Signos: Tres estaciones entre el virus y el porvenir

Una: enfermos.

Nos contagiaremos todos.

En su etapa de conquista, el virus es más violento; las resistencias son poderosas y debe someterlas. Al virus no le importa la guerra -pero como toda invasión u ocupación inaceptable, le es necesaria-; le importa, más bien, la colonización simbiótica y tolerada. Sus conquistados se repliegan, se aíslan para evitar contaminarse; se imponen inusuales condiciones de reserva para las que no están hechos. Es el único mecanismo de defensa del que disponen mientras no tienen armas biológicas distintas de las de su sistema inmune, que está siendo asaltado. Pero, claro, las infecciones inmunizan o matan, y, entre eso y el confinamiento, los contagios y los decesos ceden. Los confinados, sin embargo, están atrapados entre ese encierro temporal que los preserva del virus, y la necesidad de salir a su hábitat de subsistencia económica y social. Y entonces el virus puede arremeter de nueva cuenta si no hay suficientes enfermos recuperados e inmunes en las zonas de congregación, y si no siguen recluidos los potenciales enfermos más vulnerables.

Nada se sabe a ciencia cierta sobre una cura posible y su tiempo de espera, pero en la lógica de otros similares quizá ocurra que la beligerancia de este virus disminuya y termine conviviendo, a la postre, entre los humanos, como una influenza ordinaria y llevadera. De modo que más temprano que tarde habrá que enfrentarse a los contagios en la calle, al tiempo que se espera que la virulencia del patógeno mengüe y la pandemia mute hacia una enfermedad menor y estacional.

Sin vacuna o tratamiento alternativo exitosos, los contagios seguirán su curso, y su letalidad dependerá, en buena medida, de la etapa en que se produzcan. La gente seguirá saliendo de su reclusión cada vez más, y se seguirá contagiando en razón de la naturaleza del sistema inmune de quienes no se han contagiado, de la cantidad de contagiados inmunizados, y del debilitamiento progresivo de la agresividad colonizadora del patógeno. Cualquiera habría de contagiarse; la suerte de los que faltan dependería de la etapa y de la condición en que los atacara el mal. Si, en efecto -y antes de una vacuna-, la peligrosidad del virus tiende a bajar y a ‘estacionalizarse’, es obvio que no serían iguales los padecimientos de esta etapa crítica que los de después. Y con esa óptica de que el contagio sería totalizador e indiscriminado, acaso la única y muy decisiva diferencia sea la del riesgo de infectarse ahora o en unos meses. Ahora es de vida o muerte; mañana quizá no.

Dos:expertos.

Por más que los especialistas y los más comprometidos gobernantes lo adviertan y tomen las medidas que parecen mejores –inventos e improvisaciones de mayor o menor cualidad, después de todo- para conciliar prevenciones sanitarias y recuperaciones económicas y sociales, antes de una cura cierta habrá que retar el pernicioso poder del virus.

Más allá de cifras, rangos, curvas, períodos estimados de rupturas en las cadenas de contagio, y medicamentos y remedios para atemperar su impacto, la verdad es que, en lo esencial, se sigue a ciegas en términos de comportamiento del bicho, y que se tiene que tener una perspectiva propia y de sentido común lo mismo para arriesgarse que para sustraerse, cifrada en la mejor información disponible pero también en la más óptima deducción del espectro general y las necesidades personales; un modelo íntimo, en fin, de predicciones, en la convergencia de todas las variables.

En esa lógica individualizada, los más y los menos vulnerables tendrán que hacer sus movimientos. Pero en la perspectiva del porvenir previo a una cura global, hay que asumir la condición inevitable y particular del contagio. Hay que convertirse en el especialista de uno mismo, en su siquiatra y su epidemiólogo ideal, en su mejor consejero y en el mejor gobernante en el peor de todos los tiempos.

Tres: introspectivos.

La condición humana no habrá de cambiar. Los perversos demostrarán más que nunca que lo son, y los buenos y los tontos, también. Pero los seres con mayor capacidad de discernimiento y mejores intenciones, tienen una oportunidad: la introspección más afinada con propósitos de adaptación a las circunstancias de esta guerra.

Es una cuestión de convivencia consigo mismos y de desdoblamiento de cada quien en dos para la interlocución crítica: hasta dónde valen la pena los riesgos según los proyectos personales de futuro. Y hasta dónde es posible convencerse de lo que es mejor o más feliz o menos doloroso.

La introspección es fundamento de una libertad más responsable, para morir sin lamentarse o cantar victoria -con todas las relatividades del caso- dosificando y administrando el sacrificio.

La introspección debe eludir el miedo y el arrepentimiento, y consignar evidencias tan irrefutables como que el pensamiento mágico no sirve frente a las incógnitas que se multiplican detrás de las certezas. El mundo es tan minúsculo ya, como más vulnerable a enemigos microscópicos, cual los de esta peste, anuncio sólo de otras más letales y definitivas, cuyo horizonte, en cambio, en términos de enfrentamiento negantrópico, es un océano cada vez más grande de incertidumbres y de dudas (porque los nuevos mundos inescrutables, en ese y otros ámbitos, se multiplican en un orden cuántico -cósmico y molecular- inconcebible). Y la democracia y la justicia económica, como mecanismos de solución frente a las pandemias monstruosas de la pobreza y el hambre, pueden darse por muertas, porque si algo queda claro en el contexto de tan indiscutible decadencia, es que los milagros no existen, que el ocaso es lo que es porque la naturaleza de la condición humana es un principio de descomposición inevitable en el umbral de las postrimerías, y que si ese declive generacional es lo que es -en tanto frontera civilizatoria- como mandato de Dios o de lo que hace las leyes exactas del Universo o la Creación, ahora es más prístino que nunca que, si hay algo más distante de un renacimiento posible, es un milagro, y que, mucho más que eso, lo que Dios mandataría es el convencimiento introspectivo de que es del todo normal que las cosas sean así, que a todas las generaciones les ha tocado su tiempo y su oportunidad entre la felicidad y el duelo, y que del mismo modo que a unos les tocó empezar el juego dialéctico de la vida y de la muerte, otros tienen que bajar la cortina del destino y sus inexplicables azares infinitos (inexplicables en la finitud racionalista de todas las eras, aptitudes conceptuales y cosmogonías), y hacer algo tan simple a partir de esa noción de que se pertenece a las generaciones postreras, como saber qué nos hace sentir mejor, e intentar hacerlo. Si blasfemar y condenar al otro es lo nuestro, hagámoslo, aprovechando el mejor tiempo para la discordia. Y si eso, en cambio, nos enferma, el antídoto, también, es simple: ni eso ni nada va a salvarnos, ni a nosotros ni al mundo; tratemos, entonces, de que no nos importe más allá de lo anecdótico. Hay males que se curan con placebos porque sólo los sentimos nosotros. No hagamos caso, pues, de lo que no nos importa porque no nos sirve.

Son tiempos, en efecto, para la confrontación sin concesiones. Los extremos se juntan, a fin de cuentas. En el final de todo nos comportamos como en el principio de todo, porque no hemos dejado de ser la especie de la guerra y el parricidio del origen de los tiempos. En el punto de encuentro generacional tras los milenios, somos los mismos primitivos cavernícolas que personalizaban la autoría de los rayos y los truenos –con la misma composición genética libidinal-, y los que se han matado por los siglos de los siglos creyéndose mejores los unos y los otros –con las mismas pulsiones del ego-, culpándose entre sí de todos los males, encumbrando ídolos y fantasmas, aplaudiendo genocidios en nombre de la justicia divina y las ideologías, hasta llegar a este punto frontero a donde esa condición humana nos ha traído.

Síntesis; somos la síntesis terminal de lo mejor y lo peor. Y el espejo de esta pandemia, sus sumas y restas, sus contradicciones y sus saldos, puede mostrarnos de manera inequívoca qué es lo que somos más, y aceptar en consecuencia el veredicto.

Nada habrá de cambiar. Pero la conciencia introspectiva puede ayudarnos a estar un poco mejor con nosotros mismos.

SM

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