Las contrariedades de Palazuelos y el MC

Signos

Por Salvador Montenegro

El caso suyo pudiera ser extraño si no ocurriera en un entorno de idolatrías presidencialistas -aseguradas con los bonos presupuestarios de la ‘política del bienestar’- donde todo lo que decida el Presidente -como las candidaturas que le convengan, por nocivas que sean- es bueno, popular, y a veces sagrado.

Desde ese frente se acusa al personaje de alta frivolidad y de todos los vicios y defectos morales con que la fama y los moldes de la industria del espectáculo, de la que ha formado parte, pudieron marcar para siempre su naturaleza humana.

Pero ha sido esa popularidad mediática (la emergida de las fraguas de la telebasura que han enajenado a grandes sectores nacionales iletrados durante décadas y generaciones, y han garantizado, asimismo, la existencia de todas las idolatrías y todos las creencias masivas en la salvación prometida por los profetas iluminados de la fe política o religiosa) de la que ha echado mano su hoy partido para hacerlo candidato, asumiendo que en la popularidad de sus frivolidades y en las frivolidades idiosincráticas del gran público elector, podría competirse contra las vulgaridades partidistas adversarias y subsidiarias de la popularidad que congrega el santificado poder presidencial.

Y hete aquí lo que pudiera parecer contradictorio y excepcional del mexicanísimo caso, y que no lo es justo por eso, por tan mexicano como es el caso:

El personaje es postulado por la popularidad de su frívolo perfil mediático, que muy bien encajaría en la frivolidad de un vasto sector del electorado proclive a ese tipo de perfiles representativos, y entonces estalla, en la opinión pública, la burbuja de la simulación opositora ofendida por las trampas propagandistas de la frivolidad emergente, exhibiendo, a su vez, que su enojado discurso también es de propaganda: el alboroto es falaz, moralino, artificioso… Esa comunidad le teme a la competencia de un perfil abiertamente pensado para la superficialidad electora, y pretende convertir el recurso promocional enemigo en algo perverso y censurable, cuando sus propias candidaturas son ejemplos superiores de mendacidad, oprobio y agravio al interés público, y donde si la legalidad y el Estado de Derecho no fuesen sólo instrumentos democráticos al servicio de los poderes fácticos, acaso en lugar de esas candidaturas debieran otorgarse órdenes de aprehensión.

Y entonces el partido que eligió al personaje por su fama y su personalidad de farandulero -para hacerlo encajar entre un numeroso electorado afín a ese perfil- ahora lo reprende y le exige moderación y seriedad cuando se le escapan declaraciones impropias de la dignidad de un aspirante al poder político y ordinarias en su cotidianidad, ajena a esos formalismos de la demagogia.

Y partido y candidato optan, ahora, bajo la presión de la contienda electoral, por promover su causa con el signo y la propuesta de virtudes alternativas: el personaje no sólo es un producto exitoso del mercado televisivo, sino que es mucho más que eso. No es un ladrón, como sus dos principales competidoras, las que han vivido de los despojos al erario y a la administración pública. Es un abogado competente y con un legado familiar intachable que incluye altos servicios a la nación en los tiempos de su bisabuelo. Es un empresario sólido y enemigo jurado de los poderes inversores que, con la complacencia y la complicidad gubernamentales, han devastado los prodigios bióticos del Caribe mexicano. Es un defensor declarado de algunos proyectos esenciales del Gobierno de la República para el desarrollo regional, como el del aeropuerto de Tulum, pero un crítico empedernido de su política de seguridad y de su tolerancia a la narcoviolencia, que gracias a la impunidad de que goza esa industria de parte de todos los Gobiernos está destruyendo al país y a la entidad caribe.

En fin…

Pero ¿puede combinarse la campaña de virtudes ciertas o posibles con la del propósito partidista originario de promover al personaje como el candidato ideal para un público elector formado en los valores nacionales y en la cultura popular de la telebasura?

El partido y el personaje parecen haberse metido en esa encrucijada. Al parecer no habían medido la fuerza de la hipocresía crítica de sus adversarios del presidencialismo santificado, santificador y milagrero, y de sectores similares de la simulación moral panista y perredista que han visto que la banalidad farandulera puede ser electoralmente más poderosa que el tradicionalismo delictivo con que ellos, por su parte, defienden sus ambiciones y negocios aliancistas.

El personaje tiene a su favor los expedientes del descrédito de sus enemigas de la cochambre verdemorenista y panperredista, que es la misma grey de lo mismo de todos los tiempos. Tiene en contra la inexperiencia de la guerra en el lodo que es la democracia mexicana desprovista de todo compromiso ideológico y moral. Tiene a su favor la oportunidad proselitista de defender causas justas que en boca de sus rivales no pueden ser sino infamias y burlas. Pero cómo hacerlo con seriedad si en sus postulaciones su partido nunca apuesta a eso, sino, sobre todo, al contagio de la popularidad sin contenido de sus proyectos.

Es cierto que no tiene rastros visibles de corrupción como los que identifican a sus contrincantes más fuertes, y que sus éxitos profesionales y económicos no se los debe a su bagaje criminal en el ejercicio del Gobierno. Su reto será conjugar la popularidad procedente de sus éxitos en la telebasura con la de la personalidad de hombre serio y empresario defensor de las mejores causas ambientales, fiscales, del desarrollo y de la seguridad del Estado. Porque su poder de contendiente electoral le viene de su fama. Y su fama no le viene de lo mejor que él defiende de sí mismo.

¿Es mejor que las otras?, el expediente conocido de ellas garantiza que sí.

Él ahora afirma que su fama es sólo el productivo saldo de los personajes que ha representado en la industria del entretenimiento y que bien ha sabido administrar como un producto empresarial más, como sus hoteles y los demás negocios que lo han convertido en un acaudalado inversionista, pero que su personaje no es él, sino la prueba de que, lo que hace, lo hace bien, y de que por eso puede y quiere ser el mejor mandatario del Estado.

La cuestión es si esa verdad que sostiene como recurso esencial de propaganda tiene valor electoral. ¿No sería un fraude contra quienes lo quieren y lo votarían por ser el personaje que dice no ser en la vida real? Los electores contrarios al tradicionalismo delictivo y demagogo de sus adversarias ¿confiarían en él, como la alternativa, a la hora de las urnas? ¿Cómo sumar a los fans y a los ciudadanos inconformes con la oferta del Verde y el Morena -amparada en la popularidad presidencialista- y con la de su similar del panismo y el perredismo?

La infame calidad de sus adversarias hace, en efecto, la oportunidad del Movimiento Ciudadano y de su candidato…

El problema mayor de ambos no es moral, como quieren hacerlo ver sus inmorales opositores en una democracia de mentiras y simulaciones.

El problema es la encrucijada, entre la fama utilitaria y la verdad que se defiende acerca de ella.

(Claro, los fans son eso: fanáticos de sus ídolos, sean Palazuelos, López Obrador o de otros espectáculos. Pero en el de la sucesión gubernamental quintanarroense parece que la función estelar está entre las fanaticadas locales de los nombrados, aunque el segundo esté representado con otro nombre en la boleta. Y sí, las mínimas minorías de espectadores y electores críticos podrían abstenerse o hacer que cuenten sus precarios -pero acaso decisivos- votos o granitos de arena. Y sí, muchos electores del obradorismo y que desprecian a López Obrador y a sus nutridas galerías de idólatras, sufragarán muertos de risa por sus candidatos porque en ello, o en su turbia sociedad de conveniencia con ellos, se juegan en buena medida su prosperidad futura y su destino, a costa del erario y de los patrimonios públicos convertidos en objetos de negocio por los gobernantes.)


SM

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