poder alternativo.

A veinte años de Putin, por ejemplo, Rusia emergió de los escombros de la Unión Soviética como una nueva nación y una superpotencia más sólida e indestructible. 

Pero desde sus primeros días, el nuevo líder hizo sentir los beneficios generales de su presencia en el poder, y en Chechenia probó la verdad de sus propósitos de unificación y de pacificación del vasto territorio de la Federación rusa. 

Pero Putin sólo prometió lo que podía cumplir, y ha cumplido mucho más de lo que prometió. 

Habla poco y hace más. 

Y la educación pública rusa es hoy tan competitiva como la economía y el control del delito en el país.

Porque sin calidad educativa, los liderazgos políticos, la economía y la seguridad, serán de la misma especie.

Dijera Churchill: no es lo mismo convencer a quienes leen los diarios que a los que se limpian con ellos.

SM

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