Signos
El federalismo ha sido y no ha dejado de ser, como la Constitución General de la República que lo consagra y lo rige, un asunto discrecional.
Es cosa de democracias reales y educadas -que han sido reinos imperiales que sustituyeron el colonialismo esclavista por la más civilizada y elegante dominación capitalista liberal sostenida en el discurso ideológico de la defensa de las garantías individuales o los derechos humanos universales- que, en sociedades nacionales iletradas y con Estados de Derecho fallidos, es más bien un recurso constitucional que se invoca, como se ha invocado siempre en México, al son de coyunturas e intereses políticos.
El federalismo entraña equidad y reciprocidad en un conglomerado de entidades mexicanas autónomas, pero supone, sobre todo, legitimidad popular de las instituciones y las autoridades representativas, lo cual implica soberanía ciudadana -o la mayor cualidad educativa- para ejercer con rentabilidad el sufragio.
Si las condiciones de soberanía no se cumplen, la equidad federalista es tan bizarra y tan cuento chino como la justicia constitucionalista y como la legitimidad representativa de quienes dicen abanderarlas y defenderlas en nombre de la voluntad popular.
En México los derechos federalistas se han administrado con criterios de interés político y no público y general, y la dinámica distributiva del orden fiscal se ha ido ajustando a ellos con variables técnicas y financieras propias del gasto público ordinario, pero donde los desajustes y las ruinas presupuestarias se han precipitado por la voracidad, la arbitrariedad y la impunidad de los Gobiernos y las representaciones públicas emanadas de una democracia tan ejemplarmente corrupta como la mexicana.
No hay cultura federalista, como no hay cultura judicial, porque el sistema y el poder políticos se han cifrado en la incultura general, en la piltrafa educativa, en el analfabetismo funcional.
Los tratos entre la Federación, las entidades federativas y los Municipios han dependido de los criterios del poder y las negociaciones en lo oscurito: El presidencialismo autoritario impuso los suyos cuando también imponía a las autoridades locales a su albedrío. Ahora, el uso delictivo del erario sigue definiendo la pluralidad partidista en muchos Poderes de elección -de los que emanan los que no son de elección directa-, y, atenidos a este tipo de legitimidad, un sector de ‘mandatarios’ locales exigen una nueva paridad en las facultades y las competencias federalistas e, incluso, amenazan con escindirse del llamado Pacto Federal -y crear sus propios Estados-naciones- si no se modifican, en su beneficio político (que en buena medida incluye su derecho al uso de los recursos federales para financiar proyectos políticos en el decisivo año electoral venidero, donde importa mucho a algunos de ellos quiénes habrán de sucederlos), los términos del llamado Convenio de Coordinación Fiscal.
Como todo en México, se trata de una treta coyuntural. Se hace campaña con cualquier bandera en tiempos de vísperas de comicios. No hay liderazgo político ni moral. Se hace política sobre los territorios de la misma incivilidad de siempre. Nada más fácil que atribuir la inercia de la falta de obra o de no hacer nada o de no disponer de recursos para proyectos de aparente interés público y de real y personal remanente, que la injusticia de la Federación, a la que habría de responderse con amagos separatistas. Lo que faltaba…
Dentro de las iniciativas federalistas para favorecer, por ejemplo, el soberanismo municipal, se reformó el Artículo 115 constitucional para que el Municipio Libre fuese, en efecto, se dijo, más autónomo y dueño de más amplias facultades en el ordenamiento territorial y fiscal. ¿Y qué hicieron con esos nuevos poderes constitucionales los munícipes y los integrantes de sus Cabildos democráticos desde esa reforma del 83?, pues industrializar a sus anchas el negocio de las nuevas potestades: vender cambios de uso de suelo y densidades inmobiliarias a discreción, saturar y expandir las urbes sin consideración ninguna de equilibrio ambiental y social, urbanizar y municipalizar asentamientos prohibitivos, diseñar planes de desarrollo a la medida de sus particulares aspiraciones de ingreso, y convertir, en fin, la gestión municipal, en una fuente de riquezas a la medida de sus cada vez más grandes aspiraciones de estatus.
Los Ayuntamientos han sido desde entonces una de las fuerzas federalistas más depredadoras del país, y, en Quintana Roo, no hay uno solo que salve la cara de la dignidad administrativa. Los alcaldes entienden que lo son para lucrar con la autonomía municipal. Así de simple y así de fácil. Y así es que todos, de todos los signos políticos, se han convertido en millonarios, o lo han sido más que nunca merced a ese filón federalista.
En los Municipios de mayor recaudación se han producido los más desalmados procesos de saqueo, endeudamiento, quiebras y déficit fiscal, al tiempo que las ciudades se han convertido -en algunos de los parajes silvestres más bellos de la Tierra- en algunas de las más congestionadas, contaminadas, insalubres, ingobernables e inseguras del mundo entero.
De modo que federalismo sin legitimidad democrática y sin educación ni civilidad ciudadanas, es lo mismo que ‘debido proceso’ sin calidad institucional ni cultura judicial.
Porque de nada sirve el constitucionalismo judicial con presuntas aspiraciones de primer mundo, si el ‘debido proceso’ se viola en el inicio mismo del proceso, con policías analfabetos y redactores de actas y consignaciones ministeriales que no saben ni escribir su nombre, y la impunidad plena está garantizada con recorridos procesales donde las licenciaturas no amparan la mínima noción lingüística de los llamados ‘letrados’.
En el Municipio de Othón P. Blanco, por otra parte, el de la capital del Estado de Quintana Roo, ha quedado claro el nivel de analfabetismo funcional absoluto de sus autoridades, luego de que el periodista Javier Chávez descubriera que todas las placas informativas en los monumentos de homenaje a la memoria de los personajes que la actual Comuna ha tenido la ocurrencia de exaltar como sobresalientes, están plagadas de yerros históricos y gramaticales como si las tales ‘ofrendas’ tuvieran más el propósito de injuriar que de honrar, a los personajes elegidos, con tan insólitos e insolentes mensajes.
El escándalo de los memoriales del Ayuntamiento chetumaleño exhibe una barbarie local y nacional de dimensiones siderales. ¿Cómo andarán los valores educativos, cívicos y críticos debajo del poder político, si con o sin títulos universitarios los representantes públicos, como los del Municipio capitalino de la mayor entidad turística del país, no aprenden en la escuela primaria las reglas básicas del habla y la escritura –y se entendería que una de sus aptitudes esenciales es la comunicación social-, ni esa ignorancia analfabeta, desplegada de la secundaria en adelante, les impide ser elegidos y asumir el poder político y gobernar, y llegar a ser acaso como alguno de esos ‘mandatarios’ estatales que hoy exigen un nuevo pacto federalista y amenazan con la ruptura republicana si no se cumplen sus demandas?
¿Puede haber cultura soberanista y ética federalista en torno a tales demandas y en un país donde la mayoría de sus gobernantes y representantes populares a duras penas saben leer y escribir?
SM