Signos
Por Salvador Montenegro
En una economía de tan amplios sectores populares y mayorías empobrecidas, como la mexicana, el Estado, para ser justo y representativo, debe tener vocación social, y defender las áreas esenciales que garanticen el abasto primario de la gente de menores ingresos con las mayores facilidades y los menores precios.
Y por eso deben privilegiarse y fortalecerse las empresas y los patrimonios públicos que sean factores determinantes de esa condición de la justicia social, como los energéticos, cuyo impacto en el mercado de consumo de las grandes mayorías nacionales y, por tanto, en sus niveles de bienestar, es decisivo.
(Porque el utilitarismo desmedido de la oferta y la demanda en esos sectores puede ser letal, como ha venido siendo su libertinaje y la desregulada entrega de sus beneficios a iniciativas empresariales de la peor especie.)
Con el más juicioso criterio social se nacionalizaron y se definió el predominio de la propiedad y la rectoría del Estado en las industrias petrolera y eléctrica del país.
Y en sentido contrario y con estrictos valores de mercado se decidió privatizar áreas estratégicas de las mismas y desmantelar sus empresas públicas y sus mecanismos reguladores.
Es cierto que la corrupción institucional desaforada cobró sus facturas predatorias en la era del populismo de los setenta.
Pero fue una caricatura, comparada con la del neoliberalismo salvaje que desintegró la riqueza nacional y entregó los bienes públicos más rentables -de la minería y el acero, a la industria alimentaria, y a la telefonía y la casi totalidad del espectro radioeléctrico- a una treintena de familias de la oligarquía nativa y a algunos de los más rapaces corporativos globales, como Odebrecht e Iberdrola, en el ámbito del petróleo y la electricidad, donde los principales ganadores, además del sector privado privilegiado, fueron los gobernantes y sus cómplices en el poder, que obraron la masacre del Estado social y de sus bienes mayores, en un festín de lucro y de despojo amparado en el discurso de la modernización y la diversificación inversora de los tiempos absolutos y hegemónicos del librecambio universal.
Es cierto que la inversión energética alternativa es necesaria. Y que lo es el fomento y la garantía de mayores capitales en todos los demás sectores económicos como promotores del empleo, la renta fiscal, y los presupuestos de obra pública y social.
Lo es. Tanto como que los compromisos del Estado con las grandes mayorías populares precisan de una economía mixta que preserve las áreas fundamentales para el abasto y el consumo de esa población al menor costo para ella, como las de la industria energética y sus empresas líderes -Pemex y la Comisión Federal de Electricidad- bajo el dominio pleno del poder público.
Y ese interés supremo de la nación ha sido vencido ahora por un mayoriteo parlamentario de falaces presunciones ideológicas y en un vulgar parloteo partidista de verdulería, que identifica que los peores tiempos del totalitarismo priista de hace más de medio siglo -cuando la economía mexicana era tan social como ejemplar en un entorno latinoamericano plagado de tiranías, golpes de Estado, desigualdad y hambre- eran infinitamente mejores que los de este arrabal democrático sin principios, sin civilidad, sin ley.
Si los priistas hubiesen optado por la ideología social y el modelo económico que favoreció al país hace más de medio siglo, y no por los de la descomposición que lo hundió más que nunca con el salinismo privatizador que además -y en su génesis delamadridista- terminaría partiendo en dos y hundiendo a su propio partido para dar lugar al de la Revolución Democrática y luego al del Movimiento de Regeneración Nacional -que en contra del PRI y del PRD asumió la presidencia del país y tomó las iniciativas ideológicas que en sus buenos tiempos defendieron sus ahora opositores-, otro gallo nos cantaría.
Porque el obradorismo puede no gustar a muchos. Pero en lo que a la defensa del Estado social se refiere y en el orden de las prioridades energéticas, es la única alternativa.
De cualquier manera, la derrota legislativa de la reforma eléctrica favorece las relaciones con Washington y con el espectro inversor.
Sirve al Presidente de ese modo, y como ariete nacionalista y patriótico contra los opositores del conservadurismo y la oligarquía.
Pero en términos históricos y sociales, es una nueva victoria privatizadora contra los intereses mayoritarios y superiores de la nación.
SM