La reforma democrática imposible

Signos

El presidente Andrés Manuel López Obrador ha emprendido una guerra contra las élites dirigentes de la institucionalidad electoral y anticorrupción –las ya célebres ‘burocracias doradas’, llamadas así por los enormes privilegios de ingreso y de control presupuestario con que las blindaron, de origen, sus creadores en el poder político federal de entonces, justo para defender, hacia el futuro, sus causas particulares, con la formalidad constitucional de garantizar los derechos de todos, y un ejercicio intocable y fuera del alcance de los Poderes de elección popular venideros-. Núcleos de poder consolidados, cumplen cabalmente con el cometido intrínseco para el que fueron creados, y que es justamente el revés de lo que el idealismo democrático expresa en la letra de la ley y en los papeles y el discurso progresista de la presunta cima democrática alcanzada. Se le han convertido al Presidente, sobre todo los consejeros y magistrados que controlan el Instituto Nacional Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, en una contestataria y poderosa piedra en el zapato de sus iniciativas de ‘regeneración nacional’ y que empiezan tropezando justo ahí, en esas cloacas constitucionales que consumen devastadores recursos del erario y se amparan en las trampas de su intocable y veleidosa autonomía de gestión, y en la legitimidad representativa que les dio lugar: la de los nombramientos de sus integrantes a partir de arreglos privados entre dirigentes partidistas, gobernantes y legisladores procedentes de comicios financiados con dinero sucio –por lo menos la mayoría de ellos: dos terceras partes del fondeo electoral es ilícito, ha documentado nada más ni nada menos que el investigador y especialista en el tema, Luis Carlos Ugalde, exconsejero presidente de lo que fuera el Instituto Federal Electoral, antecedente del INE- y hurtado por sus principales patrocinadores, lo que hace de la legitimidad y de la autonomía de los intocables auditores electorales, una legitimidad y una autonomía tan subsidiarias, desnaturalizadas y espurias como las de esos patrocinadores y mercaderes del sufragio.

Y ahora, mediante reformas que desmantelen -en segmentos estratégicos, por lo menos- las que dieron lugar a esas tramas de simulación democrática, el presidente López Obrador quiere despojar de sus fueros arbitrarios o de sus cargos o de ambas cosas, a ese desafiante y cretino club de vividores que, debiendo ser tan austeros como discretos en su condición de árbitros supremos de las contiendas por los cargos de representación popular, ganan, en cambio, como millonarios, protagonizan más conflictos propios de interés que esas disputas electorales que tienen a su cargo dirimir y resolver, y hasta acarician la posibilidad de que el más visible y famoso de sus representantes –el consejero presidente del INE, Lorenzo Córdoba Vianello- pueda postularse para suceder, en nombre de las familias más favorecidas por el saqueo privatizador del país durante más de tres décadas, al actual jefe del poder Ejecutivo Federal, su más acérrimo enemigo.

Es el pan político de la mexicanidad de siempre: El adefesio totalitario produce un día reformas constitucionales para intentar, en su decadencia, disfrazarse y defenderse de las acusaciones de ‘dictadura perfecta’ con la demagogia reformista. Luego el reformismo democrático de mercado e incivil –aunque ahora neoliberal y, por tanto, más refinado en la globalización y en nuevas prácticas aprendidas en la evolución del mundo occidental, donde los colonizadores de ayer son ejemplares pedagogos de la liberación de las excolonias de hoy- simula querer acabar con el de la simulación totalitaria. Y otro más que llega y asume –ahora desde el frente progresista- que ese también es un alevoso y corrupto impostor y quiere, asimismo, meterlo en cintura, se mete él mismo –y ante la opinión pública del estatus quo y de los opositores y sus seguidores derrotados en las urnas-, en la camisa de once varas que lo identifica con el autoritarismo democratizante del predecesor de su predecesor.

A medio camino de su gestión, a Andrés Manuel se le viene el tiempo encima para reformar lo que corresponde a su programa de turno y que él quiere y califica de transformación histórica en la vida de la nación -por ejemplo las estructuras constitucionales e institucionales que sostienen la plutocracia electoral, entre otros cambios de ruta que pretende y ha prometido y anunciado-, y para garantizarse una sucesión presidencial sin apretadas diferencias ni altercados decisivos con una oposición que, acaso para entonces, sea un tanto más combativa y esté reforzada por importantes liderazgos inconformes y emigrados del mismo partido oficial.

(Y para eso mueve sus alternativas, como la de quitar al gobernador de Tabasco, su Estado –Adán Augusto López Hernández-, para hacerlo secretario de Gobernación, y poner en su lugar al representante delegacional de su Gobierno y sus confianzas personales ahí –Carlos Manuel Merino Campos-, disponiendo a su albedrío de todos los arreglos discrecionales y constitucionales a su alcance y al mejor estilo presidencialista de la vieja guardia para que el nuevo titular de Gobernación pueda regresar a gobernar su entidad si él –AMLO- así lo requiere, o para que el interino se quede como mandatario permanente si es más bien eso lo que a él –AMLO- conviene. Y en la misma lógica desplaza de Gobernación a la exministra de la Corte y senadora con licencia, Olga Sánchez Cordero, y la pone, sin más protocolos que su voluntad de jefe máximo, en la Mesa Directiva del Senado, para que promueva desde ahí las reformas -sobre todo las electorales y judiciales- que tal vez no esté atendiendo con el rigor debido el líder de la Cámara alta, Ricardo Monreal, quien acaso vea con cada vez mayor claridad y desencanto que su proyecto de candidatura presidencial por el partido presidencial cada vez es más quimérico y prefiera ocuparse más de esos afanes sucesorios -buscando otras opciones de postulación- que de las urgencias reformistas de Palacio Nacional. Y entre dichos movimientos de conveniencia presidencialista de segunda mitad del régimen –donde también se mueven y se exhiben más de la cuenta y acaso de los límites tolerables por el principal inquilino de ese Palacio Nacional, los otros dos más visibles cazadores de la candidatura a sucederlo, el canciller Marcelo Ebrard y la jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum- quizá quepa, asimismo, una próxima remoción del inoperante fiscal de la República, Alejandro Gertz Manero -que aunque también es autónomo, su reemplazo es posible con otro ‘mayoriteo’ parlamentario similar al que hizo autónomo su encargo: de esos a la mexicana donde la ley está al servicio del control político-, por alguien como el más confiable y políticamente prudente y quieto titular de la Unidad de Inteligencia Financiera, Santiago Nieto Castillo -porque el renunciante consejero jurídico de la Presidencia, Julio Scherer Ibarra, además de que no pudo, por ejemplo, con las encomiendas de negociación de su jefe en el Poder Judicial y en el tribunal federal electoral, pese al amplio espectro de facultades de que dispuso, también andaba metido en la feria sucesoria anticipada y ya hacía campaña en el grupo de la jefa del Gobierno capitalino, a la cual y por ese mismo alboroto sucesorio, tal vez y del mismo modo que a Ebrard y a Monreal, se le esté apareciendo de competidor el nuevo titular tabasqueño de Gobernación, que al cabo y como todo parece indicar, será el huésped mayor del Palacio Nacional quien decida su sucesión, con ese o con su cocinero como candidato-. Y tal vez, si de incondicionales colaboradores tabasqueños se trata y quiere en su entorno estratégico Andrés Manuel, haciendo uso de su gran popularidad y poder discrecional de jefe máximo decida también hacer gobernador de Quintana Roo a su amigo Rafael Marín Mollinedo el próximo año y de ahí llevarlo a cualquier otra posición federal importante para los comicios federales del 2024 y poner en suplencia a cualquier otro de su cuadra, lo que bien podría dejar sin efecto la guerra especulativa actual en la entidad caribe por la gubernatura, y todo lo que ella implica, en lo que al partido Morena se refiere. Faltaría más.)

País de escolaridad mínima perenne, de usos y costumbres renuentes al Estado de derecho, de formalismos constitucionales eventuales y más bien subordinados a los poderes fácticos dichos, y de un reformismo atrapado -también eternamente, porque sin escuela no hay ejercicio crítico liberador y revolucionario- entre la ignorancia, la incivilidad y la demagogia, en el México de hoy la democracia sigue siendo de avances leves, más de retórica legalista que de verdades justicieras trascendentes, y más dentro de la inercia democratizadora occidental que desde la lucha renovadora de vanguardias nacionales propias. Y en esa inalterable dinámica idiosincrática, reformas electorales ha habido tantas como las cúpulas partidistas han querido, según les ha ido en los comicios cuyos resultados han precipitado sus acuerdos y sus iniciativas. Y casi todos esos mamotretos han sido, por eso mismo, consecuencia de intereses y negocios de conveniencia entre grupos, y se han parchado de manera coyuntural y al gusto de unos y otros hasta convertir no pocas normas y reglamentos en verdaderos Frankensteins y galimatías constitucionales, de tan confusos y arbitrarios en su ejercicio interpretativo, y cuyos saldos aplicables derivan, a menudo, en dictámenes y sentencias improvisadas que desvirtúan lo que debiera ser su finalidad última y la de todo sistema democrático: la equidad y la superación de los Poderes de representación popular.

(Sí, de acuerdo: con la institucionalidad electoral hay mayor conformidad en los resultados de las contiendas políticas. Hay más certeza en los conteos de sufragios y, en general, cada vez menos querellas tras los veredictos. Está muy bien. Pero otros países de similares niveles democráticos resuelven eso con leyes mucho más inteligibles y al alcance de la comprensión social, y con aparatos institucionales para representarlas y hacerlas cumplir también mucho más prácticos, económicos y sin sobrecargas fiscales, es decir infinitamente más modestos y austeros que los mexicanos, cuyo tamaño y financiamiento, de los más grandes del mundo, hacen también del sufragio uno de los más caros del mundo. Y un sistema electoral que cuesta lo mismo que uno del primer mundo pero es causa y consecuencia de una de las naciones más iletradas, corruptas, violentas, ingobernables y con mayor impunidad de su modelo penal y más ancha e injusta desigualdad entre pobres y ricos en el mundo civilizado, no puede ser un sistema que sirva gran cosa ni mucho menos que deba costarle tanto al erario y a los contribuyentes. Porque, en efecto, puede haber países con niveles democráticos como el mexicano donde también se produzcan altas pobrezas y vilezas representativas, pero por lo menos se paga poco por el voto que las produce y se gasta menos ‘dinero negro’ del presupuesto en esas trampas, lo que ya es una buena ganancia.)

Partidos desprestigiados y onerosos con cargo al presupuesto. Burocracias masivas y estériles con cargo al presupuesto. Vastos aparatos electorales y anticorrupción que no sirven para impedir el uso del poder político y de recursos públicos prohibidos para procesar -por fraudes electorales, ilegítimas conquistas de Gobiernos y de otros mandatos populares, y negocios privados con esos Gobiernos y esos mandatos populares- a los más grandes delincuentes que lucran con las oportunidades de la vida democrática. Todo eso ha significado el reformismo electoral de las últimas décadas, amparado en el discurso del derecho ciudadano a sufragar por la representación plural de sus intereses en el Estado republicano. Y por supuesto que ese despliegue de los sistemas electoral y anticorrupción no ha contribuido a hacer posible un país menos pobre, menos analfabeto y más fiscalmente rico, que pueda darse el lujo de pagar ingresos de funcionarios electorales y anticorrupción cual si fueran élites burocráticas de potencias democráticas y económicas. Porque esa no es sino una patología de la estupidez democrática congénita que garantiza el círculo vicioso de costear aristocracias públicas sólo para preservar la desigualdad social y la pobreza intelectual y moral de unas mayorías muy libres de ir a las urnas a elegir a sus representantes, aunque sean los más corruptos del mundo, con el sufragio más caro del mundo. Y que esas aristocracias, al frente de sus legiones burocráticas masivas, sean justamente las responsables de garantizar la democracia de los sistemas electoral y anticorrupción, es lo que mejor identifica las penurias del sistema democrático mexicano.

Tales verdades son tan históricas y tan innegables como que el sistema anticorrupción fue creado en la parte medular de la corrupción de la Presidencia de la Republica del priista Enrique Peña Nieto -cuya cauda de evidencias delictivas durante su gestión debiera tenerlo en la cárcel ahora mismo, si en realidad funcionara la nueva Fiscalía General de la República- y fue celebrado con los vítores oratorios y los sufragios parlamentarios cómplices de los panistas y los perredistas, y sigue, al sol de hoy, sin servir para llenar las cárceles de todos los criminales públicos de alto perfil que harían falta para justificar la existencia del sistema anticorrupción y de su autonomía.

Porque en México todos los avances democráticos y sociales se mediatizan, y su ejercicio fáctico termina escamoteando el cumplimiento cabal de los objetivos que sus mejores causas reformadoras ofrecen como ideales. La demagogia como un sino, ante la ausencia perenne de una transformación educativa integral que eleve la conciencia crítica de la población de manera evolutiva y como proceso histórico, inviabiliza la realización de la cultura democrática. Y con las reformas de la democracia electoral ha ocurrido lo mismo que con toda la Revolución Mexicana institucionalizada: se han realizado conquistas sociales propias de la modernización del país -y en el contexto inevitable de las transformaciones globales- pero sigue habiendo castas y grupos de poder que imponen sus intereses fundamentales con la simulada perversión del sufragio mayoritario. Y así puede ganar la Presidencia de la República un enemigo de ese estatus quo, pero a la postre pierde su causa esencial de revolucionar el estatus quo, el mismo que ha impuesto ahora, como modelo democrático constitucionalizado e irreversible -cual defensor de ese estatus quo que es-, un sistema electoral de tramposos beneficio social y consistencia moral. Gana, en efecto, el líder renovador y defensor del Estado social, pero el poder estructural de la oligarquía se queda y sigue obteniendo victorias a su vera y a pesar suyo. Y el sistema electoral sigue su curso. Y el jefe máximo debe imponer algunos de sus fueros renovadores accediendo a otras reformas legales igualmente por la vía de los mayoriteos de la usanza prehistórica de los poderes fácticos.

En síntesis:

¿Que se ha configurado, entonces, una casta millonaria y decisiva de consejeros del Instituto Nacional Electoral y de magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, en gran medida mercenarios y al servicio de los grupos de poder a los que suelen representar, envueltos en permanentes escándalos y conflictos de interés, y ajenos por completo a la aceptable neutralidad y a la necesaria discreción con que debieran mantenerse al margen de las subjetividades de la opinión pública donde tanto gustan de exhibirse y donde se evidencia su absoluta falta de probidad?, pues sí. ¿Que son desmesuradas e ilógicas las dimensiones y los financiamientos de la estructura partidista y electoral permanente -más toda la relativa al vasto sistema nacional anticorrupción en contra del uso del ‘dinero negro’ y de las prácticas públicas ilegales-, y el vasto entramado constitucional y burocrático construido en el curso de tres décadas?, pues sí. ¿Que habría que simplificar la representación parlamentaria -que es mucho más grande que la estadounidense, para no ir más lejos- y la estructura electoral, y desaparecer el régimen de privilegios de la misma, el financiamiento partidista y la inutilidad del masivo sistema anticorrupción?, pues sí. Sólo que hacerlo requeriría de un todopoderoso ‘mayoriteo’ reformista del jefe máximo, tan contundente como el que fecundó ese devastador circo burocrático electoral y anticorrupción. Y si Andrés Manuel puede hacerlo sería entonces, como tantos piensan, el presidente de la República más poderoso de la historia merced a las grandes mayorías populares que lo han encumbrado en el supremo poder del Estado con su voto y sostienen la jerarquía de su influencia política y defienden las decisiones de su investidura mediante la voluntad, ampliamente mayoritaria, que miden y en la que coinciden las encuestas. Pero, si no, no sería, ni de lejos, más fuerte que cualquiera de sus totémicos antecesores que, a fuerza de democratizaciones falaces y rapacidades feroces, han hecho de México el país violento, corrupto, ingobernable y sin ley que sigue siendo, y que no hay señal que advierta que un día dejará de ser.

SM

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